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Cualquier tiempo futuro fue mejor

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A estas alturas del tercer milenio, con los grandes discursos hechos trizas y cuidadosamente depositados en el basurero de la historia (aunque nada hay definitivo, como se sabe), ¿cuál es ahora el estatuto del futuro? Las celebraciones del primer centenario del futurismo, apoyadas en una serie de importantes exposiciones llevadas a cabo en las ciudades en que se dio a conocer (París, Milán, Londres) y mostró tempranamente su agresiva vocación transnacional, obligan a plantearse de modo perentorio la pregunta. ¿Qué se hizo de aquel futuro surgido en la belle époque, cuando el progreso parecía la consecuencia inevitable de la marcha ascendente e imparable de la Historia?

Surgido en un país que acababa de fundarse como nación (y que, no se olvide, había sido el destino predilecto de todo grand tour que se preciara), pero cuyo pasado glorioso e imperial pesaba como una losa en el imaginario de sus incipientes modernos, el futurismo es rigurosamente contemporáneo (y, en todo caso, notable epifenómeno) de lo que, años más tarde, Ortega y Gasset denominaría, con su característico verbo redicho, el hecho de las aglomeraciones, cuando constataba, con elitista estupor, que «la multitud, de pronto, se ha hecho visible» (La rebelión de las masas, 1930). La multitud y la máquina: el movimiento, la simultaneidad, la velocidad, la energía trepidante que ya habían fascinado a los protocubistas (Les demoiselles d´Avignon es de 1907) alimentaron el espíritu culturalmente irredento de Philippo Tommaso Marinetti (1876-1944), fundador y profeta («el futurismo es la religión del porvenir», exclamaría en Moscú en 1914) de la primera verdadera vanguardia del siglo de las vanguardias.

Un terremoto real (el que se hizo sentir en el estrecho de Messina en diciembre de 1908) le robó la primera de los periódicos milaneses al terremoto ideológico que supuso el primer manifiesto del futurismo. Para su fortuna propagandística, el verdadero manifiesto apareció en París, en la cubierta de Le Figaro (Marinetti era algo más que amigo de la hija de su director) el 20 de febrero de 1909, año cero de las vanguardias. Allí, tras un prólogo de estilo ampuloso –en el que eran evidentes las influencias del Zaratustra nietzschiano–, típico de todas las grandes declaraciones de principios más o menos poéticas (desde Hojas de hierba, de Walt Whitman, a Aullido, de Allen Ginsberg), se desgranaban los once principios básicos del movimiento. No de cualquier manera: Marinetti y los futuristas fueron auténticos genios de la publicidad condensada. No fueron ellos –sino los comerciantes norteamericanos– los creadores del eslogan, pero sí fueron los primeros que aplicaron su fórmula e intensidad a la promoción de un movimiento artístico. Aquellas frases apodícticas y contundentes como martillos («no hay más belleza que en la lucha», «un coche rugiente que parece correr entre la metralla es más hermoso que la Vittoria di Samotrazia», la guerra «es la única higiene del mundo») cautivaron los espíritus de cuantos participaban del rechazo de lo viejo. Como había anunciado Nietzsche, lo efímero podía ser hermoso; como explicaba Bergson, todo era ya devenir y huida, nada permanecía inmóvil.

Pluridisciplinario e inequívocamente imperialista, el futurismo estaba dotado de una idea global de la modernidad, lo que le diferenciaba del cubismo. Lo que empezó brumosamente en torno a la defensa del verso libre, acabó como un vendaval que infectó a todas las artes de su tiempo, desde la pintura y la escultura a la arquitectura (Sant’ Elia), la música y la ópera (Pratella), la literatura y el teatro o las novísimas artes de la imagen. El importante Manifesto dei pittori futuristi (1910), firmado por Boccioni, Russolo y Carrà, sentó las bases de la ortodoxia plástica del movimiento. Fueron los pintores quienes plasmaron mejor el epos industrial cuya exaltación era casi la razón de ser del movimiento. Y fueron ellos los que más rápidamente contribuyeron a la difusión internacional del futurismo.

Herederos de los impresionistas –y especialmente de los puntillistas y divisionistas–, los pintores futuristas supieron aprovechar las tempranas enseñanzas preanalíticas de Picasso, Braque o Léger. El diálogo entre ellos y los cubistas fue fructífero: Léger y Picasso aplicaron la idea de simultaneidad a sus paisajes urbanos y a sus interiores, y Severini, Boccioni y Carrà aprendieron a descomponer la realidad en planos vertiginosos de modo mucho más metódico, sustituyendo la perspectiva tradicional por la expresión, en sólo dos dimensiones que parecían tres, del movimiento perpetuo del mundo y de la vida. El Nu descendant l’escalier, de Duchamp («interpretación cubista de una fórmula futurista»), constituye el mejor ejemplo de la síntesis que permeabilizó el arte europeo. La multitud, la guerra, las estaciones de tren (un escenario favorito del muy futurista matrimonio hombre-máquina), todo cuanto implicara agitación o desorden o tecnología se convirtió en motivo de interés pictórico. Lo estático ya no era un modelo porque no existía: la fotografía científica, con su capacidad para sacar a la luz lo que no se distinguía a simple vista, les sirvió de prueba irrefutable: la naturaleza también aborrecía la quietud.

Las serate (veladas) futuristas y los viajes de Marinetti –«la cafeína de Europa», como fue llamado– lograron galvanizar el continente. En pocos meses el futurismo se había extendido de uno a otro rincón: desde los vorticistas británicos de la revista Blast (bendecidos por Ezra Pound) a los cubofuturistas rusos (Malévich, Popova), todo fue contaminado por el ímpetu vanguardista, al menos hasta que la Gran Guerra –aquella que iba a ser la higiene del mundo– puso las cosas en su sitio y dividió para siempre los entusiasmos. A partir de principios de los años veinte, cuando Marinetti se aproximó (efímeramente) a Mussolini, soñando con que su movimiento se convirtiera en una especie de arte oficial de la nueva Italia, la suerte del futurismo estaba echada.

Queda una influencia que la vertiginosa evolución de los «ismos» del siglo pasado ha dejado difusa, pero que puede rastrearse en la aparición de multitud de nuevos sujetos y motivos de interés artístico: la tecnología, la comunicación, las multitudes, lo efímero, el movimiento. La preferencia por el producto fabricado en serie y el recelo hacia lo único han informado una pequeña tradición cuyos hitos son el urinario (Fountain) de Duchamp o los infinitos bodegones de sopas Campbell de Warhol. La velocidad y la desmaterialización de los objetos en movimiento están en los retratos descompuestos de Bacon y en las arquitecturas deconstruidas de Frank Gehry. Futuristas, en cierto modo, lo somos todos. Aunque el futuro sea hoy más sospechoso que nunca.

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