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Mitos caen

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Qué extraña sensación, la de volver a ver El rinoceronte de Ionesco en un teatro. Ahora la obra se llama simplemente Rinoceronte, y está dirigida por Ernesto Caballero, director del Centro Dramático Nacional y uno de nuestros grandes directores de escena. Todo, o casi todo, en la obra está bien. La escenografía de Paco Azorín está bien. Los actores están maravillosamente bien. Está muy bien Pepe Viyuela como el atribulado Berenguer, que termina convertido en el último hombre sobre la tierra, y también Fernanda Orazi, actriz argentina que en modo alguno intenta disfrazar su acento y que llena la escena con su sensualidad desbordante. Todo está bien, y desde luego la dirección de Ernesto Caballero es magistral, especialmente en las escenas de grupo, llenas de humor y de ritmo. Sólo hay una cosa que no está bien. Sólo hay una cosa que, a este espectador al menos, se le ha caído en esta representación del Rinoceronte. Y no es otra que el propio texto de Ionesco.

Yo leí El rinoceronte hace muchos años en uno de aquellos libritos de Losada que eran un poco pobres, un poco baratos, pero donde podía leerse casi todo, un librito que todavía conservo en mi biblioteca, y recuerdo que me pareció una obra genial y desternillante. Verla hoy en día en la escena me obliga a replantearme las cosas.

Por decirlo pronto y mal, la obra de Ionesco me ha parecido tosca, simplona, muy pesada, muy aburrida. Casi, casi amateur. Ernesto Caballero logra casi lo imposible en las escenas de grupo, es decir, dar sentido a todo lo que hacen y dicen los personajes, pero en las escenas de parejas no lo consigue, porque es imposible conseguirlo. Ya sea la escena inicial, donde Berenguer se encuentra con un amigo en un café (un magnífico Fernando Cayo), o aquella en la que visita a su amigo en su casa mientras éste va convirtiéndose ante nuestros ojos en un rinoceronte, o la escena final con su novia Daisy. ¡Qué pesadez, Dios mío! Las conversaciones son repetitivas hasta la náusea, carentes por completo de ritmo, de ingenio, de arquitectura dramática. Uno se desespera al ver a los actores intentando mantener la convicción en diálogos que deberían haber sido recortados y reducidos, al menos a la mitad, y en los que dan ganas de gritar: “¡Vale, vale, vale, que ya lo hemos entendido!” De gritárselo a Ionesco, quiero decir. Claro que, como Ionesco ya no puede oírnos, resultaría inútil ponerse a gritar nada, además de que sería una gran falta de respeto para los actores.

¿Por qué es tan célebre Ionesco? ¿Por qué es tan famoso El rinoceronte? La trama de la obra se parece mucho a la de dos muestras bien conocidas de la cultura popular: La invasión de los ladrones de cuerpos, película de 1956 basada en una novela de ciencia ficción de Jack Finney del año anterior de la que existen otras dos adaptaciones a la gran pantalla, y Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, otro clásico de la ciencia ficción que también se ha transformado varias veces en versiones cinematográficas más o menos libres.

Es evidente que La invasión de los ladrones de cuerpos o Soy leyenda no son alta cultura. Sin embargo, la historia que cuentan se parece mucho a la de Rinoceronte. Como todo el mundo sabe, la película trata de la invasión de unas plantas extraterrestres que crean duplicados de los seres humanos, sustituyendo a los originales por copias que se mueven como autómatas y carecen de voluntad individual. La novela de Richard Matheson trata de un mundo que ha caído en manos de los vampiros. Sólo hay un hombre que todavía no ha sido mordido y que sigue siendo un ser humano normal. Los vampiros lo rodean, lo asedian. Intentan convencerlo de que salga de su casa, que se resigne, que se deje morder. Este final se parece mucho al de Rinoceronte, en el que Berenguer es el último ser humano que queda en un planeta donde todos los demás se han convertido en rinocerontes.

Sin embargo, escandalícense ustedes, opino que tanto La invasión de los ladrones de cuerpos como Soy leyenda son obras de arte inmensamente más inteligentes, medidas y refinadas que la insoportable obra de Ionesco. La novela de Matheson es de 1954, la de Finney del 55, la película de Don Siegel del 56 y la obra de Ionesco del 59. La misma historia, la misma época, apenas unos años de diferencia entre unas y otras. Sin embargo, la obra de Ionesco se encuentra a años luz de las otras, separada por esas inaccesibles cordilleras que se levantan, todavía hoy en día, entre el arte de verdad (que como es de verdad puede ser, incluso, chapucero, torpe o tedioso) del arte «popular».

Siempre me maravilla el poder que tienen los nombres. El libro de Matheson es «ciencia ficción», es decir, basura, mientras que la obra de Ionesco es «teatro del absurdo», es decir, algo profundamente intelectual y muy respetable.

La «ciencia ficción» es basura porque recurre a la fantasía (los vampiros no existen), mientras que la obra de Ionesco es admirable porque es, en realidad, una metáfora del totalitarismo.

¿Conocen el chiste del monje zen que fumaba mientras meditaba? Un compañero le pregunta cómo se atreve, y el monje le dice que ha pedido permiso al abad y le ha dejado hacerlo. El compañero hace lo mismo, le pregunta al abad que si puede fumar mientras medita, y el anciano venerable le dice que por supuesto que no. Pero hay un monje que lo está haciendo, dice. No, dice el abad, él no me preguntó si podía fumar mientras meditaba, sino si podía meditar mientras fumaba. Y le dije que sí.

Para mí, ese pequeño chiste zen resume uno de los grandes problemas que existen en el mundo. Que no vemos las cosas, sino el nombre, la etiqueta que hemos puesto a las cosas.

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