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Machado de Assis y sus máscaras

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El 29 de septiembre de 1908 moría en su casa de la calle Cosme Velho, en Río de Janeiro, Joaquim Maria Machado de Assis. Fue uno de los escritores más destacados de su siglo, fundó y presidió la Academia Brasileña de Letras, ejerció como alto funcionario en el gobierno de Pedro II, quien le otorgó una de sus condecoraciones más destacadas: la Orden de la Rosa. Sus orígenes no hubieran podido presagiar su futura grandeza. Era hijo de un pintor de paredes mulato y de una lavandera, emigrada de una isla de las Azores, que murió cuando el futuro escritor no había cumplido aún los diez años. Poco antes había fallecido también su única hermana, hecho que le inspiraría algunos poemas juveniles. Sus abuelos paternos eran libertos, descendientes de esclavos, en un país en el que hasta 1888 no se abolió la esclavitud. Machado de Assis era mulato, como su padre, al que perdería también muy pronto. Se ocuparía de él una pobre mujer, su madrastra, también mulata, que apenas sabía leer y escribir.

El escritor nació en una pequeña casa construida en una quinta que era propiedad de la viuda de un senador y ministro del Imperio, que fue su madrina y, de alguna forma, también su protectora. En Brasil era habitual esta actitud benefactora hacia las familias con pocos recursos. A estas personas se les denominaba «agregados» y se les permitía vivir en las propiedades de sus señores a cambio de pequeños trabajos o servicios.

Machado de Assis fue un completo autodidacta. De su formación, poco o casi nada se sabe. Posiblemente, siendo niño, fuera seminarista en la capilla adosada a la propiedad de su madrina, donde aprendería a leer y a escribir, y es probable que más tarde consultara su biblioteca que, sin duda, estaría bien nutrida tanto en textos legales como en literatura portuguesa. Pero todo ello son suposiciones, ya que el escritor hizo todo lo posible para ocultar ese período de su vida. Lo que sí se sabe es que intimó con unos panaderos franceses vecinos, quienes le enseñaron su idioma y que, muy pronto, empezó a leer a Molière, Lamartine y Musset en su lengua original. También comenzó temprano a escribir poesía y a publicarla en modestos periódicos y revistas locales. De seminarista pasó a ser primero tipógrafo y después corrector de pruebas, antes de dedicarse plenamente al periodismo como crítico teatral y como cronista. Más tarde llegaron los cuentos y, luego, las novelas en las que demostraría su indiscutible maestría.

Como puede verse, no fue fácil la sorprendente ascensión de aquel mulatito, hijo de mulatos y descendiente de esclavos en el Brasil clasista de la segunda mitad del siglo XIX. Ello haría de él un hombre reservado, muy diplomático y conservador en las formas, aunque no en el fondo. Poco o nada dado a hablar de sí mismo y, cuando lo hacía, con medias palabras y escuetamente. En 1869, con treinta años, se casó con una portuguesa de buena familia, hermana de un amigo suyo, también poeta. Tres años más tarde comenzó a trabajar, como funcionario, en el Ministerio de Agricultura, puesto que, como su matrimonio, le permitió acceder a la burguesía carioca. En estos años escribió sus primeras novelas: Resurrección, La mano y el guante, Helena y Iaiá García. Todas ellas son relatos de amores frustrados, de los galanteos y hábitos de esa clase ociosa y decadente del Río de Janeiro de su tiempo. Si la vida de Machado de Assis hubiese acabado en ese momento, sólo recordaríamos a un escritor y periodista con talento, preocupado hasta la obsesión por hacer olvidar sus orígenes y el color de su piel, y no al gran autor de las letras brasileñas.

Cuando le faltaba poco para cumplir sus cuarenta años, se le manifestó una enfermedad de la que, como todo en su vida, se sabe muy poco. Se tiene apenas la certeza de que se retiró a la vecina ciudad de Friburgo para restablecerse y descansar. Podría haber sido una tisis como la que acabó con la vida de su madre. En todo caso, sea cual fuere, la dolencia debió de afectarle profundamente, y no sólo por el hecho de que, por primera vez en su vida, se tomase unas vacaciones que se prolongarían durante seis meses, sino porque, después de aquella crisis, el escritor ya no volvería a ser el mismo. Sin abandonar el marco geográfico y social de sus primeras novelas, en las Memorias póstumas de Brás Cubas, su primer libro tras la crisis, Machado manifestó su nihilismo y su profunda descreencia en los asuntos humanos. Para empezar, se trata de unas memorias escritas desde la tumba por un inútil personaje, cuyo nombre reproduce las cuatro primeras letras del de su país. Brás habla, así, de sus propias experiencias y contradicciones, como de la realidad e incongruencias de una sociedad que, bajo la apariencia de las buenas formas y la modernidad, se sostenía económica y socialmente en el trabajo del esclavo. Es significativa en este punto la descripción que hace el narrador de las vejaciones que infligía en su infancia a sus sirvientes negros. El difunto personaje de la novela explica también cómo transcurrieron sus largos días sin ocupación alguna, sus devaneos amorosos con una mujer (Virgilia, con el mismo nombre del poeta que acompañó a Dante por los ámbitos infernales) que, al negarse a casarse con él por hacerlo con un futuro diputado del Imperio, acabará por convertirse en su amante. Nada parece producirse natural o linealmente en la novela; como tampoco en la realidad que ésta muestra, ya que su indolente autor, que ni siquiera está vivo, tampoco se siente en la obligación de conducir su relato de manera ordenada. Para empezar, lo inicia con su propia muerte y funeral. La misma dedicatoria del libro («Al gusano que royó primero las frutas de mi cadáver») es ya una provocación al lector. En otros momentos confiesa no tener nada que contar, o recurre a juegos tipográficos para explicar el sempiterno encuentro entre dos amantes. El autor expresa a través de la ironía su pesimismo radical sobre la vida, al tiempo que manifiesta su compasión acerca de la propia condición humana. En este sentido, el simulado narrador póstumo, para justificar el hecho de no haber tenido descendientes, afirma: «No tuve hijos, no transmití a ninguna criatura el legado de nuestra miseria». Tampoco Machado los tuvo y, por ello, la frase puede interpretarse también como una declaración personal. De este modo, aunando sus observaciones a sus lecturas –la obra tiene como fuentes de inspiración Tristram Shandy, de Laurence Sterne; Jacques el fatalista, de Denis Diderot; Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre, y Viajes por mi tierra, de Almeida Garrett–, Machado de Assis escribió una obra maestra. Para algunos de sus lectores es radicalmente actual, ya que propone una reflexión sobre la escritura al presentar la existencia humana como si ésta fuese una ficción novelística, un libro que es elaborado una y otra vez hasta que un buen día se completa bruscamente con la muerte. Bajo esta perspectiva, el gusano al que dedicaría su obra no sería otro que el propio lector, que roerá su cadáver de letras, la historia de una vida llena de banalidades efímeras e intrascendentes.

Un año después de la edición en formato de libro de esta novela, Machado de Assis publicó una colección de cuentos bajo el título de Papéis Avulsos (Papeles sueltos), donde incluiría otra de sus obras más singulares: El alienista. En esta pieza, publicada en España de forma independiente, la ironía y el humor se aúnan en una intriga de locos para locos. El doctor Bacamarte, protagonista del relato, siguiendo sus criterios deontológicos, acaba por encerrar en su manicomio particular, la Casa Verde, a todos los habitantes de la pequeña localidad de Itaguaí que, como el Macondo de García Márquez, es un lugar que son todos los lugares del mundo. En sus afanes científicos, el doctor descubre síntomas de locura en las distintas manifestaciones humanas. ¿Será el propio individuo y su frágil existencia un disparate, una excrecencia enferma en la superficie del planeta o una pesadilla en la mente de su incierto creador? Machado de Assis lleva el absurdo hasta sus propios límites y el propio científico acaba por encerrarse a sí mismo en su propio sanatorio como único demente de un mundo insano, en el que los límites entre locura y cordura son imposibles de precisar, ya que la vida misma es el mayor de los disparates. Pero todas estas apreciaciones no evitan que el relato sepa en todo momento ajustarse a un comedimiento elegante, sin resentimiento ni protesta, donde el humorismo del narrador hace acto de presencia en la presentación de los hechos narrados.

Con estas obras, el escritor se situaba más allá del costumbrismo romántico y del realismo, al tiempo que se alejaba del naturalismo entonces incipiente en la literatura brasileña. Machado de Assis inauguraba una novela de corte filosófico, próxima en algunos aspectos a las fábulas ilustradas del siglo XVIII. Su afán moralista, unido a un humor de gran finura, le permitieron configurar unas historias que, resultando atractivas para el lector, son hondamente perturbadoras al sacar a la luz los graves conflictos, contradicciones y miserias humanas.

Pero también existe en Machado, como ya se ha apuntado, un análisis del acto mismo de la escritura. Brás, el difunto protagonista de las Memorias póstumas, ejemplifica el juego de espejos que la ficción desencadena, ya que es narrador y protagonista al tiempo que enmascara a su verdadero autor. En la novela Don Casmurro, publicada en 1899, el narrador es igualmente el protagonista de una obra que plantea el tema de los celos y de la duda permanente que genera la infidelidad real o fingida. ¿Capitú, la mujer de Casmurro, le es infiel? ¿Su gran amigo de la infancia es también el padre de su hijo? El protagonista vive tres experiencias distintas que configuran en él tres personajes con diferentes nombres: Bento o Bentinho (Bendito), que se apasiona por la mujer; Sebastián, como el santo herido por las saetas, que vive su matrimonio entre dudas y certezas; y Casmurro (cazurro, ensimismado, terco) que, aislado de todo y de todos, rumiará su desconsuelo. Sin embargo, el personaje femenino será siempre el mismo ser misterioso, atractivo e inabarcable. La novela es algo más que una actualización del drama de Otelo, ya que reflexiona sobre la incertidumbre de los asuntos humanos, así como sobre la historia y su narración: sobre la escritura. Casmurro es también autor y se plantea cuestiones que se refieren tanto a su propia experiencia como a la forma de contarla. ¿Qué hay de verdad o de engaño en toda vida humana? ¿Cómo desvelar su misterio? ¿La manera en que la relatamos no es también una forma de explicarla? ¿Cómo elaborar entonces ese libro? ¿Acaso no está ya siendo escrito, en la medida en que el lector lo lee y los personajes están actuando?

La reflexión a que invita esta novela se prolongará en las siguientes obras de su autor. Esaú y Jacob, de 1904, es la historia de dos gemelos enfrentados a lo largo de toda su vida. Ya en el vientre materno –nos cuenta su madre, que recibe el significativo nombre de Natividad– se daban golpes el uno al otro. Y contra esta polaridad humana o de lo humano, que ha recibido a lo largo de la historia y de las culturas diversos nombres, poco pueden hacer los demás personajes como Flora, también de nombre alegórico, de la que se enamoran los dos hermanos, o el consejero Aires, que ejercerá en la medida de lo posible su papel de tutor y consejero.

Las novelas y cuentos de Machado de Assis alcanzan, en la segunda mitad de su vida, una perspectiva simbólica que abarca los grandes temas de la literatura universal: la vida y la muerte, la ilusión y caducidad de la existencia, la duda e incertidumbre, la polaridad de opiniones y de conductas, la soledad intrínseca del ser humano desnudo de todo aditamento social, la locura, etc. Y esta es la razón por la que un brillante cronista de su ciudad y de su tiempo, un escritor costumbrista que intentó alejarse tanto de las idealizaciones románticas como de las deformaciones naturalistas, acabó por escribir unas novelas con distintos planos narrativos, que generan la posibilidad de una lectura múltiple. Quizá sean esas diferentes formas de acceder a sus textos lo que hizo de él, en su tiempo, un autor grato de ser leído para unos y sorprendente para otros. Y este doble aspecto es el que también asombra y atrapa al lector contemporáneo, aturdido frente a la incertidumbre de lo humano y de su trasfondo simbólico o metafísico. ¿No es la una como lo otro pura fantasía, y la vida un libro que escribimos a ciegas antes de entregarnos definitivamente a la «voluptuosidad de la nada», por usar una expresión del propio Machado de Assis?

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