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La gran contracción

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He elegido como enseña de esta nueva etapa bloguera la contundente sentencia con que Shakespeare (Acto V, Escena V) hace caer a Macbeth en la cuenta de que los sueños predichos por las brujas no eran más que una proyección de su personal ansia de poder —de sus ilusiones, vaya—. Life’s but a walking shadow, a poor player / That struts and frets his hour upon the stage / And then is heard no more: it is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury / Signifying nothing. Y como no tengo a mano la siempre certera traducción de Cansinos Assens y no me gusta la de Menéndez y Pelayo, me he animado a traducirlo así: «La vida no es más que una sombra fugaz, un mal actor / Que declama a toda prisa su papel paseando por el escenario / Y del que nada vuelve a saberse: una hablilla / Repetida por un idiota, llena de ruido y furia / Y ayuna de sentido».

Pero no quisiera fungir sólo de trascendente. En el paso por la escena —por fugaz que sea— de ese ocasional y prescindible comediante que somos todos, nos «cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar», que es lo que cuenta. Y mientras se nos lleva la pelona, no está de más encandilarse con Lola León, una pitón desorejada a cuyo cuerpo glorioso («eso que estás bailando, tesoro, es caramelo») gustosamente se hubiera enlazado uno así fuera para servirle de humilde entremés, mientras ella animaba al otorrinolaringólogo, al geólogo y al odontólogo, amén del sociólogo, el psicólogo, el antropólogo, el politólogo, el futurólogo, el epidemiólogo y otros -ólogos a que se fueran a bailar el son. Y ahí vamos.

***

Para muchos de nosotros ha sido el nuestro, un mundo previsible y a menudo placentero. No exento de sorpresas, ni perfectamente comprensible o maleable, pero los de mi generación —los boomers— hemos sido gente de suerte, como la que en épocas pasadas hubieron sólo otros pocos: los ciudadanos romanos bajo el Principado o los habitantes de Chang’an en los buenos tiempos de la dinastía Tang. Como ellos, muchos —y en muchas partes del ancho mundo— hemos vivido avant la Révolution y gozado, como grupo, una douceur de vivre cotidiana que creíamos imperecedera. Hasta esperábamos que nuestro ajuste definitivo de cuentas con el mundo fuere, si no deleitoso, al menos tan sencillo como los provisionalmente tenidos hasta hace poco. Esa confianza la hemos trasmitido a las generaciones que nos siguen: si no el mejor de los mundos posibles, el que les íbamos a dejar sería regalado y aún mejor que éste si cabe.

Así se lo creyeron y se han propuesto mejorarnos. Al menos en grandes sectores jóvenes de las sociedades acomodadas existía hasta hoy la convicción de que con algunos ajustes finos iban a vivir, al cabo, en armonía con la naturaleza y con sus semejantes. Como Macbeth han creído que las brujas auguraban la realización de sus propios deseos: vivir en una vasta ONG en donde todos y todas —muy importante esa conjunción que copula inconsútilmente a los géneros sin necesidad de contacto físico ni de escribano que autentique el asentimiento mutuo— iban a disfrutar de un mundo enriquecido por la diversidad y en el que todos y todas serán iguales no sólo en derechos; no sólo en oportunidades; también en resultados —una utopía para almas bellas aunque renuentes a reparar en las contradicciones lógicas del constructo—.

El virus de Wuhan ha dado con él en tierra.

Cuando escribo este blog (16 de abril), las cifras mundiales del COVID-19 son las siguientes: 2.1 millones de contagiados y, al menos 145.000 fallecidos en un itinerario cuyo final aún desconocemos. El mapa es muy desigual, pero sigue extendiéndose por todos los continentes. El número de muertes por 100.000 habitantes —lo verdaderamente decisivo para juzgar la eficacia de las políticas sanitarias nacionales— tiene resultados muy variables y a menudo difíciles de interpretar y comparar.

Esto es lo que a duras penas conocemos. En China donde empezaron los primeros casos, de creer las estadísticas oficiales, algo que no haría el apóstol Tomás, han aparecido 87.900 contagiados con una tasa de mortalidad de 0,3 por 100.000 habitantes. Igualmente bajas son en la mayoría de los países del Este y Sudeste de Asia. Así Corea del Sur (0,4), Japón (0,1), Taiwán (<0,1), Indonesia (0,2), Vietnam (0), Malasia (0,3), Tailandia (<0,1). El virus se ha cernido con especial saña sobre Europa. La palma mundial de defunciones por 100.000 habitantes, de lejos, se la llevan España (41,7) e Italia (36,7). Estados Unidos está en 9,4.

Son cifras difícilmente comparables por las diferencias de metodología, pero muestran aspectos sorprendentes. De Portugal nos separa solo una raya de 1200 kilómetros y, al ser parte del tratado de Schengen, las fronteras son muy porosas. Sin embargo, los vecinos cuentan una tasa de mortalidad (6,4) por cien mil habitantes siete veces inferior a la nuestra. Cabría pensar que, lógicamente, un gobierno de izquierdas como el español no puede dar una a derechas. Pero los portugueses, que también lo tienen de esa cuerda, muestran que lo de acertar no es cuestión de ideología sino de previsión y competencia, algo que, para el gobierno socialcomunista de España (¡la mejor sanidad del mundo! clama la propaganda oficial) no son más que fruslerías. Sólo por eso merecería una moción de censura.

La batalla sanitaria aún no ha acabado y ya se anticipa la siguiente. Las previsiones del FMI para 2020 en nuestro país han convertido las Profecías de Nostradamus en un animé no apto para impúberes. El PIB caerá un 8%, probablemente la mayor contracción registrada desde la Guerra Civil. La tasa de paro, que en 2019 seguía obstinadamente en 14,1% subirá a 20,8%. Por cierto, suele hablarse mucho de los recortes sufridos por los trabajadores desde la crisis financiera de 2012 y efectivamente los hubo. Conviene recordar, empero, que el gran recorte del mercado de trabajo se produjo bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero. En 2007 el paro había llegado al punto más bajo de la historia reciente (8,5%), pero a fines de 2011 se disparó a 24,4%, con una pérdida de 3,5 millones de puestos de trabajo y llegó a 5,6 millones de parados. Recortes grandiosos que van a correr parejos con los de 2020, si se verifican los datos del FMI.

Es cierto que las causas de ambos procesos no son las mismas y que otras economías OCDE sufrirán también. Pero no parece que eso vaya a servir de gran consuelo para los millones de parados extra que sufrirán los efectos de esta Gran Contracción dentro de nuestras fronteras.

La sanitaria y la económica son las dos tareas que requieren atención inmediata, cada una con sus aristas; a menudo competidoras en sus urgencias; frecuentemente enfrentadas en sus prioridades. Hay, sin embargo, un tercer aspecto del que hablamos menos pese a ser tan importante como los otros dos —la defensa de los valores de la Ilustración que nos han permitido disfrutar de sociedades prósperas a la par que libres—. Como hace poco recordaba Henry Kissinger: «Un repliegue global del equilibrio entre poder y legitimidad acabaría por desintegrar el contrato social doméstico e internacional».

Ese es el circo de tres pistas sobre el que se juega nuestra suerte y no parece que a los augustos locales les vayan a servir de mucho esos ases que dicen tener escondidos en la manga.

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Ficha técnica

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