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Histórica y naturalista

LOS TÚNELES DEL PARAÍSO

Luciano G. Egido

Tusquets, Barcelona

390 pp.

20 €

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Desde que en 1993, a la edad de sesenta y cinco años, publicó su primera y valorada novela El cuarzo rojo de Salamanca, Luciano G. Egido ha confirmado su obra narrativa con un libro de cuentos y otras cuatro novelas que han sido merecedoras, entre otros, del Premio de la Crítica en 1995 y del Premio de la Crítica de Castilla y León en 2003. Justos galardones si se tienen en cuenta su dominio de las técnicas narrativas, su lenguaje y su estilo literario, que en todo momento han destacado los críticos. Y aunque se ha adscrito a la tendencia realista (tradicional en gran parte) que ha predominado en la narrativa española de los últimos años, siempre ha colocado en un plano preferente, a diferencia de la mayoría, un profundo humanismo que intenta dar testimonio de la difícil existencia del ser humano en condiciones extremas y reflexionar sobre sus conflictos históricos, tanto políticos e ideológicos como sociales.

En esa línea se sitúa su sexta novela, Los túneles del paraíso, una narración histórica que recrea con crudeza las miserias y penalidades de quienes, sin otra salida que la busca del sustento diario, participaron en la construcción del ferrocarril entre Salamanca y Portugal (hasta Barca d’Alva) desde el año 1883 hasta 1887. Su ejecución fue un ejemplo de ingeniería, pero también una obra tan despiadada y brutal en todos los sentidos, como documenta y relata el novelista, que acabó siendo un episodio épico y dramático a causa de los conflictos sociales y sanitarios, la índole de la gente que generaba constantes actos delictivos y el escaso valor que para muchos tenía la vida de las personas.

El motivo novelesco elegido por Luciano G. Egido es el adecuado para contar una historia de perdedores y una trama sobre la dialéctica del ser humano con la realidad social. Es decir, el asunto se ajusta perfectamente a la intención de una denuncia tan antigua como la del Homo Homini Lupus y a la convicción de que, según las circunstancias, el mundo es una jungla en la que las personas se devoran unas a otras. Pero hay algo más: el novelista recupera el sentido de las novelas naturalistas decimonónicas, tanto en la concepción del hombre y el método para analizar su comportamiento como en los temas o ambientes y las técnicas de observación y documentación exigidas por los autores a finales del siglo XIX.

Como ellos, en efecto, Egido presenta una historia con exacta documentación (quizás excesiva) para lograr una mayor verosimilitud y un realismo más vigoroso; desarrolla unos temas habituales en el naturalismo, como son la miseria, las epidemias, las enfermedades mentales, el alcoholismo o la marginación social; recrea ambientes sórdidos, como dejados de la mano de Dios, en los que imperan las peores lacras de la sociedad y las actitudes más abyectas del hombre; y, en fin, trata a sus personajes como seres indefensos ante su propio destino, faltos de libertad y dominados por un determinismo fatal e insalvable que los mantiene al margen de toda posible esperanza de liberación.

Todo ello hace pensar que en el proceso de creación de la novela se hubiera instalado la idea de hacer coincidir el tiempo de la narración, la década de 1880, con las tendencias narrativas que triunfaban entonces. Sin embargo, el novelista aporta pautas diferentes, ya que, a partir de técnicas más contemporáneas, organiza el relato de manera polifónica hasta conseguir que varias voces vayan alternándose e impostándose en el desarrollo de la historia (en tercera y en primera persona, incluida la epistolar), para ofrecer un complejo perspectivismo de puntos de vista en cuya interpretación ha de implicarse el lector. También recurre, a veces, a diferentes tipos textuales y a motivos que normalmente no apreciaban los naturalistas, como, por ejemplo, el gusto por el misterio y los elementos fantásticos en episodios de aparecidos y fantasmas.

Los túneles del paraíso dibuja, por tanto, un mural de tonos oscuros sobre la lucha por la vida en situaciones extremas, y resulta tan verosímil que, sin duda, no dejará impasible al lector. Ahora bien, a pesar de los méritos de su notable escritura literaria, existen algunos aspectos en la novela que deslucen su eficacia narrativa. En primer lugar, la propia estructura de la obra, cuya primera parte, un total de 119 páginas, resulta tediosa a causa de su acopio de documentación. Este componente, apropiado para un ensayo, no lo es tanto para una obra narrativa, porque rompe constantemente el ritmo y hace pesada la lectura. Parece que el autor ha cedido ante la discutible moda del «reportaje histórico», un subgénero que ha dado frutos comerciales en los últimos años y del que, creemos, Egido no necesita en absoluto. A partir de la segunda parte, el relato cambia y potencia más la narratividad para que el lector se implique en los conflictos novelescos, en las pendencias entre los obreros o los asesinatos, en la peste de cólera o las inundaciones, en los brotes revolucionarios o las evasiones a través del alcohol y la prostitución.

En segundo lugar, la caracterización de los personajes y los espacios ampara un costumbrismo añejo que no favorece la tensión narrativa. Aquéllos son tan numerosos y tan carentes de profundización psicológica y de individualidad que acaban convertidos en personajes planos y previsibles, en tipos representativos de una forma de comportamiento común (nombrados a veces con apodos), pero no poseedores de un carácter personal y complejo. Los espacios, por su parte, no remiten a unos ambientes imprevistos, sino a unos lugares de rasgos esquemáticos y de perfiles ya repetidos en otras muchas obras de antaño.

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Ficha técnica

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