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Moisés

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Moisés llegó al pueblo en autobús. Aunque había cumplido noventa y tres años, bajó del vehículo sin ayuda y cargó con el equipaje sin signos de fatiga. Avanzó por el pueblo con una maleta con ruedas y una bolsa de viaje colgada de la espalda. No era muy alto, pero a pesar de la edad conservaba una complexión robusta. Una mata de pelo blanco se agitaba sobre un rostro bondadoso, con los ojos azules, los labios finos y la nariz aguileña. Su mirada transmitía la calma del que ha avistado la tierra prometida y ha asumido que no la pisará, pero sabe que sus hijos morarán en ella, disfrutando de sus frutos Cuando el padre Bosco se cruzó con él, se ofreció a ayudarlo, preguntándole si pasaría mucho tiempo en el pueblo.

-No sé si me queda mucho tiempo –contestó Moisés con una sonrisa-, pero el que me quede quiero pasarlo aquí. No soporto las ciudades y deseo experimentar la sensación de un comienzo, pensar que inicio algo y que no me limito a esperar el final, alimentándome exclusivamente de recuerdos.

-Pues será un placer tenerlo entre nosotros. Su planteamiento me parece admirable.

-Gracias. Espero hacer amigos, pero le advierto que no me verá en misa.

-¿No es creyente? Eso no es ningún problema. En el pueblo hay un anarquista que asiste a mis homilías y no me molesta. Una iglesia debe abrir sus puertas a todo del mundo. No es un recinto solemne, sino una mesa compartida

-Yo creo en Dios, pero pertenezco a otro club. Soy judío.

-Entonces es mi hermano mayor. Será un honor ser su amigo. Estoy seguro de que aprenderé muchas cosas de usted.

Moisés cosechó simpatías de inmediato. Se entendió bien con Julián, pues ambos eran viudos y les gustaba evocar los años compartidos con sus parejas, cuando cerrar la puerta de casa no significaba afrontar una soledad áspera y dolorosa. Moisés también conquistó la simpatía de Martín, habitualmente huraño con los forasteros, pues elogió su bar y confraternizó con su perro «Viriato». Lejos de molestarse porque llamara su atención empujándole con el hocico, compartía con el animal sus aperitivos, dándole trozos de pan y queso. Moisés no tuvo que hacer muchos esfuerzos con Marga, muy afectuosa con las personas mayores, y Marcos, el doctor, lo escuchaba con atención y respeto, pues advirtió que era un hombre culto e inteligente. Aunque había nacido en Polonia, Moisés hablaba un español impecable, gracias a que su abuela era oriunda de Toledo y a que había dedicado su vida al estudio de los judíos sefarditas. De hecho, había publicado varias obras sobre el tema y había impartido clases en la Universidad de Tel Aviv.

-Mi abuela descendía de una de las familias judías que se quedaron en España después de la expulsión. Conoció en Toledo a un joven que acabaría acumulando una pequeña fortuna con una industria de calzado. Se enamoraron enseguida y mi abuela aceptó su proposición de matrimonio. Le costó trabajo abandonar su ciudad, pero se trasladó a Varsovia, donde su futuro marido daba los primeros pasos como empresario. Nunca olvidó su idioma y se preocupó de que sus hijos y sus nietos lo aprendieran.

-¿Por qué ha venido a este pueblo? –preguntó Marcos-. Aquí no hay mucho que hacer.

-No menosprecie nuestro cine-fórum, doctor –dijo el padre Bosco-. Amigo Moisés, le invito a pasarse por él. Todos los domingos por la tarde. La próxima película será Ordet. La palabra, de Dreyer. Después hacemos un coloquio.

-Acudiré encantado. No esperaba encontrarme algo así. Se ve que no me he equivocado al elegir este destino. Cuando perdí a mi esposa, decidí instalarme en España. No soportaba continuar viviendo en Israel. No es que me disgustara el país. Solo quería alejarme de todo lo que me recordara mis pérdidas. He perdido a toda mi familia. Mis dos hijos, mi mujer…

Moisés no pudo continuar. Marcos le puso la mano en el hombro y Marga le apretó con fuerza el antebrazo.

-Si necesita hablar –dijo el padre Bosco-, puede contar conmigo. En cualquier momento.

Moisés había alquilado una casa a escasos metros de la parroquia. Impresionado por su sufrimiento, el padre Bosco decidió visitarlo. En los pueblos, no se suele avisar. El tiempo no es tan escaso como en las ciudades y las distancias son insignificantes. Moisés abrió la puerta enseguida, sin manifestar sorpresa o malestar.

-Shalom –dijo, invitando a pasar al sacerdote-. Algo me decía que vendría.

-Detesto ser un cura invasivo, pero tuve la impresión de que necesitaba hablar.

-No se equivoca. Llevo meses guardándome el dolor y ya no puedo más.

Moisés y el sacerdote se sentaron en un patio trasero, aprovechando la sombra de un tejadillo. El patio estaba lleno de cachivaches y la yedra había adquirido un espesor capaz de provocar el derrumbe del muro de piedra por el que trepaba.

-Tengo que arreglar esto –dijo Moisés-. Esther, mi mujer, tenía un enorme talento para crear ambientes acogedores. Aquí habría hecho maravillas.

-Lamento mucho que ya no esté a su lado.

-Murió hace seis meses. Era tres años mayor que yo. Lo malo de envejecer es que lo pierdes todo. Poco a poco, la soledad se apodera de tu vida.

-¿No le queda nadie?

-Mis dos hijos murieron. Uno con veintidós años. Un accidente de tráfico. Un camión se saltó un stop y lo arrolló mientras conducía en motocicleta. Fue en Nueva York. Estudiaba medicina en la Universidad de Columbia. Se preparaba para ser internista. Mi otro hijo perdió la vida en un atentado terrorista en Jerusalén. Durante años, odié a los árabes, pero luego comprendí que eso no me llevaba a ninguna parte.

-Es digno de alabanza que haya superado el odio. No debe de ser fácil.

-Odiando sufría más. Quizás dejé de hacerlo por sentido práctico.

-O porque tiene un alma noble.

-Mi mujer me ayudó a ser mejor persona. Los dos sobrevivimos al infierno, pero ella aprovechó la experiencia para crecer interiormente.

El padre Bosco pensó en la Shoah, pero no se atrevió a mencionarlo.

-Sé en lo que piensa. Se pregunta si mi mujer y yo pasamos por Auschwitz. Sí, estuvimos allí. Nos deportaron con días de diferencia. Aunque ambos vivíamos en Varsovia, no nos conocíamos. Yo sobreviví gracias a que era un muchacho fuerte y sabía fabricar zapatos. Mi mujer cantaba muy bien y tocaba el piano. El comandante del campo la escuchó y cuando averiguó que había estudiado en el conservatorio, le ofreció la posibilidad de dar clases de música a sus hijos. Negarse habría significado la muerte.

-¿Cuándo conoció a su mujer?

-En Israel, a principios de los cincuenta. Los dos emigramos después de la guerra. Ella continuó con su carrera de pianista. Acabó dando clases en el Conservatorio Ron Shulamit. Yo estudié historia y me hice profesor. Nos conocimos en un concierto. La escuché tocar el piano y, sacando valor, me acerqué a saludarla. Enseguida descubrimos que nos sentíamos a gusto el uno con el otro.

-¿Por qué dice que su mujer aprovechó la experiencia de la deportación para crecer interiormente?

-Mi mujer estuvo a punto de morir cuando enviaron un nuevo comandante a Auschwitz. El oficial que asumió el mando no apreciaba la música y la devolvió a los barracones. Perdió tanto peso que casi no podía sostenerse en pie. Otra mujer, una campesina, se ocupó de cuidarla, cediéndole parte de su comida. Y la ocultó con ella en un almacén cuando los nazis evacuaron el campo. Encogidas, hambrientas, aterrorizadas, lograron sobrevivir hasta que el Ejército Rojo liberó Auschwitz. Ese gesto de solidaridad hizo que mi mujer recobrara la confianza en el ser humano, algo que había perdido al ser deportada. Y le sirvió para vivir sin odio ni rabia. Cuando murieron nuestros hijos, el recuerdo de esa mujer, a la que no volvió a ver, le ayudó a preservar la fe y no maldecir a Dios. Yo sí lo hice. No fui como Job.

-¿Y ahora qué piensa?

-Que Dios no interviene en el mundo. Se limitó a crearlo. Todo lo que sucede en la historia es responsabilidad de los hombres. No debemos pedirle cuentas. Somos nosotros los que tendremos que justificar nuestros actos. No me he resignado a las pérdidas, pero tengo esperanza.

-¿Cree en la resurrección?

-Creo que al morir conocemos la paz de Dios y presumo que ahí descansan los que amamos. 

Unos días más tarde, Moisés paseaba por el pueblo y descubrió a Ortega, el pintor, dibujando en la calle. Incapaz de reprimir su curiosidad, se detuvo un instante y contempló el lienzo. Lo que vio le produjo perplejidad: unos cadáveres amontonados sobre el barro bajo un cielo ceniciento.

-¿Qué pretende expresar? –preguntó, sin ocultar su estupor.

-La inutilidad de la vida. Aunque la mayoría lo ignora, solo somos cadáveres viajando hacia el olvido.

-Yo presencié cosas así en Auschwitz, pero en esas montañas de cuerpos no veía cadáveres, sino historias brutalmente interrumpidas. La vida no es inútil, sino una gran oportunidad. Debería pintar otras cosas.

-¿Cómo qué? –preguntó Ortega, impresionado por lo que había escuchado.

-Mientras estuve preso, pensaba en los cuadros de Renoir. Auschwitz era barro, muerte, penumbra. En cambio, Renoir es vida, plenitud, alegría, luz. Gracias a la imaginación y la memoria, todos los días pasaba un ratito en sus obras. Entraba en ellos y paseaba por los prados llenos de flores o me deslizaba en barca por un río de aguas tranquilas. Eso me ayudaba a resistir. Pinte algo que incite a vivir, no añada más dolor al mundo.

-Después de lo que ha pasado –respondió Ortega-, ¿no le parece que la vida es horrible?

-Hay muchas injusticias, muchas personas que sufren sin merecerlo, pero mire a su alrededor. Algar de las Peñas es un pueblo precioso, con sus casas de pizarra y sus calles empedradas. Un lugar a la medida del hombre. Y más allá, hay montañas llenas de árboles. Y un cielo surcado por aves que alborotan como niños en una plaza.

-¿Y la muerte? ¿Qué me dice de la muerte? Podemos enfermar y morir en cualquier momento.

-En Auschwitz, la muerte estaba en todas partes. Se hacían selecciones a diario y los kapos y los SS mataban por capricho. Para soportarlo, yo viajaba con la mente. Pensaba en mi infancia, en mis juegos, en las cenas en familia. En mis padres, que nos llevaban a conciertos de música.

-¿Sobrevivieron a la guerra?

-No, los dos murieron en Bergen-Belsen. Supongo que los enviaron a la cámara de gas apenas bajaron del tren. Yo intento olvidar eso y recordar los buenos momentos que pasamos juntos. Pensar en la muerte es de necios. Hoy hace un bonito día de otoño. Repare en eso y no en las cosas tristes.

-No entiendo su optimismo. Ha vivido cosas terribles.

-Quizás por eso soy optimista. Creo que es la mejor forma de honrar la memoria de los seres queridos que ya no están con nosotros.

Dos semanas después, Moisés compartía mesa en el bar de Martín con el padre Bosco y Julián.

-¡Leñe! –exclamó Martín, mientras limpiaba la barra con una bayeta-. ¿Qué clase de truco ha utilizado con Ortega? Ahora da las gracias cuando le sirvo una caña y me ha dicho que piensa pintar un cuadro del pueblo. Algo bonito y alegre.

-Eso es un milagro –dijo el padre Bosco-. ¿Qué ha hecho?

-Le dije que los artistas son la luz del mundo, que su obligación es combatir la oscuridad.

-Ortega es muy vanidoso –intervino Julián-. Seguro que ahora piensa que tiene una misión sagrada. Le ha hecho sentirse importante.

-Y lo es. No hay seres humanos insignificantes. Solo actos mezquinos, pero siempre es posible cambiar.

-Verdaderamente los judíos son nuestros hermanos mayores –dijo el padre Bosco-. Admiro su sabiduría. Su presencia en Algar de las Peñas es un regalo de Dios.

Moisés sonrió y acarició la cabeza de «Viriato», que siempre buscaba su compañía, agradecido por sus gestos de ternura. Un viento suave levantó las hojas otoñales, que rodaron por la calle.

-¡Qué hermoso sonido! –comentó el padre Bosco. -Es el rumor de la vida –dijo Moisés-. El hermoso rumor de la vida.

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Ficha técnica

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