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Nathanael West. Miss Lonelyhearts

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El sentido de lo grotesco que recorre toda la obra narrativa de Nathanael West tiene dos patas; la primera es la propia tradición humorística americana (pienso, sobre todo, en Mark Twain y, en especial, en el Twain más ferozmente sarcástico, y la segunda es, en cambio, vanguardia pura: el surrealismo. Un movimiento que tuvo la ocasión de conocer en París, donde pasó una temporada (entre 1924 y 1931, es decir, en mitad de la vorágine de los locos años veinte, los «roaring twenties») después de la cual regresó a su país. De los Estados Unidos salió Nathan Weinstein, nacido en Nueva York en 1903 y de París volvió Nathanael West, escritor, autor de una irregular primera novela que, sin embargo, anticipaba un estilo inconfundible.

Miss Lonelyhearts es el título orginal de este libro, título que nadie se ha animado a verter al castellano, ni en esta traducción –que procede de la de Bruguera de 1983– ni en la anterior de Alianza Editorial de 1969. El título se traduce literalmente por Señorita corazones solitarios (no hubiera sido malo el de Señorita Corazón, pues se trata de una figura semejante a la de la famosa Elena Francis que reinó en el consultorio sentimental de la radio española durante dos decenios); pero en este caso, la gracia del asunto está en que la tal señorita es un señor, un hombre; un hombre del que nunca conoceremos su nombre, pues el narrador se refiere siempre a él como Miss Lonelyhearts, incluso cuando va tras las dos o tres mujeres con las que busca relación sexual. Así pues, desde el primer momento el humor y el surrealismo se dan la mano y echan a andar para contarnos una historia que sería desternillante si no estuviera traspasada por la verdad nada cómica del dolor humano.

La novela está dividida en breves capítulos que ostentan títulos que nos recuerdan de inmediato a los de las clásicas narraciones para niños: Miss Lonelyhearts y el cordero, Miss Lonelyhearts y el anciano inocente, Miss Lonelyhearts en el campo, Miss Lonelyhearts y el vestido de fiesta… Y, en cierto modo, sigue el sistema de episodios aparentemente independiente de esos relatos infantiles. En el caso de estos últimos, la unidad suele establecerla, finalmente, la personalidad y el carácter del protagonista y con eso basta. Algo semejante sucede aquí, aunque, como es natural, al ser ese personaje el centro de un poderoso conflicto dramático, la narratividad exige de los episodios un progreso implacable en busca de un fin de mucha más ambición y profundidad.

El conflicto dramático se centra en la figura de Miss Lonelyhearts: un hombre soltero, solitario, periodista que acabó haciéndose cargo de la sección de consultorio sentimental del periódico, cuya vida emocional y sentimental real se reparte entre las mujeres a las que sórdidamente trata de llevarse a la cama y las cartas que recibe de multitud de corazones solitarios americanos en busca de un consuelo o una ayuda. Naturalmente, no está a gusto con su trabajo, pero debe hacerlo y lo hace aunque pueda llegar a soñar con alguna otra perspectiva. Nos encontramos en unos Estados Unidos de América sacudidos por la formidable crisis económica y social que siguió al crack del 29 y cada uno se aferra a lo que tiene y a lo que puede.

Los escenarios son muy reducidos: el bar, su casa, la redacción del periódico, una casa en el campo, unas pocas calles…, apenas más. De todos ellos, el bar y el periódico –representado sobre todo por su director, Shrike– son mensajeros de la realidad exterior, contactos sobre los que Miss Lonelyhearts quisiera pasar como un fakir sobre una tabla de clavos; el segundo grado de contacto con la realidad son las mujeres con las que intenta consolarse él y cumplir con sus necesidades frustradas y frustrantes; y hay un tercer grado de contacto: una de las mujeres con las que acaba teniendo trato carnal le pone en conexión con su marido, un tullido al que Miss Lonelyhearts se agarrará con desesperada irrealidad.

La posición de Miss Lonelyhearts es la del hombre dotado de sensibilidad que se encuentra atrapado entre dos fuerzas de sino opuesto que tiran de él en direcciones distintas, pero con todo vigor. La primera es su director, Shrike, de una brutalidad salvaje y grosera en su realismo, una especie de cínico superviviente que tan pronto rodea como expulsa de su lado a Miss Lonelyhearts, al que trata, en cualquier caso, con una despiadada burla disfrazada de simpatía. La segunda fuerza es, si se me permite decirlo así, el pueblo americano, representado por esas cartas de seres humanos reales, desprotegidos, heridos y perdidos en la escasez y el desafecto, que llegan diariamente a sus manos. Así es como Miss Lonelyhearts se encuentra entre dos caras de una misma realidad: y el hombre dotado de sensibilidad que él es se siente literalmente atravesado por ambas como si estuviera atrapado en una caja que un prestidigitador (¿podría el narrador hacer ese papel?) atraviesa a la vista del público lector con la misma determinación con que la vida transcurre.

Y ahora es cuando nos acercamos al corazón del relato, al conflicto dramático que lo alienta. Episodio tras episodio, vamos asistiendo al desgarro que este nudo de fuerzas provoca en el protagonista.

Dos elementos he citado antes: el humor y el dolor. El humor que emplea West es no ya corrosivo, sino directamente negro; aquí es donde más se aprecia la influencia surrealista ya que la ruptura con las formas contemporáneas de escritura convierten la suya en una suerte de libertad imaginativa que traspasa las fronteras de la realidad, pero sin perderla como eje de su relato. Llega un momento en que el humor se ennegrece al punto de derivar a una exalLatación grotesca de la verdad íntima del personaje, a un delirio de su propia sensibilidad herida en busca de un estado casi místico. Aquí es donde aparece, a mi modo de ver, un elemento dostoyevskiano: la redención por la inocencia y la noción de sacrificio que la acompaña.

En cuanto al dolor, no me refiero sólo al del propio protagonista tironeado por fuerzas inexorables cada una a su modo y en direcciones opuestas, sino al dolor social. En efecto, el catálogo de miserias de infelices que llega a las manos de Miss Lonelyhearts removería el corazón más duro. Shrike, el director, se lo toma a broma, lo exorciza y aleja de sí cubriéndolo con una capa de humor alcohólico, pero Miss Lonelyhearts no puede soportar ese dolor bajo ninguna excusa. Su deseo es abandonar la sección –otro modo de evadir esa realidad lacerante–, pero entre tanto ni el alcohol lo acolcha, ni sus tristes aventuras sexuales le ofrecen algo más que sordidez y desaliento. Pese a todo, él busca, siempre atado a esa sensibilidad que lo atormenta y, al cabo, encuentra a una mujer, Betty, que parece interesarle –e interesarse ella por él– de otro modo.

Así pues, tenemos una novela de episodios cuyos encabezamientos son irónicamente infantiles; tenemos una admirable idea: la de mostrar el estado de una sociedad deprimida y desesperanzada a través de las cartas dirigidas a un consultorio sentimental; tenemos la contraparte cínica y superviviente de esa sociedad de perdedores en la redacción de un periódico donde nadie tiene altura moral; tenemos a un hombre sensible atrapado entre dos fuegos que sólo busca una salida menos miserable a su vida; un hombre que es, a la vez, una especie de elegido, un santo incapaz de sustraerse al dolor de los demás, que no es sino reflejo del suyo propio y que quizá no lo sea sino de su propia debilidad. Pero, por encima de todo ello, está su receptividad, ese último punto de altura moral que lo dirige de cabeza a una actitud esquizofrénica cuya representación es, para él, la santidad, la idea de sentirse como un Cristo en la tierra; un Cristo que, a pesar de todas las dificultades, se dirige sin vacilación hacia su destino. El destino se corporeiza en el esposo tullido de una de sus corresponsales, a la que llega a conocer y que representa la bajeza, la crueldad, el engaño. Ella será quien, con su actuación, desencadene el final inexorable, un final en el que la santidad de Miss Lonelyhearts contrasta ferozmente con la miseria moral que, finalmente, lo destruye.

Aquí es donde el humor negro se eleva hasta lo grotesco y, al mismo tiempo, la tragedia adquiere efectos surrealistas de concepción y expresión. El conflicto dramático se extiende ahora sobre toda la novela, la impregna desde esa primera y simbólica oración sarcástica que Shrike deja en la mesa de su subalterno hasta la muerte estúpida que devuelve a la realidad más cruda la exaltación emocional de Miss Lonelyhearts, su redención, su sacrificio. Cuando la explosión grotesca finaliza, sólo quedan las tristes escaleras de un vulgar edificio de apartamentos y una serie de malentendidos –el tullido con la pistola, Miss Lonelyhearts que se abalanza a abrazarlo, el temor del tullido que escapa, el abrazo de amor y redención, el aturdimiento del tullido, la torpeza al tratar de deshacerse de la pistola, el pistoletazo…–. Un cúmulo de despropósitos férreamente reunidos en torno a una situación que, como decía al principio, sería un disparate, una grotesca broma, si no fuera porque su dimensión dramática viene atravesada por el sentido del dolor y del sufrimiento; y la trágica (tragicómica) inutilidad de ese gesto de redención que pretende alzarse sobre las brumas de una especie de delirio farsesco en el que todos participan de principio a fin como en una cabalgata tan horripilante como real. Tras los dos cuerpos que ruedan por las escaleras está lo más desdichadamente grotesco de todo: su inutilidad. El aliento del ennegrecido humor de corte surrealista que recorre estos episodios se posa en sus últimas páginas con un regusto ácido y fatal.

La capacidad satírica de West se exacerbará en su siguiente novela, A cool Million. Si el sueño americano adquiría en la novela anterior unas dimensiones de procesión fantasmagórica y grotesca de la miseria ciudadana, aquí encontramos ese sueño tratado desde la perspectiva el noble chico americano desgarrado y comido –literalmente– por la sociedad del éxito que lo devora para alimentarse. Su última novela, El día de la langosta, escrita al tiempo que El gran Gatsby de su contemporáneo Scott Fitzgerald, muestra a la perfección la diferencia entre dos modos de hacer de la «generación perdida». Ambas tratan del mundo hollywoodense para el que trabajaron y West –que moriría poco después, en un accidente de automóvil, al día siguiente de que muriera Scott– alcanzó en ella una cumbre expresiva y un retrato de la sociedad americana a través del mundo de los estudios de Hollywood difícil de superar. Su importancia como escritor sigue creciendo de día en día: su escritura tiene –gracias a esa inconfundible y fiera mezcla de humor y dolor– la capacidad de perdurar.

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