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Los orígenes de la moralidad

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La evolución de nuestro sentido moral, que para muchos constituye el rasgo más distintivo del ser humano, ha sido objeto de diferentes análisis desde la aparición del darwinismo. Darwin, en su obra The Descent of Man and Selection in Relation to Sex (1871), equipara nuestra moralidad al sentimiento que nos induce a comportarnos de manera altruista y que nos causa una sensación de desa­gra­do cuando actuamos en contra de lo que consideramos correcto. Para Darwin, el sentido moral surge, en primer término, de la naturaleza persistente y constante de los instintos sociales, incluyendo los lazos familiares, el amor y la simpatía que se siente hacia los miembros de la propia tribu o comunidad; en segundo término, del aprecio en que tiene el hombre la aprobación de sus compañeros y el disgusto que le genera su reprobación; y, por último, de la extraordinaria capacidad de sus facultades mentales, que le permiten reflexionar sobre sus actos pasados y sus motivos y que le orientan en la búsqueda de la felicidad, parte fundamental de la cual consiste en lograr el bien común. Darwin concebía nuestra disposición moral como una adaptación, un instinto social que asegura el bienestar de los hijos, favorece la cooperación entre parientes y transforma un grupo animal en una comunidad. Darwin, cuya principal aportación a la ciencia fue su teoría de la selección natural, consideraba que la evolución de los instintos sociales y, con ellos, de la sensibilidad moral, ha estado dirigida por procesos de selección natural que favorecen el desarrollo de disposiciones para actuar en beneficio de la comunidad, lo que hoy en día se conoce como selección de grupo.

Thomas Henry Huxley, contemporáneo y célebre defensor de Darwin y sus ideas, no compartía esta visión de su amigo sobre el origen de la moralidad, sino que consideraba que la naturaleza humana no es en verdad moral, sino amoral y egoísta. La moralidad actuaría como un revestimiento cultural, una fina capa que oculta, controla y mitiga los rasgos negativos de nuestra naturaleza, al igual que hace un jardinero con las malas hierbas que tratan de florecer en su jardín. Huxley no se ocupa de explicar cómo la humanidad ha obtenido la voluntad y la fuerza para derrotar los impulsos de su propia naturaleza y, hasta cierto punto, deja fuera de la teo­ría evolutiva la explicación de la moralidad. Para ser justos con Huxley, debemos subrayar que consideraba, al igual que hacía Herbert Spencer, que la selección natural favorecía en los individuos el predominio de las tendencias egoístas que propiciasen su éxito en la lucha por la existencia. Pero Huxley, al contrario que Spencer y su darwinismo social, consi­deraba inmoral dejar florecer esa competencia despiadada y defendía la moralidad como un contrapunto cultural del egoísmo.

La síntesis neodarwinista, que sentó las bases de la moderna teoría de la evolución a mediados del siglo pasado, asumió que la capacidad moral constituye un atributo más del cerebro humano y, por tanto, un producto de la evolución biológica. La polémica comienza a partir de ese punto: primero, al precisar el significado adaptativo de las facultades éticas y, segundo, al examinar el posible determinismo genético de los códigos morales. La posición mayoritaria, al menos hasta hace unos años, sostiene, por una parte, que la capacidad ética surge como consecuencia ine­vitable de la eminencia intelectual humana y carece de valor adaptativo per se y, por otra, que los distintos códigos morales son producto de la evolución cultural y no de la biológica.Para el conocido biólogo evolutivo Francisco J. Ayala, el comportamiento ético emerge de la presencia en el hombre de tres facultades que son necesarias y, en conjunto, suficientes para que dicho comportamiento se produzca: 1) anticipar las consecuencias de las acciones; 2) hacer juicios de valor, y 3) elegir entre lí­neas de acción alternativas. La moralidad es una consecuencia de la aparición de esas facultades.

Frente a esta posición, a mediados de la década de los setenta, surgió la perspectiva sociobiológica de la moral que defiende un origen adaptativo para nuestra capacidad ética como medio de fomentar la cooperación y el altruismo entre los individuos de un grupo. Esta interpretación lleva implícita la idea de un determinismo biológico no sólo de la capacidad ética, sino también de las acciones que son consideradas buenas; es decir, de las acciones altruistas que facilitan que la cooperación se produzca. Para la sociobiología, y en especial para su fundador, el entomólogo de Harvard Edward O. Wilson, la moral forma parte del mecanismo evolutivo que ha permitido que la conducta cooperativa se exprese en nuestra especie. Nuestro sentido moral crea una ilusión, compartida socialmente, que obliga a nuestra mente a aceptar que las acciones altruistas son buenas y esto nos induce a cooperar.

Los modelos teóricos sociobiológicos que tratan de explicar la evolución del comportamiento cooperativo y altruista se basan, sobre todo, en procesos tales como la selección de parientes y el altruismo recíproco, directo o indirecto, muy distintos de la idea original darwinista que los definía como caracteres que han sido seleccionados porque promueven el bien de la comunidad. En este sentido, la sociobiología se apoya en las teorías sobre la evolución de la conducta que desarrollaron en los años sesenta los prestigiosos biólogos evolutivos William D. Hamilton, George C. Williams y John Maynard Smith. Unos años más tarde, Richard Dawkins popularizó estas ideas en su influyente libro El gen egoísta, en el cual muestra una visión de los organismos como instrumentos en manos de sus genes egoístas que, en su lucha por dejar el mayor número de copias de sí mismos, manipulan y controlan la conducta del organismo que los porta. Muchos sociobiólogos, debido a esta percepción de los seres vivos como títeres de sus genes, han enfatizado los elementos egoístas de nuestra naturaleza y relegado a un segundo plano las tendencias de afecto y empatía que los humanos pueden sentir hacia sus semejantes, algo que los aproxima a Thomas Henry Huxley y los aleja de Darwin.

Frans de Waal, uno de los más eminentes primatólogos contemporáneos, catedrático y director del Yerkes Primate Center en la Universidad de Emory en Atlanta, y autor de dos de los tres textos a los que haremos referencia directa en este comentario, se rebela con fuerza contra esta visión de un mundo humano descarnadamente competitivo y egoís­ta. De Waal considera que la visión de Hobbes, reflejada en su conocido aforismo homo homini lupus, es errónea por lo que se refiere a los humanos y, además, tremendamente injusta con los lobos, que constituyen una especie ciertamente cooperativa y gregaria. Denomina «teoría de la capa» (veneer theory) a esa idea de que la moralidad humana representa poco más que una fina capa, una corteza, bajo la cual bullen pasiones antisociales, amorales y egoístas, tesis que con tanta expresividad recogió el biólogo y filósofo Michael T. Ghiselin cuando escribió que «si rasgas la piel de un altruista, verás sangrar a un hipócrita». Defiende De Waal, como antes hizo Darwin, que los fundamentos de nuestro comportamiento moral son antiguos desde el punto de vista evolutivo y perfectamente rastreables en el comportamiento de los primates no humanos, en concreto, en el de las dos especies más próximas a la nuestra: el chimpancé común (Pan troglodytes) y el bonobo o chimpancé pigmeo (Pan paniscus).

Marc Hauser, psicólogo, primatólogo y evolucionista de la Universidad de Harvard, comparte en buena medida las tesis de De Waal y defiende en Moral Minds, el tercero de los libros al que aludiremos en detalle, que los seres humanos poseen una facultad moral innata, compartida, aunque sólo en parte, por otros primates, que orienta la formación de nuestros juicios morales a partir de patrones no conscientes. Poseemos, según Hauser, una especie de órgano moral, análogo al que Chomsky propuso para explicar la facilidad con que se aprende el lenguaje, que nos permite adquirir cualquier sistema moral en el que nos desarrollemos. Se apoya en las investigaciones con chimpancés de Frans de Waal para ilustrar la capacidad que poseen nuestros parientes más próximos para hacer juicios sobre las consecuencias de determinadas acciones que se asemejan en buena medida a auténticos juicios morales. Hauser defiende la continuidad evolutiva de esa facultad moral desde los primates no humanos a los humanos y considera que la única parte del comportamiento moral exclusivo de nuestra especie es aquella que nos capacita para construir juicios con los que categorizamos las acciones como permisibles, obligatorias o prohibidas.
EL MONO QUE LLEVAMOS DENTRO

En el libro que da título a este epígrafe, De Waal analiza la conducta del chimpancé común y del bonobo, las dos especies más próximas filogenéticamente a la nuestra, mostrando con amenidad e ingenio las notables diferencias entre ambas en ámbitos tan emblemáticos como el poder, el sexo, la violencia o la amabilidad. Mientras el comportamiento de los chimpancés parece avalar, con su tendencia hacia actitudes maquiavélicas, agresivas, la hipótesis de una naturaleza humana egoísta, mucho más cercana a las ideas de Hobbes que a las de Rousseau, el de los bonobos representa justo lo contrario y da cuenta de una criatura sensible y tierna, muy alejada de la fuerza demoníaca de los chimpancés.

La sociedad chimpancé se basa en una estructura jerárquica, en la que los machos dominantes ostentan el poder que les permite controlar el acceso a las hembras y a determinados recursos, por lo que están obsesionados con el ascenso en el rango dentro del grupo. Los machos han de defender activamente su estatus y, por ello, es frecuente que se formen coaliciones entre dos o más de ellos para mantenerse en el poder o desplazar al dominante. Estas luchas por el control pueden acabar con el macho perdedor malherido. Por otra parte, sin embargo, dentro del grupo suelen ayudar al débil y comparten los recursos. Son capaces de actividades cooperativas como dar caza a otros monos o incluso combatir con chimpancés de otros grupos. De Waal explica que, igual que poseen capacidad de empatía hacia los miembros del grupo, pueden llegar a ser despiadados con sus congéneres si pertenecen a otros grupos.

Los bonobos poseen una estructura matriarcal y son mucho menos agresivos. Si surgen conflictos, normalmente, en lugar de luchar, em­plean el contacto físico cariñoso y la actividad sexual para rebajar la tensión, de manera que casi nunca se libran grandes combates que supongan graves heridas o la muerte de los individuos implicados en la refriega. Las hembras forman coaliciones para mantener la paz social y lograr imponerse a los machos, ya que éstos actúan independientemente unos de otros. Las diferencias mayores con respecto a los chimpancés se encuentran en el ámbito de la sexualidad. Las relaciones sexuales desempeñan un papel clave a la hora de mantener el orden: son utilizadas para resolver conflictos, como instrumento de reconciliación y como pago de favores. Los bonobos parecen seguir, aunque sobrepasándolo en intensidad e imaginación, el ideal de las comunas hippies de los años sesenta que invitaban a hacer el amor y no la guerra. Son, además, tremendamente imaginativos, manteniendo relaciones en las más diversas posturas, que incluyen el sexo genital cara a cara, besos con lengua y sexo oral, y formando parejas eventuales de todo tipo, edad y condición: macho-hembra, hembra-hembra y macho-macho.

De Waal se pregunta a cuál de estas dos especies nos parecemos más. Evolutivamente, estamos tan cerca de ambas que nuestra especie ha sido considerada en ocasiones como el tercer chimpancéAsí se titula el conocido libro de Jared Diamond, The Third Chimpanzee (El tercer chimpancé, trad. de María Corniero, Barcelona, Debate, 2007).. No sabemos cómo era el antepasado común del que proceden las tres, pero De Waal tiene claro que los seres humanos constituimos una especie bipolar en la que las dos tendencias, el odio y el amor, están presentes de manera más acusada incluso que en cualquiera de nuestros parientes no humanos. Representa un error y una pérdida de tiempo tratar de subrayar un aspecto de nuestra personalidad bipolar si se hace a expensas de relegar el otro. Sin embargo, para De Waal esto es lo que ha estado haciendo el mundo occidental durante siglos, al presentar nuestro lado competitivo como más auténtico que nuestro lado social. De Waal critica esa visión del ser humano como individuos solitarios, lo bastante inteligentes para cooperar en la búsqueda de recursos, pero que unen sus fuerzas a regañadientes al carecer de una verdadera atracción empática por sus congéneres.
PRIMATES Y FILÓSOFOS

El supuesto predominio del egoísmo en el ser humano es el tema central de la Tanner Lecture que pronunció De Waal en la Universidad de Princeton en noviembre de 2003, recogida en el segundo de los libros comentados, Primates y filósofos. El libro se estructura a modo de debate entre De Waal y cuatro prestigiosos filósofos de la biología, Robert Wright, Christine Korsgaard, Philip Kitcher y Peter Singer, que analizan de manera crítica el texto introductorio del primero y, después, son a su vez objeto de contrarréplica por él. En el ensayo principal, De Waal critica en profundidad la «teoría de la capa», esa visión de una naturaleza humana egoísta sometida, con más pena que gloria, a las restricciones de la moralidad, entendida ésta como un proceso de decisión racional llevado a cabo por criaturas en buena medida asociales. Aunque es consciente de que la teoría responde a una tradición de raíces antiguas en el pensamiento occidental, De Waal se remonta sólo hasta la época de Darwin y considera como padre fundador de la misma a Thomas Henry Huxley, bien secundado por los escritos de Sigmund Freud, cuando sugería que la civilización surgía de la renuncia a los instintos, el control sobre las fuerzas de la naturaleza y la construcción de un superego cultural. Pero, en realidad, el blanco preferente de sus críticas son algunos influyentes biólogos contemporáneos, a los que acusa de propagar estas ­ideas, carentes de base científica, durante las últimas tres décadas. En esta pequeña caza de brujas que emprende De Waal entre sus colegas, sobresalen como grandes culpables los nombres de George C. Williams, Richard Dawkins y Robert Wright. Ésta es la parte más floja del ensayo, ya que ninguno de los tres encaja como defensores de la «teoría de la capa» tal como la ha definido De Waal.

El primero de ellos, Williams, es bien conocido por su brillante crítica del concepto de selección de grupo y su defensa de que la selección natural actúa sobre todo a nivel de genes e individuos antes que de grupos. Lo más llamativo que ha encontrado De Waal con respecto a Williams se recoge en la siguiente cita: «Pienso que la moralidad es una cualidad accidental producida, en su estupidez sin límites, por un proceso biológico que normalmente se opone a la expresión de dicha cualidad». Es cierto que la evolución de algunos comportamientos se basa en una competencia fuerte entre individuos que, en principio, debe favorecer la proliferación de conductas egoístas. Cada gen, cada célula y cada organismo deberían ser moldeados por la selección natural para promover su propio éxito evolutivo a expensas del de sus competidores. Sin embargo, la cooperación altruista está presente en muchos niveles de la organización biológica: los genes cooperan en los genomas, los cromosomas cooperan en las células eucariotas y éstas en los organismos pluricelulares. Además, hay muchos ejemplos de cooperación en los animales, entre los que sobresalen los insectos sociales y nuestra propia especie. Sin cooperación no existirían los niveles de organización compleja que muestra la vida. Dawkins y, sobre todo, Williams han contribuido a explicar cómo la selección natural puede generar comportamientos cooperativos con una base genética fuerte implicada. Es decir, a entender cómo los genes egoístas pueden dar lugar a organismos que exhiben conductas altruistas e, incluso, a organismos con una psicología en verdad altruista hacia sus congéneres, al menos los afectivamente más cercanos.

Tampoco es muy poderoso el argumento que esgrime contra Dawkins quien, al final de su ya mencionado libro El gen egoísta, señala que, «si bien es posible que una cualidad única del hombre sea su tendencia hacia un altruismo verdadero, desinteresado, lo verdaderamente importante es que, aunque no fuese así y nuestra naturaleza sea egoísta, la capacidad mental humana y su capacidad de simular el futuro nos permite planificar el mundo que queremos y rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas». También ha defendido, al igual que lo hizo Thomas Henry Huxley, que tenemos derecho a expulsar el darwinismo de nuestra vida política y social, a decir que no queremos vivir en un mundo darwinianoRichard Dawkins en su libro El capellán del diablo, trad. de Rafael González del Solar, Barcelona, Gedisa, 2006.. Parece claro que Dawkins está refiriéndose al mundo del darwinismo social spenceriano, que es como la mayor parte de la gente interpreta el término darwinismo desde sus orígenes.

Más contundentes son las citas que encuentra para implicar a Robert Wright, extraídas de su libro El animal moral, pero este autor, en su respuesta al ensayo de De Waal, rechaza la «teoría de la capa» y acepta las tesis de De Waal sobre la continuidad filogenética de las emociones sociales entre chimpancés y humanos y su papel básico como fuente de la moralidad. En realidad, en el rechazo a la «teoría de la capa» coinciden los cuatro filósofos, ya que con la evidencia disponible actualmente no parece razonable defender esa teoría. Wright propone como alternativa lo que denomina «teoría naturalista de la capa», que acepta el papel regulador de la moralidad sobre nuestras tendencias egoístas, pero que considera que lo moral también tiene raíces genéticas (emocionales) y no sólo culturales. Este sería el caso, por ejemplo, del altruismo psicológico dirigido hacia nuestros parientes o de un cierto sentido de la justicia que nos lleva a aceptar que las acciones que consideramos buenas merecen recompensa y las que consideramos malas un castigo. Wright discrepa también en la interpretación antropomórfica cognitiva de la conducta de los chimpancés y bonobos que hace De Waal. Considera razonable admitir que compartimos con ambas especies emociones sociales similares (antropomorfismo emocional) que, sin duda, condicionan de manera decisiva tanto su conducta como la nuestra, pero le cuesta aceptar que la conducta social sea fruto de una intencionalidad racional no sólo en el caso de los chimpancés, como sugiere De Waal, sino, en muchas ocasiones, también en el nuestro.

Christine Korsgaard comparte con De Waal el rechazo de esa concepción del ser humano como un individuo egoísta que acepta de manera un tanto hipócrita las normas morales únicamente para evitar el castigo o la desa­probación de los demás. Sin embargo, considera que, aunque existe una continuidad emocional en cuanto a empatía, compasión, capacidad de compartir o de resolver pacíficamente los conflictos, entre nosotros y nuestros parientes primates más próximos, la moralidad requiere algo más que sólo está al alcance de los seres humanos. Se refiere a la capacidad de reflexionar sobre nuestras intenciones, evaluarlas como buenas o malas y adoptarlas como propias. Tenemos la capacidad de autogobernarnos estableciendo normas o, en palabras de Kant, gozamos de autonomía. Esta es, precisamente, la clave de la moralidad que depende, no tanto del contenido de nuestras intenciones, como del ejercicio de un autogobierno normativo inspirado en el sentido del deber hacia las acciones que consideramos buenas.

Un argumento similar esgrime Philip Kitcher, que reconoce que compartimos con los chimpancés la disposición para el altruismo psicológico, sin el cual ninguna acción genuinamente moral sería posible, pero sospecha que entre nosotros y nuestro antepasado común con los chimpancés se han dado saltos evolutivos importantes que han sido claves para la evolución de la moralidad: la capacidad para la autoorientación normativa, el desarrollo del lenguaje y, con él, la posibilidad de discutir sobre asuntos morales y, al menos, cincuenta mil años de evolución cultural. Argumentos similares, en la misma línea kantiana, defiende también Peter Singer, quien apunta que la prueba para saber si una acción es buena depende de si puede o no convertirse en norma universal. Singer piensa que, aunque Kant erró al suponer que la moralidad puede basarse exclusivamente en la razón, resulta todavía más errónea la percepción de la moralidad como un conjunto de respuestas emocionales o instintivas, no controladas por nuestra capacidad para el pensamiento crítico. Singer, cofundador junto con Paola Cavalieri del Proyecto Gran Simio, en el que reivindica la atribución de determinados derechos para los grandes simios, dedica el resto de su comentario a justificar esa pretensión desde una perspectiva kantiana de la moralidad.

MENTES MORALES
Aunque la idea dominante tanto en filosofía como en ciencias jurídicas sostiene que nuestros juicios morales son la consecuencia de decisiones conscientes, se ha planteado como alternativa la tesis de que, por lo menos, parte de esos juicios son el resultado de procesos psicológicos no conscientes, de tipo intuitivo o emocional. Desde hace unos quince años, algunos científicos, entre los que se encuentra Marc Hauser, el ya mencionado autor de Moral Minds, han elaborado un programa de investigación que ha venido a denominarse Universal Moral Grammar (Gramática Moral Universal) que trata de describir el origen y la naturaleza de la moral utilizando modelos y conceptos análogos a los del programa lingüístico de Chomsky.

Hauser distingue entre juicios y comportamientos morales. Y su análisis es sobre el juicio moral, esto es, lo que el sujeto percibe como bueno o malo con independencia del modo en que el sujeto utilice dicha percepción a la hora de realizar la acción correspondiente. Defiende que las propiedades de los juicios morales se explican porque la mente contiene una gramática moral: un conjunto de reglas complejas, de dominio específico, que genera y relaciona representaciones mentales. Parte de esta gramática es innata, en el sentido de que está inscrita en la estructura de la mente, aunque sólo se desencadena con experiencias adecuadas. Esta perspectiva biológica de la moralidad enfatiza que la evolución nos ha dotado de una gramática moral universal para decidir qué acciones están permitidas, prohibidas o son obligatorias. Pero estos principios no establecen un repertorio de conductas específico, sino que permiten plasticidad. Esto es, no determinan, por ejemplo, el comportamiento particular que adoptarán los individuos de una cultura concreta respecto a la sexualidad, el altruismo o la violencia.

El grupo de Hauser desarrolló hace unos años un portal en Internet denominado Moral Sense Test (http://moral.wjh.harvard.edu). Durante dos años recogieron datos de unas cien mil personas de edades comprendidas entre los diecisiete y los setenta años, y de unos ciento veinte países diferentes. Cuando alguien entra en el portal debe proporcionar alguna información biográfica: edad, educación, religión, raza, nacionalidad, etc. Y responder a una serie de «dilemas morales» que tratan de explorar en qué medida está permitido perjudicar o beneficiar al prójimo. Estos dilemas son deliberadamente muy artificiales, esto es, no se refieren a temas como el aborto, el terrorismo o la eutanasia, sino que nos enfrentan a una situación de tipo «cómic», con la que el individuo no está familiarizado. Se trata de que el sujeto exprese lo que haría ante un problema sobre el que no tiene una opinión establecida. Si se preguntase, por ejemplo, «¿está moralmente permitido el aborto?», la respuesta no valdría, puesto que sobre estas cuestiones tenemos ya una opinión o prejuicio formado. No existiría un dilema. Y de lo que se trata es de captar la intuición o los principios subyacentes a los juicios morales. Hauser y su grupo han recogido o desarrollado más de trescientos de estos dilemas, muchos de los cuales han sido propuestos por filósofos. Quizás el más famoso de ellos es el propuesto por el filósofo Foot, denominado el «problema del tranvía», que Hauser detalla en el capítulo 3. El problema es como sigue. Denise viaja en un tranvía que está fuera de control y se encamina hacia cinco personas situadas en la vía, a las que arrollará sin remedio al no poder apartarse de la misma. De repente, Denise observa una vía lateral a la que puede desviar el tren. Sin embargo, si lo hace, matará a una persona que está situada en esa vía. La pregunta surge inexorable: ¿es moralmente correcto que Denise desvíe el tren? El dilema va complicándose de forma sucesiva. En un segundo escenario, el tranvía, sin pasajeros y fuera de control, se dirige hacia las cinco personas situadas en la vía, pero ahora debe pasar bajo un puente en el que se encuentra Frank, quien tiene como única posibilidad para detener el tren la de arrojar a la vía a un hombre grueso que está también en el puente. ¿Le está moralmente permitido a Frank empujar al hombre sobre la vía? En el tercer escenario, Ned está paseando cuando observa el tranvía que se dirige sin remisión hacia las cinco personas situadas en la vía. Ned está situado cerca de un cambio de agujas, de forma que puede desviar el tren hacia un bucle lateral en el que está situada una persona que morirá con el impacto, pero lo bastante gruesa para permitir que el tranvía rebaje su velocidad y que las otras cinco personas puedan escapar. ¿Está moralmente permitido que Ned desvíe el tren en esta situación? El último escenario es similar al anterior: Óscar pasea cerca del tren y puede desviar el tren hacia el bucle lateral, en el que hay un objeto pesado que permitirá que el tren rebaje su velocidad, dando tiempo a que las cinco personas puedan alejarse del tren. Sin embargo, delante del objeto hay una persona que sin duda morirá con el impacto. ¿Le está moralmente permitido a Óscar desviar el tren?

Los porcentajes de personas que consideraron moralmente permitido las acciones de Denise, Frank, Ned y Óscar fueron 85%, 12%, 56% y 72%, respectivamente, sin que existieran diferencias significativas en función de la edad, sexo, nacionalidad, raza, religión o nivel educativo de los participantes. De acuerdo con Hauser, estos resultados indican que los humanos, en nuestros juicios morales, utilizamos el principio del doble efecto: está permitido hacer daño a un individuo si con ello se beneficia a un número mayor, pero siempre que este daño no sea infligido de forma directa, sino que resulte ser un efecto colateral, es decir, que el daño provocado sea un medio y no un fin en sí mismo. Además, muestran que resulta menos permisible hacer daño con una nueva acción (empujar al hombre) que redirigiendo una amenaza ya existente (desviando un tren que ya está fuera de control), así como la idea de que parece menos tolerable causar daño mediante contacto físico directo que por medios indirectos. Conviene recordar que la validez de alguno de estos principios, como el del doble efecto, ya fue discutida por ilustres pensadores como Santo Tomás de Aquino.

Hauser cree que los resultados anteriores cuestionan la idea de que los juicios morales son el producto de razonamientos conscientes, puesto que si éste fuera el caso, se esperaría encontrar diferencias en función del nivel educativo o de la religión profesada. También considera notable la dificultad que manifiestan las personas participantes para justificar sus respuestas. Para Hauser, el contenido innato de la moralidad lo configura un conjunto de principios universales que generan una intuición racional acerca de qué acciones son correctas o erróneas. Nacemos con reglas o principios abstractos y la educación va configurando los parámetros concretos que nos guían hacia la adquisición de un sistema moral particular.

La evidencia disponible es muy débil para aceptar sin más esta propuesta. Por ejemplo, cuando hablamos de principios, ¿se trata de intuiciones racionales como sugiere Hauser, siguiendo entre otros a John Rawls, o emocionales, previas a cualquier juicio moral, como defendían Hume o Darwin? Por otra parte, ¿el aprendizaje de un sistema moral puede compararse como proceso cognitivo a la adquisición de un lenguaje? O, en otras palabras, ¿parece razonable que haya existido una presión de selección a favor de la evolución de una gramática moral universal? Mientras la imitación y el aprendizaje por ensayo y error parecen mecanismos insuficientes para que un niño pequeño adquiera, con la rapidez que lo hace, su lengua materna, el aprendizaje de los sistemas morales resulta mucho más lento y ligado al desarrollo cognitivo y vital del ser humano. Por otra parte, en algunos de los dilemas, los porcentajes no difieren mucho del 50% cuando se elige qué acción es correcta, lo cual permite ­dudar de la eficacia de esa supuesta gramática moral a la hora de identificar lo correcto o erróneo de una conducta. Con todo, el libro explora un campo que puede arrojar sorpresas sobre la base innata de algunas de nuestras preferencias.
CONCLUSIÓN

¿Es posible elaborar una explicación evolucionista de la moralidad? Quizá lo previo y más difícil radica en ponerse de acuerdo sobre qué queremos expresar con este concepto. Cuando hablamos de moralidad nos referimos a esa amalgama de emociones y sentimientos de empatía, cariño, altruismo psicológico, que los humanos podemos desarrollar hacia nuestros parientes y demás congéneres, preferentemente aquellos con los que convivimos. Estos sentimientos, aunque coexisten con otros de naturaleza egoísta, están en la raíz de cualquier comportamiento moral. Pero, junto a esa matriz psicológica bipolar, los seres humanos somos, como han destacado Hume, Adam Smith y Darwin, muy sensibles al elogio y a la reprobación de nuestra conducta y poseemos valores morales adquiridos culturalmente; es decir, aceptamos normas que permiten valorar la conducta propia y ajena como buena o mala, justa o injusta. Además, poseemos como fuente de motivación el sentido del deber que nos induce a realizar una acción por el simple hecho de admitirla como buena, aunque, en ocasiones, esto pueda entrar en conflicto con intereses primarios. También tenemos la capacidad de reflexionar sobre cuáles deben ser los valores en que se fundamente nuestra conducta moral. En los últimos años, desde la biología evolutiva se han construido explicaciones que permiten comprender la evolución de buena parte de los ingredientes presentes en el comportamiento moral. Los libros aquí comentados constituyen un buen ejemplo de esas aportaciones, destacando la cara amable de la naturaleza humana y la existencia de innatismos en la base de nuestros juicios morales. No parece justo exigirle mucho más a la teoría evolutiva sin una caracterización previa, más rigurosa, de lo que tiene que explicar.

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