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Malcolm Gladwell, narrayista

INTELIGENCIA INTUITIVA

Malcolm Gladwell

Punto de Lectura, Madrid

Trad. de Gloria Mengual

330 pp.

8,95 €

LA CLAVE DEL ÉXITO

Malcolm Gladwell

Taurus, Madrid

Trad. de Inés Belaustegui

332 pp.

20 €

FUERAS DE SERIE

Malcolm Gladwell

Taurus, Madrid

Trad. de Pedro Cifuentes

330 pp.

20 €

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Si tuviera que hacer una relación de mis ensayistas favoritos, incluiría sin dudarlo estos nombres: Marvin Harris, Jared Diamond, Ortega y Gasset, Edward Wilson, Friedrich Nietzsche, Stephen Jay Gould, Fernando Savater, Oliver Sacks, Richard Dawkins y Malcolm Gladwell. Es una lista algo heteróclita, pero todos ellos comparten una característica común: aparte de tener ideas muy interesantes que contar, disponen de una prosa excepcional para contarlas.

Algunos de los citados son además lo que yo llamaría «narrayistas». Un narrayista no es otra cosa que un autor que combina con acierto en sus obras ensayo y narración; y no sólo esto: es narrayista quien da más importancia a la parte narrativa que a la teórica en su escritura y que, en consonancia con esto, sitúa casi siempre el relato de casos concretos antes que el despliegue teórico de sus ideas. Alguien por tanto que está en condiciones de asentir con fiereza a estas sabias y contundentes palabras de Francis Crick (el codescubridor, junto con James Watson, de la disposición en doble hélice de la molécula de ADN): «Un buen ejemplo vale más que una tonelada de razonamientos teóricos»Qué loco propósito, Barcelona, Tusquets, 1989, trad. de Adela Goday y Pere Puichdomènech, p. 124..

Es cierto que Ortega y Gasset está lejos de ser un narrayista habitual, pero uno de los momentos más felices de su felicísima obra está presidido por un ramalazo narrayístico: me refiero a Notas del vago estío. Es el verano de 1926 y se supone que don José está de excursión por los caminos de Castilla. Nos cuenta menudas peripecias de su vagabundeo errante, compone espléndidos aguafuertes verbales del paisaje y, sobre todo, de los castillos, y, en medio de este ambiente distendido, se yergue de repente la gran teoría. «Los castillos –anuncia sibilinamente– nos envían ideas». Con sus altas murallas, tras las cuales imperaba la voluntad de un señor feudal, incluso frente a los caprichos de monarcas con ínfulas absolutistas, los castillos son para Ortega un emblema en piedra de los modernos derechos individuales o, por mejor decir, estos derechos individuales surgieron como una democratización de los privilegios y franquías reservados en la Edad Media a los nobles, y sólo a ellos, y extendidos al resto de la ciudadanía en los tiempos modernos. Los derechos permiten al individuo construirse un castillo simbólico en el que poder tomar decisiones soberanas sobre sus asuntos privados sin padecer injerencias externas (y con la condición, añadiría John Stuart Mill, de que esas decisiones soberanas no causen estropicio alguno en las vidas ajenas). En los castillos feudales está el germen remoto del liberalismo moderno. Ortega añade a esto una magistral distinción entre liberalismo y democraciaOrtega y Gasset, Obras completas, vol. 2. Madrid, Alianza, 1987, pp. 413-426..

La noción de liberalismo queda indeleblemente atornillada en nuestra cabeza tras disponer de la rocosa imagen de los castillos medievales, fortalezas con las que alguien se protege de las posibles arbitrariedades del mundo exterior. A la proclama kantiana de que «Los conceptos sin intuiciones son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas», el buen narrayista replicaría que las intuiciones, si son buenas, nunca resultan del todo ciegas, sino que, lejos de eso, iluminan el terreno a los conceptos y preparan las avenidas por las que éstos discurrirán.

Malcolm Gladwell es, junto con Gould y Sacks, el narrayista más sistemático que conozco: los capítulos de cualquiera de sus libros comienzan siempre con el relato de una historia o anécdota reales, y las consideraciones teóricas aguardan su turno y afloran después. La primera parte de su último libro, Fueras de serie, podría resumirse en el célebre dicho atribuido a Thomas Alva Edison: «El genio consiste en un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración». Los legendarios Beatles empezaron a tocar juntos en 1957 y hasta 1960 no pasaron de ser un grupo más de rock de instituto en su Liverpool natal. Pero en 1960, y hasta finales de 1962, fueron contratados por Bruno Koschmider y otros dueños de clubes de striptease de mala nota en Hamburgo, donde acabaron trabajando una media de ocho horas al día los siete días de la semana. En el curso de poco más de año y medio habían acumulado 270 noches maratonianas. En 1964, cuando obtuvieron su primer éxito en Estados Unidos, tenían ya a sus espaldas unas mil doscientas actuaciones en directo, más de lo que la mayoría de grupos actuales alcanzan en toda su carrera profesional. Las largas noches hamburguesas, en las que los cuatro jóvenes de Liverpool llevaban una asendereada vida de galeotes musicales, constituyeron la dura fragua en que se forjaron los futuros triunfadores.

Antes y después de la de los Beatles, Gladwell nos relata otras historias ejemplares de genios de la informática, el ajedrez, la abogacía o los deportes de competición, todas las cuales apuntan en la misma dirección: hacen falta unas diez mil horas de práctica continuada para alcanzar la maestría en un arte u ocupación. Estas diez mil horas son el equivalente del «noventa y nueve por ciento de transpiración» de Edison.

Pero, ¿qué hay del «uno por ciento de inspiración»? Gladwell reconoce que sin una dosis de talento natural, no merecido ni ganado, sino regalado como don por la antojadiza fortuna, el solo esfuerzo es insuficiente para hacer de un practicón un fuera de serie. Hace falta que la suerte esté confabulada a tu favor para ser de verdad sobresaliente; la cuestión es hasta qué punto hace falta. No tanto como habitualmente se cree, responde Gladwell, que nos relata una nueva historia: la de Lewis Terman, un psicólogo de la Universidad de Stanford, que se dedicó, tras la Primera Guerra Mundial, a seguir la pista a un grupo de superdotados, persuadido como estaba de que el cociente intelectual era indispensable y suficiente para alcanzar las más altas cotas de virtuosismo. Por superdotado Terman entendía un individuo con un CI superior a 140, y en la segunda década del siglo pasado había ya identificado y localizado a 1.470 niños con esta codiciable señal diacrítica, a los que se conocía popularmente como «las Termitas». Terman siguió con ahínco, y hasta el final de sus días, la evolución de sus «termitas», persuadido de que entre ellos se encontraba la futura élite intelectual, política y financiera de Estados Unidos. Pero no fue así: cuando «las termitas» llegaron a la edad adulta, muy pocos de entre ellos alcanzaron verdadera nombradía (ninguno fue premio Nobel, por ejemplo), y la mayoría quedaron sumidos en una aurea mediocritas. Al final, Terman tuvo que darse por vencido y reconocer «que el intelecto y el logro están muy lejos de correlacionarse perfectamente».

Amén de que el CI es una medida rudimentaria de la inteligencia y de que sólo registra la inteligencia convergente (y no la divergente, más relacionada con la creatividad), está el hecho de que, a partir de cierto nivel (un CI de 120, digamos) los puntos adicionales de inteligencia cuentan cada vez menos para predecir el éxito profesional. Gladwell hace una instructiva comparación entre el papel de la inteligencia para ser un genio y el de la estatura para ser un as del baloncesto (p. 86):
 

Un varón que mida 1,65, ¿tiene alguna probabilidad realista de jugar al baloncesto profesional? Es muy raro. Para jugar en aquel nivel hay que medir al menos 1,85; y, si no intervienen otros factores, probablemente sea mejor medir 1,90; y si se mide 1,95, mejor todavía. Pero a partir de cierto valor la estatura deja de importar tanto. Un jugador que mida 2,05 no es automáticamente mejor que otro cinco centímetros más bajo (después de todo, Michael Jordan, el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, no llegaba a los dos metros).
 

Un cierto umbral mínimo de inteligencia hace falta para ser un fuera de serie, pero no basta con la inteligencia; más importante incluso que ella es la dedicación intensiva a la actividad durante un tiempo prolongado: el noventa y nueve por ciento de transpiración, las diez mil horas de esfuerzo. Pero, ¿qué es lo que hace que una persona se tome tan a pecho su trabajo? ¿Qué la induce a una entrega tan incondicional a él?

La respuesta a estas cuestiones está para Gladwell en la noción de trabajo significativo. Un trabajo es significativo si reúne estos tres requisitos: 1) Autonomía: permite a quien lo tiene ser su propio jefe, tomar iniciativas por su cuenta; 2) Complejidad: es una actividad desafiante para nuestras facultades, al menos tanto como para que manejar y superar esa complejidad proporcione una alta recompensa intrínseca; 3) Existe una relación perceptible entre esfuerzo y recompensa (extrínseca). Las recompensas intrínsecas las recauda la persona envuelta en un trabajo significativo mientras lo lleva a cabo y por ejecutarlo cada vez mejor. Las recompensas extrínsecas (fama, dinero, poder, etc.) las obtiene esa persona, si las obtiene en absoluto, tras concluir su trabajo y presentar ante los demás los resultados del mismo. Sólo quienes están inmersos en un trabajo significativo se amarran voluntariamente al duro banco de esa galera turquesca, sin congojas ni arrepentimientos, durante las diez mil horas que son precisas para convertirse en un experto consumado en una ocupación.

Hay tareas que están peleadas de antemano con la noción de trabajo significativo. ¿Puede haber trabajo significativo en cuanto hace una cajera de supermercado, el taquillero de un cine o un operario en una cadena de montaje? No parece. En cambio, hay profesiones en que es dable desarrollar un trabajo significativo. Gladwell menciona algunas que cabía esperar que cayeran en esta categoría, como la de médico, profesor o empresario (p. 157); pero, sin embargo, se detiene mucho más en una que pocos hubieran señalado: la de los agricultores arroceros de la China meridional (pp. 239-246). Su durísima labor de unas tres mil horas anuales tiene sentido para este tipo de campesino porque satisface los requisitos de autonomía, complejidad y relación perceptible entre esfuerzo y recompensa. El santo y seña de un trabajo significativo es que convierte a quien lo lleva a cabo en un feliz adicto a él; y esto es lo que reflejan los refranes de los agricultores chinos: «Cuando el hombre trabaja a conciencia no es perezosa la tierra»; o este otro: «Trescientos sesenta días al año levántate antes del amanecer y la prosperidad de tu familia llegarás a ver». Además, el arrozal chino tiene una propiedad que no tienen los trigales europeos: cuanto más se cultiva, más fértil se vuelve (p. 261).

Todo esto ha creado una cultura del esfuerzo y del trabajo tenaz que los chinos han trasladado en bastantes casos del arrozal a las aulas universitarias. Gladwell nos recuerda que los estudiantes asiáticos de las universidades estadounidenses «tienen fama de quedarse estudiando en la biblioteca hasta mucho después de que todos los demás se hayan marchado» (p. 245). También tienen una reputación bien ganada de descollar en matemáticas. Esto obedece en cierta medida a que en las lenguas asiáticas (chino, coreano, japonés), los números se nombran de forma que resultan más fáciles las operaciones aritméticas con ellos (pp. 234-238), pero también a que una parte esencial del secreto de ser bueno en matemáticas es la obstinación, la resistencia a la frustración, el no cejar en el empeño hasta dar con la respuesta acertada. Cada cuatro años se celebran los TIMSS, una olimpiada en que se examina a alumnos de primaria y secundaria de todo el mundo en matemáticas y ciencias. «Deberíamos ser capaces de predecir –asegura Gladwell– qué países son los mejores en matemáticas simplemente observando qué culturas nacionales enfatizan más el esfuerzo y el trabajo duro […]. La respuesta no debería de sorprenderle: Singapur, Corea del Sur, China (Taiwán), Hong Kong y Japón. Lo que los cinco tienen en común, por supuesto, es que todos pertenecen a culturas formadas por la tradición agrícola del húmedo arrozal y el trabajo significativo» (pp. 254-255).

Si el trabajo terco y continuado hace mucho por el éxito académico, sería lógico pensar que la discontinuidad en los estudios aclararía en parte los motivos del fracaso escolar. Lo del fracaso escolar preocupa en España, en Estados Unidos y en medio mundo: se habla de ratios profesor/alumno, de rehacer los planes de estudio, de aumentar el gasto en educación, de comprar un ordenador portátil a cada estudiante, etc. Todas estas iniciativas que Gladwell menciona (p. 266) le suenan, ¿verdad? Todas ellas están presididas por la idea fija de que hay que modificar algo que funciona mal durante las épocas de estudio. Pero a los profesores, políticos y pedagogos, que se devanan los sesos en busca de remedios, se les pasa por alto la posibilidad de que el problema pueda estar escondido en los intervalos en que no hay escuela, no en los períodos lectivos.

Para Gladwell, la clave que mejor explica el fracaso escolar son los largos períodos de vacaciones, en los que no sólo se oxidan los conocimientos adquiridos, sino, lo que es más grave, sufren un grave deterioro los hábitos de estudio. La maestría en un arte o ciencia no se alcanza sólo con las diez mil horas famosas de dedicación; hay que recordar además que esa dedicación no debe estar cuarteada por discontinuidades temporales tan pronunciadas como las que suponen los prolongados lapsos vacacionales de nuestros estudiantes. Es más, lo que acentúa las diferencias entre los rendimientos escolares de los hijos de familias ricas y los de familias pobres –diferencias no muy significativas al comienzo de la vida académica– es que las familias ricas, pero no las pobres, se ocupan de llenar las vacaciones de sus retoños con tareas intelectuales que hagan que no pierdan la buena forma mental, mientras que los hijos de los menos acaudalados, que no pueden permitirse sufragar esta gimnasia intelectual de mantenimiento, acuden con una barriguita cervecera en sus cabezas a la reanudación de las clases. Cuando concluye la larga vida académica, el efecto acumulativo de esta diferencia, en la que nadie repara, se vuelve rotundo y espectacular (pp. 257-275).

Aunque estas líneas están consagradas sobre todo a comentar su último libro, no quisiera dejar pasar la ocasión de decir algo acerca de los dos que Gladwell publicó con anterioridad, que bien merecido se lo tienen. En Inteligencia intuitiva, su segunda obra, pone de manifiesto que la intuición, una forma de conocimiento rápida y frugal (muy ahorrativa en recursos de atención, cómputo y memoria), puede hacerlo mejor que la meditación pausada y racional en muchos más casos de los que uno podría imaginar (sobre todo si uno tiene una mentalidad racionalista). Ilustra su tesis con multitud de ejemplos, como es norma en él. Pero también saca a relucir otros casos en que dejarse guiar por la intuición conduce a resultados calamitosos. He aquí otra de las ventajas de ser un narrayista: cuando partes de ejemplos puedes advertir dónde están los ángulos muertos de una teoría, los hechos que ésta no explica del todo o no explica en absoluto, algo que no es posible hacer si comienzas desde las estratosféricas alturas de la especulación abstracta. Las anomalías y contraejemplos que menciona Gladwell lo dejan instalado en una inmejorable atalaya para plantearse la importante cuestión de qué es lo que hace que la intuición funcione tan bien en ciertas ocasiones y tan mal en otras. Pero el caso y verdad es que Gladwell no acierta en su libro a contestar tan crucial pregunta.

La clave del éxito es, de momento, la obra maestra de Gladwell. El título del libro en castellano sugiere falsamente que se trata de uno de esos textos parenéticos dirigidos a ejecutivos de empresa o jefes de personal. Nada de eso. De lo que se ocupa esta joya del ensayo es de otra cosa de más amplio aliento teórico: de las reglas del contagio social, de cómo ha de ser la fina y cambiante trama colectiva para que algo (un libro, una forma de vestir, una canción, un anuncio publicitario) se conviertan de la noche a la mañana en un fenómeno de masas. Algo que también interesa a los sofisticados teóricos de redes sociales, por lo que nada tiene de extraño que estos teóricos de redes (Albert László-Barabási, Mark Buchanan, Duncan Watts o Philip Ball) citen con deferencia el libro de GladwellAlbert-László Barabási, Linked, Cambridge, Perseus, 2002, pp. 55-56; Mark Buchanan, Nexus, Nueva York, Norton, 2002, pp. 114, 158, 163; Duncan Watts, Seis grados de separación, trad. de Ferran Meler, Barcelona, Paidós, 2006, pp. 240-241; Philip Ball, Masa crítica, trad. de Amado Diéguez, Madrid y Ciudad de México, Turner y Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 380-381.. Y las penetrantes observaciones contenidas en Inteligencia intuitiva están asimismo respaldadas por investigaciones recientes efectuadas en psicología y economía experimental por renombrados especialistas, como Timoty Wilson, Daniel Wegner, John Bargh, Gerd Gigerenzer, Vernon Smith o Jonathan Haidt, por citar sólo a algunos.

A pesar de estas contundentes credenciales, los libros de Gladwell son de todo punto desaconsejables a dos tipos de lectores:

– A los que sólo frecuentan a doctos academicistas, esos que no se allanan ni por error a ilustrar con ejemplos sus abstrusas elucubraciones, hacen uso de una jerga ampulosa, intimidatoria y casi siempre prescindible y, en fin, se toman todas las molestias imaginables para que no se les entienda; tal vez porque temen que, si se les entendiera, quedaría al descubierto la baratura intelectual de sus ideas.

– A quienes tienen tan pobre imagen de sus propias dotes que dan sistemáticamente en creer que si comprenden algo sin dificultad y a la primera, ese algo debe carecer de todo valor.

Si usted tiene la suerte de no pertenecer a ninguna de estas dos sombrías y prejuiciosas hermandades, se lo pasará en grande con Gladwell, aprenderá mucho de él y lo encontrará un guía cordial y de una inteligencia realmente fuera de serie.

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