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Mulisch, Hitler y el mal impenetrable 

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Es muy posible –quizá probable hasta un extremo
abrumador– que tengamos que aprender siempre más
acerca de la vida y la personalidad del ser humano
a través de las novelas que de la psicología científica.

Noam Chomsky

De haber un escritor europeo consciente hasta grado sumo del poder de la ficción como fórmula de indagar en la vida personal y colectiva de los seres humanos y, sobre todo, como vía de aproximación a todo aquello que a la razón resulta inaprehensible, este es, sin duda, Harry Mulisch (Haarlem, 1927- Ámsterdam, 2010).

El autor holandés gozó siempre de una gran popularidad en su país. Empezó a publicar en los años cincuenta, cuando los Países Bajes empezaban a despertar de la pesadilla de la guerra. Su prolija obra abarca ensayo, crónica periodística y narrativa. Fue en este último género donde su talento encontró mayor acomodo y, a partir de su novela El atentado (1982), adquirió reconocimiento internacional. Literatura, pensamiento y política siempre fueron de la mano en Mulisch. Durante toda su vida, y especialmente en su etapa de juventud, fue un hombre políticamente comprometido que nunca dejó de expresar sus ideas en público. En los años sesenta abrazó las causas izquierdistas de la época, visibles en su apoyo al movimiento «provo», su posición contra el imperialismo estadounidense y su defensa del castrismo, del que no quiso retractarse públicamente a pesar de las críticas que recibió por ello. En la última etapa de su vida, sus posiciones políticas cambiaron significativamente. Por temor a la expansión del islamismo radical y a un posible ataque a Israel, llegó a expresar su simpatía por los estadounidenses, a los que tanto había denostado en el pasado. Nunca, ni siquiera al final de su vida, dejó de hacer declaraciones provocadoras a los medios. Así por ejemplo, en Logboek, su cuaderno de bitácora escrito durante los años 1991-1992, mientras trabajaba en la redacción de la que sería su gran novela, El descubrimiento del cielo, comentó que el diario NRC Handelsblad no dejaba de criticarlo por haber declarado que la democracia había sido contaminada por la forma constitucional en que Hitler se hizo con el poder. Siempre fue amante de la controversia.

Su faceta de hombre público la ejerció Mulisch muy conscientemente. Los medios de comunicación acabaron por reproducir la imagen que él mismo quiso ofrecer de su persona, una imagen que, de hecho, tenía más de constructo ficcional que de realidad. Así, con el tiempo, fue creándose lo que Sander Bax, profesor de Literatura en la Universidad de Tilburg, ha bautizado como «el mito Mulisch», que da título a su exhaustiva biografía del autor, recientemente publicada en Holanda, en la que desgrana la figura de Mulisch como escritor, intelectual e icono. Lo cierto es que el escritor alimentó su propio mito de dandy intelectual con una actitud a veces arrogante y provocadora. Esa pose, con la que con toda probabilidad el escritor se divertía más que nadie, no siempre fue bien recibida por la mentalidad cultural holandesa contraria a la ostentación o por aquellas almas poco sensibles a la ironía. Porque si algo define la personalidad y escritura de Mulisch, a mi juicio, es su mirada irónica sobre el mundo y, en especial, sobre sí mismo. Ahora bien, él no solía practicar la ironía tal como la entendemos comúnmente, como una figura retórica en la que se da a entender lo contrario de lo que se dice. Connie Palmen, escritora holandesa y buena amiga de Mulisch, constata en la laudatio que dedicó al autor con motivo de su octogésimo cumpleaños: «La esencia de la ironía “mulischiana” es que es ironía y al mismo tiempo no lo es». Para Palmen, Mulisch siempre dice lo que piensa y eso desconcierta a la gente. Lanza ideas de las que todo el mundo opina que no deben pensarse. La ironía consiste en que él sí las piensa de verdad, aunque, al mismo tiempo, deja entrever que no es correcto pensarlas. Es lo que Palmen denomina la «apariencia de ironía». Esa misma paradoja subyace en la imagen que el escritor transmite de sí mismo como individuo altivo y vanidoso. A todo el mundo hace creer que no es más que un juego, una mascarada. Pero, a juicio de la escritora holandesa, esa es su forma de ocultar hábilmente su verdadera personalidad, porque en realidad él no se avergüenza de tener una alta opinión de sí mismo, y disimularlo sería una hipocresía. Palmen habla del «misterio Mulisch»: todo lo que este tiene de transparente, sencillo y directo por un lado, lo tiene de inasible e indescifrable por el otro.

Para el mito y el misterio que fue Mulisch como hombre, la ficción constituyó el territorio perfecto para experimentar y jugar con la vida propia y ajena como un dios creador todopoderoso que hace y deshace a su antojo, un dios a veces un poco cínico y altivo, aunque también compasivo y tierno, un dios preocupado por el destino de la humanidad y anhelante de respuestas que no parece encontrar en la historia, sino en los mitos, los símbolos y el infinito potencial de su imaginación.

Si hay algo que determina la vida y obra de Mulisch es la Segunda Guerra Mundial. Sus experiencias juveniles durante la ocupación alemana de los Países Bajos dejaron en él una huella indeleble y forjaron su visión del mundo, una visión esencialmente pesimista. La realidad del Holocausto, del exterminio de millones de seres humanos por un régimen liderado por un individuo megalómano, aparentemente insignificante, que, sin embargo, fue admirado y secundado por las masas, resulta un fenómeno de difícil comprensión sobre el que se han vertido ríos de tinta. Mulisch nunca dejó de interrogarse a sí mismo y al mundo sobre este episodio de la historia del siglo XX y persiguió incansable una respuesta a lo humanamente incomprensible. Su última novela, Sigfrido, un idilio negro (2001), publicada en español por la editorial Tusquets en 2003, constituye su postrer intento de aproximación a lo irracional y desarrolla uno de los temas que más le preocupó durante toda su vida: la naturaleza del mal.

Harry Mulisch y la Segunda Guerra Mundial

Hijo de padre colaboracionista de origen austríaco y madre judía, Mulisch era un joven adolescente durante la guerra. Si bien no sufrió directamente los estragos de la contienda, siempre le acompañó el recuerdo de la atmósfera opresiva de aquellos años de ocupación alemana de los Países Bajos. Nunca pudo olvidar las sensaciones de soledad, angustia y miedo que experimentó entonces. Herter, protagonista de Sigfrido y álter ego del autor, evoca así ese pasado siempre presente:

[…] sentía esa guerra muy cerca todavía, a la vuelta de la esquina del tiempo… Empezaba a pertenecer a la última generación de personas que conservaban recuerdos nítidos de la guerra, insignificantes si se comparaban con aquellos que vivieron experiencias traumáticas, pero aun así impregnados de esos invisibles gases venenosos que, desde la erupción volcánica del nacionalsocialismo, flotaban por todos los rincones de Europa  (pp. 49-50).

Los padres del joven Harry, hijo único, se habían divorciado en 1936 y él fue educado principalmente por la criada, Frieda Falk. Tanto él como su madre, Alice Schwarz, lograron librarse de la deportación gracias a los contactos de su padre. Su madre emigró a Estados Unidos en 1951 y se instaló en San Francisco. Su abuela (Lucia Bella Schwarz) y bisabuela (Bertha Netter-Koch) fueron deportadas en 1943 y murieron en el campo de exterminio de Sobibor. El escritor siempre fue extremadamente sensible hacia este pasado. En Mijn getijdenboek (1975) hizo una declaración que los medios han destacado con frecuencia: «En realidad yo no viví la guerra mundial, yo soy la segunda guerra mundial». El rechazo al padre se trasluce a menudo en sus escritos. Así, por ejemplo, refiriéndose al Demian de Herman Hesse, dice en su Logboek: «Espantoso, una combinación nada artística de ocultismo, fascismo y mitología homoerótica. En 1919 era ya un libro de culto a lo Werther y sin duda ha contribuido al triunfo de Hitler. El mundo de mi padre. Estoy prácticamente seguro de que lo leyó en su día» (p. 61).

Buena parte de la prolífica obra de Mulisch gira en torno al trauma de la guerra y plantea temas filosóficos y políticos relacionados con la idea del mal y el sentimiento de culpa. Esto se observa claramente en novelas como La cama de piedra (1959), El atentado (1982) o la que él mismo consideró su obra magna, El descubrimiento del cielo (1992). La Segunda Guerra Mundial nutre también gran parte de sus obras de ensayo, como El juicio a Eichmann. Caso penal 40/61, publicada originalmente en 1962. Se trata de un célebre reportaje del autor sobre el teniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, uno de los padres de la llamada «solución final» con que Hitler decidió consumar su genocidio. Durante el juicio, que fue seguido por un gran número de periodistas, el joven Mulisch estuvo sentado al lado de la filósofa Hannah Arendt, quien a partir de esa experiencia publicaría en 1961 una serie de reportajes recopilados en su célebre libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.

Al igual que a la propia Arendt y al escritor Elie Wiesel, también presente en el juicio, a Mulisch le llamó la atención la insignificancia de Eichmann y sintió la necesidad de penetrar en la personalidad de ese individuo aparentemente tan anodino. Un personaje que, según la polémica visión de Arendt, sólo era capaz de expresarse con clichés y que no era la encarnación del mal, sino un ser absoluta y terriblemente corriente, un ambicioso burócrata que cumplía órdenes, que no ocultaba pensamientos monstruosos y que no era estúpido, sino totalmente vacío. Esta idea del vacío nos interesa retenerla porque, como veremos más adelante, retorna en cierto modo en la descripción que Mulisch hace de Hitler en su novela Sigfrido como un ser terroríficamente vacío, que genera el horror vacui en todo aquel que le mira a los ojos. En El juicio a Eichmann de Mulisch, según la sinopsis con que se presenta la versión española del libro,

Mulisch no hace historia ni política, escarba en una realidad psicológica y social que nos resulta inquietante, por no decir pavorosa: traza una crónica apasionante y detallada del juicio y describe un retrato-robot del mal, o, mejor, el retrato de un robot, del «hombre-máquina» que se engarza con la limpieza de las ruedas dentadas de la obediencia ciega en la maquinaria del horror.

El propio Mulisch declaró en cierta ocasión que Eichmann tenía que ver con él mismo más de lo que imaginaba. Tenía treinta y cinco años cuando escribió su reportaje sobre el juicio al gerifalte nazi y en él se enunciaba lo que sería ya para siempre la mayor obsesión de su vida: el enigma del mal. La pregunta de cómo es posible que un ser humano cometa las atrocidades que cometieron los nazis. Para abordar este enigma recurrió al ensayo filosófico, al reportaje y, sobre todo, a la novela, echando mano de la psicología, la mitología y la religión. Si la Segunda Guerra Mundial era el paisaje histórico que envolvió gran parte de su obra, a los setenta y tres años, Mulisch dio un paso más, el último paso de su vida literaria como novelista: pintar su propio paisaje histórico, reconstruir la historia a través de la ficción, reinventando el relato histórico a través del artificio, del juego literario, practicando una historia «contrafactual». Ese es el experimento que Mulisch desarrolla en su novela Sigfrido. Nos preguntaremos más adelante por qué el escritor acaba alejándose de la realidad histórica para crear su propia historia imaginaria sobre el enigma del mal que encarna la figura de Adolf Hitler. Una figura cuya perversa personalidad siempre ejerció sobre él una suerte de atracción malsana que nunca disimuló.

Sigfrido, un experimento imaginario

Además de los temas filosóficos y políticos recurrentes en la obra de Mulisch, Sigfrido contiene abundantes referencias autobiográficas. El autor crea su álter ego caricaturesco en la figura del protagonista, Rudolf Herter, que, al igual que él, es un reconocido escritor holandés de origen austríaco. Este realiza una gira promocional de su última novela por Austria. Al término de su conferencia en Viena, mientras firma libros, se presenta ante él una pareja de ancianos, Ulrich y Julia Falk (a propósito, el mismo apellido de la sirvienta que crió a Mulisch). Los ancianos le cuentan que han decidido asistir al acto después de haberle oído hablar sobre Hitler en una entrevista en la televisión. En esa entrevista, Herter había expuesto la idea de que para poder comprender mejor a una persona (se refería irónicamente a su mujer) era preciso «colocarla en una situación extrema, absolutamente ficticia, y a partir de ahí observar su comportamiento. A modo de experimento mental, o mejor dicho, imaginario» (p. 22).

Cuando la entrevistadora le comenta que eso de experimentar con personas suena un poco a cuento de terror, Herter asiente y propone aplicar ese experimento a un ser detestable, ya muerto, que resulte incomprensible. Un ser como Hitler. A partir de ese momento, el escritor se obsesiona con la idea de buscar «en su laboratorio literario un marco experimental ficticio en el que situar a Hitler para poder penetrar en su estructura» (p. 25).

Los Falk le revelan que disponen de información sobre Hitler, y el escritor, que no puede resistir la curiosidad, les visita al día siguiente en su humilde residencia de ancianos. El matrimonio le contará una historia a la que al principio no da crédito. Pero la coherencia del relato de los ancianos y la sinceridad con que lo transmiten acabarán convenciendo al escritor de la veracidad de su historia. Con ella se inicia la segunda parte de la novela. Los Falk trabajaron de jóvenes al servicio personal de Hitler y Eva Braun en el Berghof, la residencia gubernamental de Hitler en los Alpes, donde conocieron a todo el equipo del Führer: Speer, Bormann y otros. Eva Braun queda embarazada de Hitler y este no quiere que su embarazo se haga público, porque él se debe a todas las mujeres de la nación. Ordena a los Falk que se hagan pasar por los padres del niño, a quien pone el nombre de Sigfrido, en homenaje a Wagner. Estos crían al niño con atención y cariño en el Berghof, cerca de sus verdaderos padres, quienes se hacen pasar por los tíos de Sigfrido. Ulrich Falk sufre una verdadera conmoción cuando un día Bormann, por orden de Hitler, le obliga, bajo amenazas, a acabar con la vida del niño.

Los ancianos confiesan su terrible historia al escritor para morir tranquilos y para que perdure el recuerdo del niño que amaron como si fuera su propio hijo. Cuando Herter regresa al hotel después de haber pasado todo el día con ellos, María, su mujer, lo espera impaciente, pues faltan pocas horas para tomar el vuelo de regreso a Ámsterdam. Herter, muy impresionado con la historia que acaba de oír, empieza a reflexionar, a atar cabos y a formarse una compleja teoría sobre la personalidad de Hitler. Su mujer cree que está delirando y sale a dar una vuelta.

La tercera parte de la novela, más breve, se presenta como el diario secreto de Eva Braun, una criatura solitaria y desgraciada, que escribe durante su reclusión en el búnker cuando los aliados están a punto de vencer y Berlín ya ha sido bombardeada. En el diario expresa sus sentimientos encontrados hacia Hitler, por el que siente una mezcla de adoración y temor, y cuyos actos casi nunca comprende. Narra los últimos momentos de terrible tensión que viven con todo el equipo que les acompaña sabiendo que el fin está próximo. Hitler le pide que se case con él y ella es feliz, aun siendo consciente de que la noche de bodas augura el final de sus vidas. El último capítulo de la novela retoma el anterior hilo narrativo. Cuando la mujer de Herter regresa al hotel, se encuentra al escritor muerto en la cama. Algo terrible había tirado de él hacia el interior del sueño.

En una entrevista aparecida en el NRC Handelsblad (2 de febrero de 2001) y concedida al crítico literario holandés Peter Steinz con motivo de la publicación de Sigfrido, Mulisch indicaba que su ambición había sido decir algo definitivo sobre Hitler al término del siglo XX y que la mejor manera de penetrar en un personaje enigmático era situarlo en una situación hipotética extrema y observar su comportamiento. Porque, según dice el autor durante la entrevista en su cuarto de trabajo, Hitler «ha sido descrito en miles de libros –aquí tengo un metro setenta y cinco de ellos–, pero eso sólo lo ha hecho más incomprensible aún». O, en palabras de su álter ego, Rudolf Herter:

Hitler continúa siendo un enigma sin resolver; y hoy más que nunca. Los innumerables intentos de interpretación de su personalidad no han hecho sino acentuar su invisibilidad, algo que a él, por cierto, le habría complacido en extremo. Para mí que anda muriéndose de risa en el infierno. Es hora de que esto cambie. Quizá podamos atraparlo con la red de la ficción (p. 23).

¿En qué consiste esta red de ficción? Mulisch crea una historia imaginaria en torno a Hitler mediante una serie de artificios que se nutren de los recursos de su «laboratorio» literario: la ironía, las paradojas, las simetrías o paralelismos y las referencias intertextuales.

En Sigfrido, la ironía lo impregna casi todo, en primer lugar la figura de Herter, trasunto del autor, a través del cual este expone sus opiniones y revela fragmentos de su propia vida. Sabemos que Mulisch estaba separado de la madre de sus dos hijas y que convivía con Kitty Saal (en la novela, María) con la que tuvo un hijo a los sesenta y cinco años. Hemos visto que a la madre de sus hijas se refiere en la novela como un ser incomprensible, un misterio. Siempre mantuvo con ella una relación estrecha, aunque en ocasiones conflictiva. Por otro lado, son frecuentes las referencias en la novela a su propio pasado. Comenta, por ejemplo, que el hecho de ser hijo único de padres divorciados lo hizo diferente a los demás. «En cualquier caso, nunca he sufrido por ello. En realidad, no me importaba ser distinto a los demás. Eran los demás los que querían ser como yo, y lo mismo sucedió más adelante» (p. 31). O recuerda las malas notas que sacaba en la escuela cuando era niño, porque no le interesaba lo que le contaban los maestros. Siempre se vanaglorió de ser autodidacta: «De todos aquellos excelentes alumnos que solían ponerle como ejemplo no se supo nunca nada más» (p. 54). Ambos casos constituyen un buen ejemplo de la imagen que Mulisch gustaba de proyectar de sí mismo como un ser distinto, especial. Y, de alguna manera, siempre se las apañaba para dejar a todo el mundo en la duda de si su presunción era sincera o una simple pose. A veces la sonrisa es inevitable. El embajador de los Países Bajos en Viena que ofrece una recepción para el escritor dice: «El señor Herter tiene la intención de enfrentarse con Adolf Hitler […]. Va a armarse una buena, que tiemble el Führer» (p. 39).

MulischEsa vanidad «semiirónica» de Mulisch, no exenta de ciertos toques de la megalomanía de que solía hacer gala, le lleva al extremo de convertir a su álter ego Herter en el reverso del propio Hitler. Cuando Herter entra en la sala donde una multitud de gente le aplaude, «se le ocurrió pensar que lo que le distinguía de Hitler era tal vez que éste se sentía en su elemento ante el anonimato de las masas» (p. 55). En otro momento, Herter comenta que solían compararlo con Dante, Homero, Goethe y otros grandes escritores, con quienes no quería identificarse porque no se tomaba las alabanzas en serio; Hitler, en cambio, sí se identificaba con Alejando Magno, Julio César, Napoleón y otros grandes mandatarios. La idea de Herter como reverso de Hitler recorre toda la novela. Mulisch practica así su gusto por las simetrías, los paralelismos y las antítesis. Al mismo tiempo, ejerce de este modo el arte de la provocación que es consustancial a su naturaleza. Cuando Peter Steinz, en la citada entrevista, pregunta al autor si no le resulta inquietante trazar ese paralelismo entre Herter y Hitler, habida cuenta de que Herter es su álter ego, Mulisch contesta que saber que estaba jugando con fuego mientras escribía el libro no le quitó el sueño. Y comenta la posición irónica en que ha situado a su protagonista: Herter quiere colocar a Hitler en una situación hipotética para comprender su naturaleza, pero cuando escucha la historia de los Falk deberá admitir que la realidad es siempre más extraña que la ficción. Sin embargo, el lector sabe que toda la historia es ficción y que es el propio Mulisch quien está haciendo en la novela lo que Herter se había propuesto. El artificio está claro: un juego de espejos que se resuelve en la paradoja, una figura del pensamiento por la que Mulisch siente una verdadera pasión. Tan presente está en Sigfrido que Stein habla incluso de «paradoxitis». Por poner un ejemplo, María le dice a Herter: «Todo lo que tienes se lo debes a tu fantasía, es decir, a algo que no existe en el mundo real» (p. 30). Otro ejemplo: Herter dice en cierto momento que si Hitler es la personificación de la nada, resulta imposible reflejar su verdadera cara en un espejo por la simple razón de que no tiene cara. Palmen, en el mencionado homenaje a Mulisch, señala que la esencia del pensamiento de Mulisch es la coincidentia oppositorum divulgada por el teólogo medieval Nicolás de Cusa, quien ve en Dios la ausencia siempre presente. En efecto, no sólo Sigfrido sino gran parte de la obra de Mulisch se vertebra sobre unidades paradójicas, sobre esa unión de contrarios, vista como esencia de la propia naturaleza divina y, por extensión, de la propia realidad humana.

Otro de los recursos de que se sirve el autor con frecuencia son las referencias intertextuales. Mulisch entabla mediante la intertextualidad un diálogo constante con otros autores o pensadores que en Sigfrido son, entre otros, Freud, Heidegger, Schopenhauer, Kant, Sartre, y, sobre todo, Nietzsche. De esta manera va articulando en la mente de Herter una red de ideas con las que éste cree aproximarse a la naturaleza de Hilter desde un punto de vista filosófico. Cuando Steinz le pregunta en la entrevista si esto no asusta al lector, Mulisch contesta con otra famosa frase suya: «Los lectores me importan bien poco». Porque para él una novela no es una forma de comunicación con el público, sino consigo mismo. A diferencia del ensayo, que sí obliga a respetar la verdad, la novela le otorga la libertad de decir lo que quiere. La libertad del dios creador. Veremos cómo entiende Mulisch la ficción y por qué caminos trata de dar explicación a lo inexplicable.

La ucronía en Sigfrido

Hemos comentado los recursos retóricos más importantes de que se sirve Mulisch para la creación de su mundo ficticio, un mundo en el que entabla un juego constante con la realidad, consigo mismo y con la propia ficción. En Sigfrido, el juego de la ficción empieza por el propio género literario. A primera vista, podría considerarse una novela histórica. Alejandro Gamero señala en su blog La piedra de Sísifo (2008): «Sigfrido en cierto modo posee todos los ingredientes del más clásico best-seller de novela histórica». Mezcla historia y ficción bajo el tamiz de la verosimilitud, con documentación apócrifa (el diario de Eva Braun) y elementos de intriga propios de un relato policial. Pero, ¿pretendió Mulisch escribir una novela histórica? El propio Herter responde a esta pregunta. La red de ficción en que quiere atrapar a Hitler no es la novela histórica:

No, no, la novela histórica es un respetable género que parte de unos hechos históricos a los que infunde vida de una manera más o menos plausible. Su compatriota Stefan Zweig era un maestro en este arte (p. 23).

Y a continuación Herter explica cómo estas historias adoptan a veces formas sensacionalistas, como los libros y películas que reconstruyen la muerte de Kennedy, u obras como El vicario, de Rolf Hochhuth, que parte de la realidad social para «luego impregnarla de su fantasía».

Pero yo estoy pensando más bien en un proceso contrario: partir de la realidad imaginaria (de un hecho inventado, altamente improbable, absolutamente ficticio, pero no por ello imposible) para llegar a la realidad social. Creo que este es el camino del verdadero arte: no de abajo arriba, sino de arriba abajo (p. 23).

Mulisch deja, pues, claro que él no considera Sigfrido una novela histórica al uso, porque no parte de los hechos históricos, sino de la ficción. ¿Cómo clasificarla entonces? ¿Podría entenderse como un ejercicio contrafactual, en cuanto que recrea unos hechos históricos imaginarios? La historia contrafactual es un método de análisis que analiza los hechos históricos a partir de una hipótesis: ¿qué habría sucedido en el caso de que…? Para el historiador británico Hugh Trevor-Roper, que en su Historia e imaginación (1980) defiende el papel de la imaginación en la historiografía, «la historia no es únicamente lo que ocurrió: es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido. Hay que tener en cuenta, entonces, como un elemento indispensable, las alternativas, los “podría haber sido”». La historia contrafactual, tal como señala el ensayista Humberto Beck en Letras Libres (2008), «es simultáneamente un método de análisis historiográfico y un género de creación literaria». Es en esta última forma cuando recibe el nombre de ucronía, también llamada novela histórica alternativa, considerada como un subgénero de la ciencia ficción. El término se acuña, según indica Beck, con la obra del filósofo francés Charles Renouvier en 1876: Ucronía. La Utopía en la historia. Esbozo histórico apócrifo del desarrollo de la civilización europea tal como no ha sido, tal como habría podido ser.

Si bien cuenta con destacados antecedentes, el desarrollo de la ucronía como género literario es bastante reciente y uno de los temas más tratados en este tipo de obras es precisamente la Segunda Guerra Mundial. Recordemos, por ejemplo, al escritor americano Philip K. Dick con su famosa novela El hombre en el castillo (1963), una especulación acerca de la victoria de los nazis, que cosechó en su día un gran éxito y que se considera pionera de este género de historia alternativa.

Ateniéndonos a la definición general del término, parece razonable afirmar que Sigfrido es una novela ucrónica porque ofrece una versión alternativa y verosímil de la historia (la existencia del hijo de Hitler, algo que pudiera haber ocurrido). Sin embargo, cabría preguntarse si el autor persigue el mismo objetivo que el historiador que practica la historia contrafactual. A diferencia de este, Mulish no se pregunta por lo que podría haber pasado si Hitler hubiera tenido realmente un hijo. Es decir, la existencia del hijo no cambia el curso de la historia del nacionalsocialismo ni de la Segunda Guerra Mundial. La historia es la misma. Lo que persigue Mulisch tiene un sentido más filosófico que histórico. Se plantea una cuestión moral: el enigma del mal encarnado en un personaje histórico, cuya naturaleza pretende desentrañar a través de un experimento literario, porque «tampoco la psicología sirve para interpretar su personalidad. Antes bien la teología, que emplea una expresión que podría definir al personaje: mysterium tremendum ac fascinans» (p. 85). Es decir, Mulisch propone la ficción como método de análisis de lo irracional.

Beck señala en el artículo mencionado: «Nada distingue, en el ámbito de la posibilidad, a la historia existente de las historias imaginarias […]. Bien mirado, nuestro pasado resulta tan inaudito como el más delirante de los pasados imaginarios, y pareciera que su único rasgo distintivo es haber sufrido el accidente de ser real». Esta idea resulta muy relevante para el caso que nos ocupa. Mulisch, por boca de su álter ego, declara: «La imaginación no puede competir con la realidad, la realidad anula la imaginación y se troncha de risa» (p. 143). Aquí se presenta una de las ideas claves para entender el pensamiento de Mulisch respecto a la ficción. Por muy delirante que sea la imaginación, la realidad se empeña en demostrar que aún lo es más. Cuando Herter oye la historia de los Falk, piensa: «así funcionaba la realidad: siempre un paso por delante de la imaginación». Es decir, la realidad convertida en ficción, en absurdo, sólo puede entenderse desde la ficción, desde el absurdo. Ahora bien, la ficción queda en una posición de debilidad frente a la realidad. Auschwitz no es humanamente comprensible.

Con todo, ficción y realidad no se oponen en la cosmovisión de Mulisch. La ficción forma parte de la realidad y se manifiesta a menudo en forma de sueños y mitos. Según Herter: «En su literatura convivían siempre esos dos mundos, igual de reales: el mundo de sus experiencias personales y el mundo de los mitos» (p. 57). Y continúa: «una novela o una historia no es otra cosa que un sueño conscientemente elaborado» (p. 60). Y más adelante indica que los mitos y los sueños carecen de carácter histórico. Cabría afirmar que a Mulisch no le interesa tanto el discurrir de la historia como la esencia de la historia. No tanto el cómo ocurrió sino el qué ocurrió. Y este qué, tan inaprehensible a veces por la razón humana, posee en la literatura de Mulisch un contenido moral y encuentra su plasmación en los símbolos que representan los sueños y los mitos. Él siempre manifestó un gran interés por las cuestiones sociales y políticas, pero consideraba que estas no podían abordarse mediante la novela realista. Por eso tiende a la descripción de realidades imaginarias, a las que procura dar un barniz de verosimilitud. En la cubierta de su Logboek figura una declaración suya que hace honor a su pasión por la paradoja: «Nunca fantaseo nada. Sólo recuerdo. Recuerdo cosas que nunca han sucedido». El mensaje está claro: la ficción para él es un recuerdo de la realidad, aunque esta no haya sucedido. Los límites entre realidad y ficción se confunden al más puro estilo cervantino.

Cabe catalogar a Sigfrido como una ucronía no sólo porque inventa episodios históricos alternativos (el hijo de Hitler, el diario de Eva Braun) sino también porque inventa pensamientos filosóficos alternativos. A partir de la terrible historia de los Falk, Herter elabora, presa de una especie de delirio, una compleja teoría que le permite poco a poco acercarse a lo que él llama el Endlösung der Hitlerfrage (solución final a la cuestión de Hitler). La conclusión principal a la que llega es que Hitler constituye la pura negatividad, el vacío, el horror vacui, la reencarnación de la anuladora nada, una máscara viviente, una imagen hueca: «El vacío que era Hitler absorbía a otras personas, que a consecuencia de ello eran aniquiladas» (p. 145). Herter va entendiendo que Hitler es el exacto opuesto de Dios, es decir, la figura del Anticristo, aunque advierte del peligro de la divinización de lo inexistente. Para llegar a esta conclusión, Herter enlaza el antisemitismo metafísico exterminador de Wagner con el nihilismo de Nietzsche, quien, según él, fue el primero que entendió a Hitler, y que por ello pierde la razón justamente en el mismo momento en que Hitler es engendrado: «La noche que cayó sobre la mente de Nietzsche fue la oscuridad del útero en que estaba gestándose el feto de Hitler» (p. 163). Aquí hallamos otras de las aficiones de Mulisch que demuestran su inclinación al esoterismo: el juego con las fechas, la intervención de poderes superiores. El escritor compara a Hitler con el ojo de un ciclón, representado por el paraje idílico del Berghof: él está ahí protegido de la máquina brutal de destrucción que ha creado a su alrededor. En este sentido, Mulisch vuelve a trazar un paralelismo, ciertamente provocador, entre la figura de Hitler y la figura del escritor que crea y destruye a sus personajes a su antojo. Herter piensa que la necesidad de matar que tenía Hitler era una forma de conjurar su propia muerte. También el escritor conjura la muerte con la creación y destrucción de sus personajes. De este modo, Herter no sólo es el álter ego de Mulisch, sino también el de Hitler, como bien señala Bax en su biografía (p. 357). Y esa conciencia implicará su propia destrucción. Herter no sobrevive a su experimento. La muerte le sobreviene súbitamente en el hotel cuando parece que ha encontrado la explicación al enigma. La luz será la oscuridad.

¿Es la ucronía para Mulisch, tal como se presenta en esta novela, una vía de conocimiento de la realidad? ¿Consigue el autor su propósito de penetrar en la naturaleza del mal a través de su experimento literario? La respuesta la ofrece el propio Herter cuando está a punto de atar los cabos que lo llevarán a la comprensión del enigma y, consecuentemente, al delirio y a la muerte: «He comprendido por qué Hitler es incomprensible y por qué seguirá siéndolo para toda la eternidad: porque es la incomprensibilidad en persona, mejor dicho, en antipersona» (p. 149). Con esto queda formulada la suprema paradoja de esta obra. Si la razón de la vida de Herter –y de Mulisch, naturalmente–, es la comprensión del fenómeno del nacionalsocialismo, puede decirse que ha fracasado. Y Sigfrido, su última novela y su último intento de comprensión, da fe de este fracaso. El escritor, con su poder de dios creador, ha intentado entender el mal, aquello que escapa a todas las categorías morales, a través del absurdo, a través de un experimento literario, a través de la ucronía. Pero la realidad –ya lo hemos dicho antes– está siempre un paso por detrás de la ficción. Como sugiere Bax, «Para comprender de verdad el mal, la literatura se queda corta, pero es en ese quedarse corta donde al mismo tiempo reside su poder de iluminación» (p. 360).

Durante toda su vida, Mulisch estuvo obsesionado con la idea de encontrar una forma literaria adecuada para atrapar el mal, cuya máxima representación es Hitler: «La historiografía recrea el pasado como un “entonces” cerrado, la literatura es capaz de recrear el pasado como un “ahora”» (p. 345). El pasado es para el historiador inmutable, pero el novelista puede iluminar hechos que el historiador no ve. Este es el valor que tiene la ucronía para Mulisch. Por eso no practica la novela histórica. Él busca, como hemos apuntado anteriormente, lo ahistórico. Su camino no transcurre por lo lógico y lo analítico, sino por lo metafórico. Ya en El juicio a Eichmann, Mulisch había llegado a la conclusión de que la historia no podía describirse como un relato coherente y ordenado, porque lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial no era comprensible para la razón humana. Y lo que le interesa a él como creador, tanto en Sigfrido como en todas sus otras obras que tienen como referencia el nazismo, es la plasmación de lo incomprensible. El pasado no puede entenderse. El escritor no puede resolver el enigma, sólo puede ser testigo del mismo. De modo que la respuesta a las preguntas que nos hemos formulado anteriormente no puede ser sino otra paradoja. Mulisch fracasa en su propósito de encontrar una explicación a lo incomprensible a través de la ficción, pero logra que el lector experimente el sentimiento de lo incomprensible. Sólo el arte puede dar expresión a lo inefable.

Bibliografía

Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, trad. de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen, 2003.

Sander Bax, De Mulisch Mythe. Harry Mulisch: schrijver, intellectueel, icoon, Ámsterdam, Meulenhoff, 2015.

Humberto Beck, «Presentación: Sobre la historia contrafactual», Letras Libres (octubre de 2008), pp. 14-15.

Alejandro Gamero, «Sigfrido de Harry Mulisch».

Harry Mulisch, Sigfrido, trad. de Isabel-Clara Lorda Vidal, Barcelona, Tusquets, 2013.

Harry Mulisch, El descubrimiento del cielo, trad. de Isabel-Clara Lorda Vidal,  Barcelona, Tusquets, 1997.

Harry Mulisch, La cama de piedra, trad. de Felipe M. Lorda Alaiz, Barcelona, Seix Barral, 1963.

Harry Mulisch, El atentado, trad. de Felipe M. Lorda Alaiz, Barcelona, Tusquets, 1987.

Harry Mulisch, El juicio a Eichmann, Causa Penal 40/61, trad. de Catalina Ginard, Barcelona, Ariel, 2014.

Harry Mulisch, Logboek, Ámsterdam, De Bezige Bij, 2012.

Harry Mulisch, Mijn getijdenboek, Ámsterdam, De Bezige Bij, 1975.

Connie Palmen, Jij bent de absolute harmonie. Laudatie bij de tachtigste verjaardag van Harry Mulisch, Ámsterdam, De Bezige Bij, 2007.

Pieter Steinz, «Alles klopt altijd bij Hitler», NRC Handelsblad, 2 de febrero de 2001.

Hugh R. Trevor-Roper, «Historia e imaginación», en Vuelta, núm. 114 (mayo de 1986), pp. 10-17.

Peter Watson, Historia intelectual del siglo XX, trad. de David, León, Barcelona, Crítica, 2002.

 

Isabel-Clara Lorda Vidal es la directora del Instituto Cervantes de Utrecht. Ha traducido al español obras de Harry Mulisch, Cees Nooteboom, Arnon Grunberg, Louis Couperus, Tim Krabbé y Frank Westerman, entre otros.

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