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La literatura terapéutica

Misión Olvido

María Dueñas

Madrid, Temas de hoy, 2012

512 pp. 21,90 €

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María Dueñas escribe literatura práctica, útil. El tiempo entre costuras es, según su autora, «una novela de superación personal», y relato de una superación es Misión Olvido, con personajes que se rehacen y se imponen a circunstancias poco favorables: el filólogo español que en 1936 se ve en un inesperado destierro, el hispanista eminente destrozado por la muerte de su esposa en accidente de coche, la profesora universitaria que planta cara al abandono de su marido y será capaz de trazar, como dice al final de su memoria de quinientas páginas, «las líneas paralelas de tres vidas». Ha escrito lo que leemos bajo el título anfibológico de Misión Olvido, nombre de una posible fundación franciscana en la California del siglo XIX, y alusión al propósito y empresa de curar el dolor de la pérdida, de la separación legal y de la traición sentimental.

La narradora en primera persona de Misión Olvido se llama Blanca Perea. Cuando, al cabo de cinco lustros de matrimonio, el marido la abandona, enamorado de otra, quince años más joven, la profesora decide irse lo más lejos posible. Los hijos ya vuelan por su cuenta, recapitula Blanca antes de «escapar de mi realidad con la prisa del alma que lleva el diablo […]. Como quien huye de la peste […]». Le ofrecerá refugio la universidad californiana de Santa Cecilia, una beca modesta a la que se agarra «como a un clavo ardiendo» para clasificar el legado de un exiliado español muerto en 1969, el profesor Andrés Fontana.

El refugio parece, en principio, una degradación, por debajo de la altura profesional de la narradora, un despacho-celda. Pero «con la autoestima desgarrada, la vulnerabilidad a flor de piel y el asqueroso sabor del fracaso en la boca», la vía de salvación será el trabajo: Blanca descubre la epopeya de los monjes franciscanos que exploraron y colonizaron California. «Los polvorientos bártulos de un profesor muerto» se convierten en «una tabla de salvación en la deriva de mis sentimientos». Y llega la Navidad de 1999. «Fin de semestre, fin de año, fin de siglo y milenio, grandes cambios en puertas».

La novela, Misión Olvido, es un libro de ayuda, de autoayuda, terapéutico. Enseña y entretiene. Ofrece una moral, es decir, un conjunto de pautas y modos de conducta ante las adversidades. Sirve de consuelo, mueve a la lágrima y a la sonrisa. La evasión feliz de la protagonista es también la evasión del lector. El yo de la confesión íntima se transforma en ejemplo, en representante de otros seres humanos posibles: la experiencia única de Blanca Perea propone una enseñanza universal, un remedio específico contra el mal descrito en su relato, un tratamiento eficaz, probado en la propia narradora, que intercala tres historias de amor en tres tiempos distintos: 1959, 1969, 1999. Se ciñe, sin embargo, a dos núcleos atemporales, el amor y el viaje, y una sola profilaxis: con imaginación y empeño, atendiendo a los buenos consejos y dándonos a los demás, sin apego a las propias heridas, todo acaba bien. Surgen nuevos amores, e incluso llega a comprenderse al enemigo aborrecible. En el centro de la novela, en la comida familiar del Día de Acción de Gracias, un sabio estadounidense nos da un discurso de celebración de la vida y elogio de la compasión.  

Son remedios para un público lector muy amplio, de edades y capas sociales variadas, al alcance de muchos, pues no en vano la narradora y heroína de Misión Olvido es especialista en lingüística aplicada, con don de palabra y excelentes recursos literarios. Coloquial, sabe recurrir a un lenguaje restringido, académico, a veces burlón: el profesor Cabeza de Vaca, medievalista mutilado en la guerra de 1936, ironiza sobre su propia prosopopeya de académico franquista escondido «en una caverna pretérita», aunque su vocabulario parezca también parodiar las palabras más enfáticamente literarias de la propia profesora Perea. Las transiciones entre distintos registros son siempre fluidas, y las fórmulas hechas sufren un toque de extrañamiento que las desfamiliariza; en la primera frase de la novela, por ejemplo, no se nos cae al alma a los pies: «la vida se nos cae a los pies con el peso y el frío de una bola de plomo». Volver a hablar con el marido traidor es «como echar sal en una llaga, como el aceite hirviendo que salta repentino y quema la mano que empuña la espumadera».

Lo cotidiano, lo doméstico, es compatible con el marcado colorido literario. El lenguaje coloquial es un gesto de intimidad con el lector, a quien se dirige con energía e insistencia: «Podría haber gritado con todas mis fuerzas sí, lo sé, ayúdame, sácame de este atolladero […], haz que me olvide de todo […], abrázame fuerte, sácame de aquí». La tensión emotiva entrecorta la dicción, pero también, contradictoriamente, puede literaturizarla, por así decirlo. (Los sentimientos tienden al cliché, a imitar lo ya escrito: un niño debe aprender qué sentir en público cuando pierde algo próximo.) La emoción se traga palabras. No necesita verbos la descripción del despacho que la narradora está a punto de abandonar en España: «Tan próximo, tan cálido, tan mío. Antes». Tampoco los necesitan los elementos primordiales del enamoramiento español y otoñal del viejo profesor exiliado: «el olor ajeno, la risa joven, el roce involuntario de su piel. […] Ecos de su propia lengua, de su tierra y su niñez. El sonido rotundo de las erres y las eñes, las elles y las zetas. Barreño, chorro, aliño. Arrullo, chiquillo, chispazo, barrizal». Y entonces la evocación se transforma en poema, aliteraciones, un endecasílabo, cuatro heptasílabos: «Memorias de pucheros en la lumbre, Mambrú se fue a la guerra, la carne de membrillo, Ave María Purísima y algún válgame Dios».

María Dueñas parte de una situación cotidiana, familiar, que nos lleva a una breve novela histórica en torno a la Guerra Civil y desemboca en intrigas más contemporáneas cuando la investigación filológica se vuelve averiguación detectivesca. Un caso de especulación inmobiliaria, el nacimiento de un centro comercial, ilumina la leyenda de un viejo cementerio de indios y frailes. Pero los grandes moldes narrativos admiten engastes felices como un cuento de hadas: en la Semana Santa de 1959 cambiará la vida del joven filólogo estadounidense que, gracias al favor de un hada madrina y la ayuda logística de la U. S. Navy anclada en Cartagena, conquista a los padres de su novia en el momento en que el abrazo del jefe de la base norteamericana lo convierte, de sapo vagabundo y desharrapado, en príncipe de la ciencia estadounidense. Siempre queda una salida, por amarga que sea la situación, si actuamos de manera adecuada, nos anima la narradora. Y Blanca Perea nos propone incluso, didácticamente, un ejemplo final, dos posibles actitudes frente al dolor: «La luz y la sombra en la esencia humana de dos mujeres distintas […]. La cara y la cruz. La que asume y avanza frente a la que rumia el resentimiento como un chicle amargo al que, a pesar de las décadas, aún le queda sabor».

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007) y El espía (Barcelona, Anagrama, 2011).

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Ficha técnica

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