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Los niños

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A principios de abril, me mudé a una casita a pocos kilómetros del piso donde he vivido durante un año y medio, cerca de Oliva, en Valencia. La nueva casa está en un lugar solitario y, con los efectos añadidos de la cuarentena, la zona parece abandonada.

Cada día saco varias veces a pasear a Estela, mi perra, por un pequeño parque a unos cincuenta metros de casa. El parque lo delimitan un brevísimo paseo de palmeras, por el oeste, un camping deliciosamente anticuado, por el norte, un río verde que discurre envuelto en cañas y juncos, por el sur, y las dunas que dan a la playa, por el oeste. El sistema de dunas, respetado en parte, se extiende a lo largo de kilómetros de litoral entre Oliva y Denia, poblado de hierbas rastreras y de lirios marinos. En el parquecito, medio abandonado y agradablemente ocupado por plantas de las dunas, hay moreras que dan sombra, una glorieta con bancos, unos cipreses desmochados muy románticos que seguramente perviven de una antigua huerta, un árbol caído donde uno puede sentarse y en el que habitan unas delicadas (e inofensivas) avispas de la madera y una cierta cantidad de tamariscos supervivientes de otros tiempos. Últimamente, ha habido una explosión de mariposas: cientos de blanquitas de la col atraviesan el parque y las dunas hacia el norte de aquí, y también abunda de pronto un licénido (mariposa anaranjada y negra) pequeño y muy nítido, como recién acuñado. Hay un caminito invadido por la vegetación con dos roderas que dejan al descubierto la arena del suelo, y un sotillo de álamos que están ahora echando las hojas, rojizas aún y tan tiernas que, cuando me quedo cerca y sopla un poco de brisa, suenan como cuero blando. Cuando sopla viento más fuerte, el ruido es sorprendentemente parecido a un gran fuego: un rugido de fondo grave y blando y, por encima, el crepitar irregular de las puntas de las hojas restallando sobre sí mismas.

El suelo, sobre todo donde se descubre más la arena, está tapizado de nevadilla, una planta rastrera que despide un olor fuerte, ligeramente desagradable. Al caminar cerca, se oye el murmullo de muchas abejas que liban de sus flores blancas y translúcidas. ¿Qué extraño efecto me produce ese murmullo de las abejas? Hay algo dorado en ese sonido, como la luz de una lámpara de pantalla amarilla a través de párpados casi cerrados. Me da ganas de dormir y dormir y dormir. Leo estos días, en una carta escrita por Samuel Taylor Coleridge en 1797: «Me gustaría mucho, como el dios indio Vishnú, ir flotando por un océano infinito, mecido en la flor del loto, y despertarme una vez en un millón de años durante unos minutos, solo para saber que voy a dormir un millón de años más». Eso es lo que siento al oír ese murmullo de abejas.

Alguien me dijo una vez que allí donde hay nevadilla puede encontrarse cierta especie de chinche diminuta. Este insecto, translúcido como las flores de su planta huésped, nace, se alimenta, se reproduce y muere en ellas. He mirado y mirado las flores de nevadilla, de rodillas y hasta tumbado sobre la arena, pero aún no he visto ninguna de esas sutiles chinches. En la arena, entre las plantas, se cruzan y se entrecruzan incontables rastros de coleópteros de diferentes tamaños, como huellas de pequeños bulldozers.

¿Por qué se ven tantas abejas muertas? Veo abejas muertas o agonizantes por todas partes. Sobre los coches aparcados, en la terraza de mi casa, en la arena, en las aceras. ¿Siempre ha sido así, siempre ha habido esta gran mortandad de abejas en abril, o es uno de los signos de la Gran Catástrofe? Me pregunto todo el tiempo si el mundo ha sido siempre así. No me acuerdo bien de cómo era antes. Recuerdo que, cuando era niño y venía con mis padres a Jávea, el coche, tras el viaje, quedaba emplastado de insectos muertos que se había llevado por delante en la carretera. Hoy eso ya no ocurre. De vez en cuando, pasan despacio unos camiones que rocían las aceras con un líquido desconocido, incluso en este lugar apartado. Creo que es algo relacionado con la epidemia. ¿Es ese líquido lo que está matando a las abejas? Me preocupan los gatos del barrio, y mi perra, que podría pisar esa sustancia desconocida y después lamerse una pata.

Hace unas semanas, hubo un par de noches muy claras, con luna llena o casi llena. El brillo naranja de las farolas del breve paseo de palmeras apenas llega hasta el fondo del parque, así que la única luz allí era lunar. Uno de los cipreses desmochados, al que llamo El Solitario, arrojaba una sombra extremadamente nítida. De esa sombra salió corriendo algo cuando me acerqué. El aire era como de ceniza, de plata evaporada. Una de las noches, había llovido y las estrellas y la luna parecían como lavadas. De las hojas de las moreras colgaban gotas que centelleaban extrañamente a la luz lunar, que no es exactamente luz sino el recuerdo de una luz.

En otras noches, despejadas pero sin luna, se siente la profundidad vertiginosa del cielo entre las estrellas. Mirar mar adentro produce un sentimiento entumecedor de inmensidad. Las constelaciones se hunden en el mar por el horizonte. Venus brilla purísimo en el cielo. A lo lejos se oye el canto monótono y metálico del chotacabras cuellirrojo y, más cerca, el chillido repetido de un mochuelo. A la derecha, por encima de las lejanas luces de Denia, se alza la gran sombra del Montgó, la montaña de mi infancia, que me miró y me protegió incontables días de verano y me mostró las infinitas formas en que se manifiesta. Desde Jávea se ve el otro lado del Montgó. De niño, en las noches del camping Naranjal, veía en lo alto el silencioso rayo del faro del cabo de San Antonio, que barría el cielo y desaparecía, y detrás de todo se intuía la mole invisible del Montgó.

A veces, en estas noches de Oliva, me siento rodeado por algo inmenso e incomprensible que sabe de mí desde hace mucho, algo que me ha empujado, que ha intentado una y otra vez enseñarme algo, mostrarme algo de lo que siempre aparto los ojos. Algo lleno de extraño amor y de terribilitas. Me siento tentado a decir belleza en lugar de amor, pero ese algo no es quizá un objeto sino un sujeto, quizá una parte de mí mismo que no comprendo, por eso prefiero llamarlo amor, que es el sentimiento que suscita la belleza. Después de mucho tiempo, estoy leyendo de nuevo a Wordsworth, y me llegan lejanos recuerdos de otro yo, como el fugaz destello de un escudo.

Wisdom and Spirit of the universe!
Thou Soul that art the eternity of thought!
That giv'st to forms and images a breath
And everlasting motion! not in vain,
By day or star-light thus from my first dawn
Of Childhood didst thou intertwine for me
The passions that build up our human Soul,
Not with the mean and vulgar works of Man,
But with high objects, with enduring things,
With life and nature, puryfying thus
The elements of feeling and of thought,
And santifying, by such discipline,
Both pain and fear, until we recognize
A grandeur in the beatings of the heart.

[Sabiduría y Espíritu del universo,
tú, Alma que eres la eternidad del pensamiento,
que das a las formas e imágenes un aliento
y un movimiento imperecedero: no en vano,
de día o bajo las estrellas, desde la primera aurora
de mi infancia, entrelazaste para mí
las pasiones que componen nuestra humana Alma,
no con las obras viles y groseras del Hombre,
sino con objetos elevados, con cosas duraderas,
con vida y naturaleza, purificando así
los elementos del sentir y del pensar,
y consagrando, mediante esa disciplina,
el miedo y el dolor, hasta que al fin reconocemos
una grandeza en el latir del corazón.]

El latir de mi propio corazón y esa noche inmensa que se pierde mar adentro, que se funde con el canto lejano del chotacabras y con la vida invisible que bulle sobre las dunas, parecen de pronto la misma cosa. Sí, una especie de grandeza, que está presente de forma innegable. Interpretarla es quizá adentrarse en el error. Siento que esa grandeur tiene que ver con las formas más elevadas de percepción y con la sensación de que estas, de alguna manera, se encuentran fuera de uno mismo. Recuerdo un famoso párrafo de la Biographia Literaria de Coleridge: «La imaginación la considero o bien primaria o bien secundaria. Sostengo que la imaginación primaria es el Poder viviente y el Agente primero de toda Percepción humana y es una repetición en la mente infinita del eterno acto de creación en el infinito yo soy» (las versalitas son de Coleridge).

Eso es: una repetición en la mente infinita del eterno acto de creación en el infinito yo soy. Me acuerdo de mi amigo Tomás, que piensa quizá demasiado en la muerte y a quien me gustaría consolar o ayudar de alguna manera. Y entonces algo en la brisa de la noche aparta con una suave mano las palabras de Coleridge (o de Schelling) y me sopla algo que experimento como una poderosa revelación. Me dice que es absurdo separar suena raro: ¿mejor “distinguir”? entre vida y muerte. Que, al pensar en la muerte como algo contrapuesto a la vida, al pensar en la vida y la muerte como dos estados (cuando no hay dos estados), surge un espectro. Me siento, en mitad de la noche, en la deliciosa soledad de las dunas y la noche, limpio, recién nacido. Esta humilde revelación (que el viento del tiempo y de la vida soplará y dispersará como polvo, como cipselas de diente de león) querría compartirla con mi amigo Tomás, pero sé que probablemente él no necesita mi ayuda.

Algunas tardes, Tomás y yo sacamos juntos a las perras. Leocadia, la suya, es grande y blanca y un poco obesa. Está siempre de buen humor y solo tiene bondad y amor para el resto del mundo. Leo adora a mi Estela y se acerca a ella moviendo la cola, la sigue en sus investigaciones, orina fielmente donde orina Estela y da saltos y más bien lentas cabriolas ante ella, incitándola a perseguirla y a jugar. Estela la ignora por completo. Solo a veces, cuando Leo insiste un poco más de la cuenta, la pone a raya con unos ladridos feroces, a pesar de que Leo es tres veces más grande que ella.

Hace muchos años que le transmití cierta afición por las aves y, en estas breves salidas para pasear a nuestras perras, llevamos siempre prismáticos. En lo alto de un álamo del parque, un alcaudón, orgulloso y fiero, con su antifaz y su cabeza roja, canta casi en voz baja su rapsodia maravillosamente variada y siempre sorprendente y, sin interrumpirse, salta, traza un ocho en el aire para atrapar un insecto y vuelve a la rama. Nos mira, nos conoce, sabe que lo miramos, se exhibe ante nosotros. A través de los tamariscos en flor, se desplazan grupos de jilgueros parlanchines. Seguimos el camino hasta el río, entre cuyas cañas se escabulle siempre alguna gallineta (también llamadas pollas de agua). Unos metros más abajo, sin llegar a entrar en la playa, nos subimos a una duna coronada de hierbas (mi duna) y miramos hacia la desembocadura del río con los prismáticos.

En el lugar de contacto entre el agua dulce y el agua salada, en el lugar donde el río divide la playa y se vierte al mar, se ha formado un pequeño delta en el que se congrega una multitud de aves. Como la playa lleva casi dos meses maravillosamente, benditamente vacía de seres humanos, acuden, además de las comunes gaviotas patiamarillas, aves que raramente se ven aquí: ostreros, canasteras, cigüeñuelas, gaviotas de Adouin, alguna limícola que no sé identificar… También se ven parejas de chorlitejos patinegros, un pájaro pequeño y casi invisible que avanza por el borde del mar a rápidos pasitos y anida en las dunas. Cada vez es más escaso, pero sé que se hacen esfuerzos por preservarlo.

Desembocadura del río Vedat a mediodía, con el pequeño delta lleno aún de aves.

Una tarde, Tomás y yo nos encontramos justo después de una tormenta rápida que lo ha dejado todo mojado y fragante. Vemos por la calle que algunos padres han salido de casa con los niños (es el primer día, creo recordar, en que se puede hacer esto). Altos sobre el parque, se entrecruzan vencejos de dos especies, pálido y común, y, al salir a las dunas, nos rodean, pasando a ras de suelo, esas golondrinas pequeñas y pulcras llamadas aviones, entre los que va mezclada alguna golondrina común, con el pecho sucio por la sangre seca de Itis. Aún llovizna muy ligeramente, pero el cielo sobre nosotros se ha despejado. Cuando subimos a mi duna, las nubes de tormenta, de color violeta profundo, se alejan mar adentro y se reflejan en el río. Un grupo de gaviotas, encendidas por el sol que asoma a nuestra espalda, vuela y se vuelve a posar contra ese indescriptible fondo amoratado en el que laten relámpagos mudos. Junto al pequeño delta, un charrán blanquísimo (un ave elegante y pequeña con boina negra y pico escarlata) asciende veinte metros, se cierne unos segundos con la vista fija en el agua abajo, se deja caer a plomo y desaparece con una zambullida impecable.

La brisa sopla sobre las dunas y nos vuela la ropa y el pelo.

«Ojalá esto no se acabe nunca», dice Tomás.

Suponiendo que se refiere a la cuarentena, me río un poco, y, en parte, le entiendo, a pesar de que los dos nos hemos quedado prácticamente sin trabajo a causa de todo esto. Aunque a lo mejor no se refería a la cuarentena.

De pronto, vemos que allí abajo, en la playa, sale de las dunas una familia con varios niños. Los adultos se sientan de inmediato en la arena, pero los niños, armados con largas cañas, corren gritando hacia el delta. Todas las aves echan juntas a volar. Es como una lenta explosión. Los niños invaden el delta, plantan sus lanzas en la arena, lanzan gritos de victoria.

«Te aseguro», me dice Tomás como si se ahogase de rabia, sorprendiéndome un poco, «que mis hijas no se parecen en nada a esos imbéciles. Y si alguna vez hicieran algo parecido, se iban a llevar un bofetón por primera vez en su vida».

Volvemos en dirección al parque. Veo que Tomás parece marearse un poco y se dirige tambaleante a sentarse en un banco. Trato de sostenerlo por un hombro pero él me aparta el brazo con un manotazo fuerte. «Quita, coño», le oigo mascullar.

Luego nos quedamos un buen rato en silencio.

«Me cuesta pensar en estas cosas», dice Tomás como si continuase en voz alta algo que llevaba pensando mucho tiempo.

«¿En qué cosas?».

«En la Gran Catástrofe. En la desaparición masiva de especies, en el calentamiento de la Tierra. Toda la belleza y la ternura del mundo aplastadas por la estupidez y el egoísmo. He estado enfermo, Ismael. Estoy enfermo. Y he pensado mucho en mi muerte. En mi propia extinción. Y es extraño que justo todo esto ocurra ahora, o que justo todo el mundo me hable de esto ahora, o que lo vea por todas partes… La verdad es que no sé ni lo que veo ni qué es verdad o ilusión. Es como si mi enfermedad se reflejase en el mundo, como si mi final fuese también el final del mundo. Es como si todo fuese una ridícula ilusión, una proyección de mis idioteces y mis obsesiones, o de mi cuerpo enfermo. ¿Entiendes? Es difícil de soportar. Siento que me ahogo. De angustia, de rabia, de odio. Creo que puedo aceptar sin problemas mi muerte. Pero no la muerte de todo esto».

«Bueno, en primer lugar, tú no te vas a morir de aquí a mañana», le digo con cierto nerviosismo. «Y, en segundo lugar, en fin, dentro de no sé cuántos millones de años, el Sol crecerá y se tragará primero a Mercurio, luego a Venus y luego a la vieja, vieja, vieja Gaia, y no habrá ni pájaros, ni insectos, ni árboles, ni estúpidos seres humanos, ni siquiera suelo que pisar. Nada vive para siempre».

«Sí, pero no tan pronto. No tan pronto. Hay una gran diferencia. No todo se comprende en términos absolutos».

«Pero ahora mismo hay personas por todo el mundo que luchan para conservar y salvar cosas, pequeños seres indefensos. En fin, tú y yo reciclamos, apenas usamos el coche… Yo qué sé».

«No es suficiente».

«Quizá, pero no seas así, Tomás. Tienes una mala actitud. Es como esos niños de la playa… Sí, han echado a las gaviotas, pero eso es lo que hacen los niños humanos. Corren, rompen cosas. Es lo que han hecho siempre. No las han matado, solo las han molestado un poco. Se pondrían a llorar si vieran morir a una…».

«Pero, Ismael, tienen toda la playa. Toda la playa para ellos, ¿entiendes? Los pájaros no tienen ni un rincón, ¡ni uno solo! Veinte kilómetros, o algo así, desde Oliva a Denia, una cinta de arena y dunas de veinte kilómetros. ¡Y toda, cada metro, invadida por los asquerosos, estúpidos, crueles, repulsivos, ridículos seres humanos! ¿Dónde hay algún lugar para que estén tranquilos los pájaros? ¿De quién es la playa? No de esos niños, desde luego». Llegados a este punto, Tomás está de pie, casi gritando y está muy pálido. Yo temo que le vaya a dar otro mareo. Tiene una feroz sonrisa sarcástica. «Toda esta imbecilidad. Todos los ayuntamientos deseando que vengan más y más veraneantes. Porque hay que crecer, crecer y seguir creciendo. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? Todos esos turistas cretinos viajando a todas partes, invadiéndolo todo, hasta el último rincón del planeta, hasta que ya no queda nada lejano, nada invisible. Y ese mensaje, que está por todas partes, de que puedes hacer lo que quieras, de que tu vida es solo tuya, de que no hay límites, de que puedes ser lo que quieras ser… ¡No, no y no! La biología es de hierro, las leyes de la física son de hierro, hay todo un mundo más allá de nosotros mismos que importa mucho más que nosotros… ¡Más quisieras, que tu vida fuese solo tuya, chaval! No lo es. Turistas retardados mentales haciéndose una foto con un guiso de murciélago, de perro, de mono. Colgándola en internet. Todo lo cuelgan en internet. ¿Qué sería de sus experiencias si no las compartieran en internet con desconocidos? ¡Sería como si nunca las hubieran tenido! No saben estar solos, no saben tener experiencias en soledad, por ellos mismos, para ellos mismos, que son las únicas experiencias que cuentan. No tienen interior, son solo un gran estómago que sin cesar se da la vuelta como un calcetín. Comer, comer, comer. Comer imágenes, hamburguesas, mujeres. Los tigres diezmados porque, según la asquerosa medicina tradicional china, comer pene de tigre cura la impotencia. Los pangolines diezmados porque, según la asquerosa medicina tradicional china, comer embriones de pangolín y beber sangre de pangolín cura la impotencia. Los rinocerontes, los caballitos de mar, los osos, las tortugas…. Son como demonios, como seres de pesadilla, abriendo el vientre de las madres para devorar a sus hijos, bebiendo la sangre de seres indefensos solo para follar. Solo para follar. Maldito sea el sexo. Maldita sea la lujuria de los hombres. No del ser humano, de los hombres. Todo tienen que devorarlo, todo tienen que matarlo y torturarlo porque pueden hacerlo. Pero mira lo que pasa. Cada cierto tiempo, todos esos imbéciles aterrorizados porque una nueva plaga amenaza con barrerlos. La encefalopatía espongiforme bovina. El virus H5N1, de las aves de corral. El ébola, porque alguien se comió un puto murciélago. El HIV, porque un pobre idiota se cortó mientras despedazaba un mono para comérselo. La atrocidad absurda de tener miles de cerdos hacinados entre sus propias heces mientras esperamos la siguiente horrible enfermedad. ¡Que venga! ¡Que venga ya! ¡Vamos!».

Tomás se está quedando afónico y va poniéndose un poco incoherente.

Le recuerdo que él come carne. Que podría dejar de hacerlo. (Yo, desde hace ya muchos años, soy lo que ahora se llama, de forma un tanto ridícula, vegano).

«Sí, es verdad, Ismael. Soy igual que ellos. Y tú también, no vayas a creer que eres especial».

Nos llegan los gritos felices de los niños desde la playa.

«Pero, de todas formas, hay algo», empiezo a decir sin saber muy bien por dónde continuar, «que permanece, ¿no? Cuántas veces el ser humano se ha encontrado al cabo de todo… y sin embargo algo perdura. Pasan los siglos, y caen y se levantan ciudades e imperios y toda esa morralla y, en el fondo, todo sigue igual. Es decir, el pobre amor humano, el deseo de ayudarnos y de compartir cosas, la intuición de cosas gigantescas que no podemos ver, la luz y los colores, que nos hacen reír como si fuéramos niños, el deseo de aventuras extraordinarias… A mí me da la risa cuando oigo decir lo diferentes que eran los griegos o los romanos o los aztecas de nosotros… ¡Nosotros! ¿Y quiénes somos nosotros?».

«Pero todo eso son tonterías», dice Tomás. «La temperatura sube. Los seres humanos se ponen enfermos y se mueren. Las águilas pescadoras se posan en el tendido eléctrico y caen muertas. El erizo, que estaba cruzando la carretera de noche, oye algo y se hace una pelota para protegerse, justo antes de que el camión le pase por encima. Los coches y los camiones pasan por las carreteras día y noche, día y noche, matando ciegamente todo lo que se pone en su camino. Y así para siempre».

Reconozco que me cansa y me aburre un poco este lado trágico de mi amigo. Me aburre y me enerva y no quiero oírlo. En este momento, me gustaría darle un abrazo, pero eso no se hace entre nosotros. Tras un largo silencio, para cambiar de tema, como en otras ocasiones, le cuento una historia que he leído. Solo cuando llevo un rato contándola me doy cuenta de que viene al caso.

William Wordsworth

«Hay una cosa muy curiosa en el libro quinto de El preludio de Wordsworth. Es el relato de un sueño. De Quincey decía que es el non plus ultra de lo sublime. Yo no sé si llega a tanto, pero está muy bien. En la versión que se publicó tras su muerte, en 1850, el sueño es del propio Wordsworth, pero en la versión original, la de 1805, el sueño se lo relata un amigo a Wordsworth. Este amigo, o el poeta, está un día leyendo el Quijote en una cala de roca junto al mar y se pone a pensar en la transitoriedad de las obras humanas, en concreto de las grandes obras de la poesía y las matemáticas. Mientras piensa en esto, se queda dormido y tiene un sueño. En el sueño, se encuentra en un desierto de arena, solo, y, de pronto, aparece un árabe en un dromedario. En una mano lleva una piedra y en la otra lleva una concha muy brillante. El árabe le explica que ambos objetos son libros. La piedra, le dice, son los Elementos de Euclides, es decir, los principios de la geometría. Después, refiriéndose a la concha, le dice: "Este libro de aquí es algo de mayor valía". Entonces el soñador se la pone al oído y escucha una voz que entona un terrible canto profético y predice "la destrucción para los Hijos de la Tierra". Es decir, le dice que el mundo se va a terminar y que los seres humanos serán exterminados. El árabe le dice que la voz dice la verdad, y también que esa concha o libro es «un dios, o muchos dioses, y que tiene más voces que el viento, y que es un gozo, un consuelo y una esperanza», y le dice que él se dirige a enterrar ambos libros, quizá para que se salven de la destrucción. El soñador quiere ayudarle y se pone a seguirlo y, de pronto, lo ve como si fuera al mismo tiempo Don Quijote y un árabe del desierto. Semi-Quijote, lo llama Wordsworth, y dice de él que «enloqueció por el amor y el sentimiento y el interior pensamiento». Y Wordsworth dice»: (en realidad hice una pobre paráfrasis, pero aquí cito literalmente), «Si la tierra, por internas agonías, quedase por completo deformada, / o si llegase fuego de lo lejos para marchitar todas / sus placenteras moradas y secar / el Viejo Océano, abrasado y desnudo en su lecho, / aun así la Presencia viviente subsistiría / victoriosa, y sobrevendrían una paz / y encendimientos como de la mañana, seguros presagios, / aunque quizá lentos, del regreso del día».

«¿Y qué quiere decir eso?», pregunta Tomás.

«Que hay un fuego en el hombre, un fuego que no le pertenece y que ha tomado de un lugar fuera de él, un fuego que no se extinguirá. Un fuego en el que está todo. Y que quizás de ese fuego volverán a brotar de nuevo todas las cosas. Los pájaros y los árboles y los mares. Y nosotros. No sé… Son imágenes de profecía, tan futuras que no podemos entenderlas. Quizás un día se explicarán».

«O no».

«Pero ¿para qué amargarse? Uno hace todo lo que está en su mano y trata de vivir una vida feliz, y espera que la infinidad de factores desconocidos se conjugue para arreglarlo todo al final, o para arreglar algo».

«Pero ¿tú de verdad crees que eso es posible?».

«Yo no creo nada», le digo, «yo no creo en nada. Yo vivo cada instante como si fuera el último».

Y entonces Tomás me dio un puñetazo a cámara muy lenta, y yo seguí la pantomima, volviendo la cara muy despacio como si me hubiera encajado un gancho.

¿Y qué hicimos después? Subimos río arriba y dejamos que las perras se metieran un poco en el agua, porque hacía calor. 

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