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Los meandros de la historia: España, del 98 hasta hoy

España, siglo XX. Las capas de su historia (1898-2020)

Jesús A. Martínez Martín

Cátedra, Madrid, 2022. 399 p.

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            Como es de sobra conocido, el tono vocinglero y los ademanes chulescos de las controversias mediáticas se han extendido por todos lados hasta contaminar con sus malas prácticas sectores que, en principio, uno creía a resguardo de esas influencias. Tal sucede con una parte importante de la producción bibliográfica y, en particular, para ir directamente al grano, con la divulgación histórica, que cada vez con más frecuencia aparece trufada de puro oportunismo, trazos gruesos y hasta intereses espurios. Ante esta coyuntura marcada por la parcialidad y la demagogia, considero que el deber del crítico, en la medida de sus fuerzas (que, sinceramente, no creo que sean muchas), no puede ser otro que destacar aquellas propuestas interpretativas e intelectuales de signo radicalmente opuesto, esto es, iniciativas que se sitúan a contrapelo de la polarización, la defensa a ultranza de identidades, los intereses de determinados colectivos o la confrontación partidista. Propuestas basadas en la moderación, el respeto, la flexibilidad, la búsqueda de puntos en común o, si me apuran y no se me malinterpreta, el uso de una racionalidad elemental, asentada en el sentido común.

En efecto, como en la famosa cita de Bertolt Brecht, en estos tiempos también es preciso defender lo obvio. Porque son tiempos en que el pasado se convierte las más de las veces en arma arrojadiza de la discordia política, tiempos propicios para la historia militante. O, más aún, tiempos en que la propia historia queda desplazada por una memoria histórica siempre más manipulable. El historiador Jesús A. Martínez, autor de varias obras sobre la trayectoria española contemporánea y especialista en la historia cultural de la edición y la lectura, ha escrito un volumen que se titula escuetamente España, siglo XX, aunque en el interior (no en la portada) lleve el modesto subtítulo, tampoco muy esclarecedor, de Las capas de su historia (1898-2020). Es una obra que destaca porque no levanta bandera alguna, no está escrita contra nadie ni con el propósito de combatir fantasmas, sino solo para explicar la historia de nuestro siglo XX a un público lo más amplio posible, partiendo de los consensos básicos entre los historiadores, orillando las polémicas que solo enardecen a los militantes y sirviéndose de un lenguaje preciso y una estructura diáfana.

            No diré, porque faltaría a la verdad y a la más pura evidencia, que se trata de una iniciativa insólita. Inusual sí, desafortunadamente, pero no insólita. Se me ocurre por ejemplo citar, sin ir más lejos, el proyecto editorial de Historia mínima de la editorial Turner, que ha dado muchos ejemplares no solo oportunos sino incluso brillantes, como la Historia mínima de España, de Juan Pablo Fusi, la Historia mínima de la Guerra Civil, de Enrique Moradiellos, la Historia mínima del País Vasco, de Jon Juaristi o la Historia mínima de Cataluña de Jordi Canal. En todos estos casos los autores se han visto requeridos al tour de force de decir lo más posible en el menor espacio (un número muy reducido de páginas), teniendo que ser al mismo tiempo precisos y didácticos. Un reto, como saben todos los que se han enfrentado a él, que resulta más complicado que escribir una monografía convencional. Aun así, este tipo de divulgación sigue siendo contemplada en España con una cierta condescendencia por buena parte del ámbito académico y la comunidad universitaria, que no termina de valorar adecuadamente el papel de la divulgación histórica en nuestra sociedad y deja con ello la puerta abierta a que sean meros aficionados los que cubran esa demanda editorial.

Jesús Martínez asume aquí el desafío antedicho, ni más ni menos que escribir la historia española de un siglo XX no amplio, sino amplísimo (122 años, del 98 a 2020) en casi cuatrocientas páginas, sin citas, sin notas a pie de página ni finales, con una escueta relación bibliográfica y un modesto surtido de ilustraciones. Y, lo que es más relevante, con voluntad de rigor analítico desgajada explícitamente de las tentaciones usuales hoy en día: los historiadores, sostiene en la presentación, «no somos jueces del pasado ni oráculos del futuro». Escribir historia, por ello, no consiste en suplantar personajes y acontecimientos pretéritos «con categorías del presente», para construir discursos «con juicios morales sobre si lo hicieron bien o mal». Tampoco consiste, o no debe consistir, en reconstruir un pasado ad hoc mediante «fabulaciones o virtualizaciones», mediando en el curso de los acontecimientos desde la perspectiva actual «a modo de crítica retrospectiva». Todo ello no empece la determinación de construir un ambicioso «ensayo interpretativo» que, en este caso, adopta «como columna vertebral la cuestión nacional».

            Ciertamente, la configuración de los capítulos y, más aún, el título de los mismos, delatan la voluntad del autor sobre el particular, pues resulta evidente que la cuestión nacional pivota o, mejor aún, se manifiesta de modo diáfano a lo largo de un recorrido que se estructura en diez epígrafes, correspondientes a otros tantos lapsos de la historia española de esas doce décadas. Se empieza con el 98 y con la pregunta clásica, «¿qué es España?», que resurgirá o se retomará en las páginas postreras. El resto de los capítulos juegan en su formulación con la idea nacional en sus diversas variantes y mediante esa conjugación se otorga un sentido determinado a las diversas etapas: así, regenerar aparece como una forma de «renacionalizar» el país; la dictadura de Primo viene a constituir la alternativa de la «nación militarizada y corporativa»; la fase republicana supone el reto de construir una «nación cívica y laica»; la Guerra Civil implica la lucha abierta de «nación contra nación»; la larga dictadura franquista representa la opción «nacionalcatólica»; a la muerte del dictador, la nación se sume en «incertidumbres», hasta que la Transición alumbra un «pacto nacional»; con la democracia y la monarquía restaurada, deviene la «nación democrática y autonómica», mientras que el último período considerado (y también último capítulo), ya en el siglo XXI, nos remite a la nación «en un contexto global».

            Soy consciente de que la descripción que acabo de hacer aboca a una imagen global de la obra como un ensayo de teoría política. Es por ello que me apresuro a deshacer el equívoco. Es innegable que, en consonancia con los planteamientos convencionales, el tono de la obra es predominantemente político y, en consecuencia, la historia política ocupa un papel descollante en el recorrido. Pero, lejos de quedarse en la epidermis de las luchas partidistas, los avatares de los sucesivos gobiernos o los cambios en la forma de Estado, Martínez indaga en cada etapa histórica en el país profundo, es decir, en la transformación de la sociedad, el progreso económico, los cambios urbanísticos, las creaciones culturales, el papel de los intelectuales, la evolución de las costumbres y las mentalidades y hasta las formas de diversión y ocio, en un intento de historia total, dentro de los límites que impone una obra de las características antedichas. De este modo, puede decirse que el comentado entramado político sirve de percha o sustento para ubicar luego otras consideraciones que terminan por trazar un esclarecedor cuadro de conjunto de la sociedad española en cada una de las etapas consideradas. Se percibe a este respecto una voluntad manifiesta de dar un sentido casi unívoco a las distintas fases: así, por ejemplo, el pesimismo y el desconcierto son los rasgos predominantes tras el 98, como la cautela y la esperanza marcan el impulso regeneracionista, o la búsqueda de una solución a los males de España en la tradición y el autoritarismo constituyen la impronta de la dictadura primorriverista.

            Lo que distingue el acercamiento del autor a nuestra historia reciente es su resuelta determinación de no cargar las tintas en ningún sentido. Martínez no rehúye los temas conflictivos ni desconoce las polémicas historiográficas, pero las aborda con un cierta frialdad analítica que en esta coyuntura viene a representar la forma más directa de acogerse a la ponderación o huir de maximalismos, es decir, mantenerse sobre la base firme del consenso o convergencia entre los historiadores. Desde el punto de vista formal, un lector atento descubrirá en este aspecto un uso muy eficaz de las cursivas, un recurso que le sirve al autor para dar fe de algo -o dejar constancia- pero al tiempo distanciarse de algunas interpretaciones controvertidas. Con todo, en una andadura de tan largo aliento, abordando tal cantidad de asuntos, es inevitable que surjan discrepancias o simples diferencias de matiz en el modo de entender o presentar determinados acontecimientos. Algunos de estos disentimientos vienen dados en mi opinión por la concepción global que tiene el autor del siglo XX español y que trata de plasmar en estas páginas: un siglo que comienza muy mal (entendemos que ese comienzo es el Desastre del 98) y que termina sorprendentemente bien (entendiendo 1992 como paradigma de la consecución de seculares aspiraciones españolas). De este modo, por ejemplo, la España de 1900 queda retratada por encima de todo por sus aspectos particularmente perniciosos: atraso, miseria, caciquismo, influencia clerical, analfabetismo, desigualdades sangrantes, militarismo, etc. Sin necesidad de discutir o desmentir ninguno de los atributos relacionados, lo cierto es que desde hace tiempo no son pocos los historiadores que relativizan dichos rasgos, los sitúan en el contexto de la época, no encuentran grandes diferencias con la situación de otras naciones europeas y, en fin, no hacen un balance tan negativo de la centuria decimonónica española.

            Ya se pueden imaginar, sin embargo, que los mayores desacuerdos con los planteamientos que hace Jesús Martínez en estas páginas se condensen en el período republicano, el gran trance que polariza la controversia entre los historiadores y que concita la formación de interpretaciones irreductibles. Hay que insistir, pese a todo, que, en consonancia con el conjunto de la obra, el autor se mantiene en este capítulo en un tono sereno y comedido, haciendo una franca valoración positiva del reformismo republicano –el momento de «la nación cívica y laica», recordemos-, pero sin hurtar sus errores e insuficiencias. Las discrepancias partirán desde el punto en que Martínez no detecta o, al menos, no enfatiza, el carácter intolerante y algunos dirán hasta agresivo y sectario de las fuerzas progresistas (las que instauran y configuran el régimen), que se plasma incluso –como es sabido- en algunos aspectos del texto constitucional. No menos suspicacias levantará en algunos sectores la consideración de la revuelta revolucionaria de Octubre del 34 como grave incidente republicano, pero en absoluto antecedente de la Guerra Civil. Pero los dos aspectos más polémicos pueden ser la negación de un ambiente generalizado de violencia en la primavera del 36  -«la vida cotidiana de las gentes tenía más de normalidad que de conflicto» (p. 166)- y la inculpación en exclusiva a las fuerzas armadas del levantamiento del 17 de julio -«el Ejército quería recuperar el poder», llega a escribir (p. 169)-. Desde el punto de vista del autor, en lo que verdaderamente fracasó la República fue en su incapacidad para integrar a las masas en la política democrática.

            Al tratar la guerra civil, se realiza un retrato político de Franco que también puede levantar sarpullidos, en este caso en otros sectores ideológicos, por cuanto el autor se distancia, sin mencionarlas, de las interpretaciones usuales en la historiografía progresista militante acerca de la prolongación innecesaria, poco menos que gratuita, de las operaciones bélicas por parte del Caudillo para conseguir una limpieza de la población desafecta cercana al genocidio. También discrepa Martínez del bosquejo de una España cainita, ferozmente militante, partida en dos mitades ideológicas, ansiosa cada una por exterminar a la otra. La sociedad española, sostiene, fue la víctima de dos minorías extremistas fanatizadas. Luego, con el triunfo de uno de los polos, le tocó adaptarse para sobrevivir: ¡a la fuerza ahorcan! El franquismo constituyó el gran agujero negro de nuestro siglo XX, el fracaso cantado de una concepción nacional basada en la uniformidad, la intolerancia y hasta la liquidación física del compatriota. Su lectura negativa del período franquista –la gran anomalía española del siglo XX- le conduce a algunas apreciaciones excesivamente rotundas, sobre todo en los aspectos comparativos: así, sostiene por ejemplo que la dictadura del Generalísimo «no fue homologable a ninguna de las experiencias políticas en la Europa del siglo XX». No es una apreciación aislada porque el planteamiento se repite de modo insistente, como si en el resto de Europa no hubieran existido episodios y fases similares, guerras civiles y otras dictaduras no menos asfixiantes: «Mientras que las naciones europeas habían soldado sus señas de identidad de manera excluyente respecto a sus enemigos exteriores, en España, de forma inédita, se había impuesto una idea de nación basada en la eliminación de otros españoles» (pp. 203-204).

            Expongo lo anterior no tanto porque yo mismo mantenga las mencionadas reservas con lo que se argumenta en estas páginas o sustente tales divergencias –que, en todo caso, tendrían que hallar mejor hueco y más espacio para ser expuestas- cuanto porque creo que debo advertir al lector interesado del juicio resueltamente favorable que dispensa el autor a todas las iniciativas reformistas, democráticas y transformadoras de la sociedad española a lo largo de la centuria que tratamos. De hecho, si hay un leit-motiv en este ensayo, un hilo de Ariadna que se mantiene incólume a lo largo del periplo, es la defensa de todos los proyectos innovadores que, en cada momento histórico, hayan supuesto avanzar por la senda de la modernidad como nación. Esta nacionalización con un sentido determinado –modernización, democratización, europeísmo-, que no es propiamente nacionalismo ni nacionalización esencialista, ha sido el gran objetivo que han perseguido las elites españolas a lo largo del siglo XX.

            Pero habría que decir también –y el autor no lo oculta- que, en el fondo, incluso aquellos movimientos que no han tenido la vitola de progresistas, han compartido en cierto modo o a su manera esa voluntad de reflotar la nación, superando el estigma de la decadencia y la postración. Hasta las alternativas autoritarias y tradicionalistas se acogieron a una suerte de cirugía reparadora –el cirujano de hierro costista-, sobre un fondo de regeneracionismo implícito o impostado. Muchos fueron, en cualquier caso, los modelos y, lo que es más deplorable, no menos numerosos fueron también los sonoros fracasos. La interpretación que aquí hace Jesús Martínez asemeja a este siglo XX español al curso de un río lleno de meandros: continuas convulsiones, intervencionismo militar, impulsos reformistas, devastadora guerra civil, dictadura implacable de casi cuatro décadas, nuevas esperanzas… Pero, sobre todo, descuella el contraste extraordinario entre un inicio lastimero, ese país «sin pulso» en la sima de una supuesta postración secular, y esa nación que, después de tantos estertores, se encuentra a sí misma en el desarrollo económico, las reformas sociales y la democracia, y que se integra en una Europa libre y próspera en igualdad de condiciones con los países más avanzados del mundo.

            El milagro español para la consecución de tales objetivos tiene un nombre que resuena en nuestros oídos con acordes mágicos: Transición, simplemente. Siendo un período muy corto, de tres o cuatro años, el autor ha optado de modo un tanto desconcertante por dividirlo en dos capítulos, supongo que para contrastar una primera fase de incertidumbre con una posterior de consenso, el pacto que se encarna luego en la Constitución del 78. Lejos de mitificar el proceso, Martínez subraya a cada paso lo que la Transición tuvo de improvisada, de obra sobre la marcha, en la que por encima de todo hubo hacer de la necesidad virtud o, dicho más concretamente, de la impotencia de unos y otros, un «equilibrio de incapacidades», o sea, una colaboración que a la postre se convirtió en integradora y beneficiosa para todos. De esta manera, pese a los múltiples obstáculos que se hallaron en el camino, en particular el terrorismo etarra, aunque también la violencia ultra, se desembocó en una fórmula que daba satisfacción a las aspiraciones de una sociedad que, aun bajo el franquismo, se había transformado radicalmente. Señala el autor que es muy fácil, desde la comodidad de las libertades recuperadas, acusar retrospectivamente a aquel complicado proceso de males que no le corresponden. La calificación peyorativa de «régimen del 78», afirma, equivale a «sacarla de su tiempo histórico» y supone «una visión distorsionada del pasado en función de intereses del presente».

            No quiero poner punto final a este comentario sin mencionar un aspecto que me parece colateral, pero no por ello menos interesante. Martínez, como he subrayado, parte de un comienzo de siglo sombrío y luctuoso para llegar, en un curso plagado de meandros, a un final alegre y luminoso, simbolizado en ese 92, en el que el país «se pone de largo». La sociedad española experimenta durante esa centuria un cambio «vertiginoso», palpable en la demografía, la esperanza de vida, la sanidad, la educación, el papel de la mujer, la moral, la familia, el consumo, el urbanismo, la cultura, el ocio, las libertades y casi cualquier otro aspecto que se considere. Si usamos el símil deportivo, pasamos de país acomplejado y perdedor a jugar en la primera división y hasta ganar varios campeonatos. Por decirlo en los términos habituales en la historiografía, ante este paisaje carece de sentido hablar de anomalía española, ni de aquellos tópicos sobre la ingobernabilidad del país o su carácter arriscado. De acuerdo en que la trayectoria ha sido tortuosa, quizá algo más que en otros sitios pero nadie en su sano juicio discute el principio de que España es hoy, con sus peculiaridades, un país avanzado y democrático, en sintonía con otras naciones de su entorno. No puedo evitar la impresión –no sé si subjetiva- de que si Jesús Martínez hubiera puesto punto final a esta visión de conjunto de la trayectoria española un par de décadas atrás o quizá apenas tres lustros, nada más tendría que añadir. Sin embargo…

            Resulta curioso observar cómo las páginas finales del ensayo –las quince últimas, para ser precisos- suponen el desmoronamiento de esa imagen positiva del país que se iba dibujando desde el fin de la dictadura. Obsérvese el tono: la profunda crisis económica de 2008 afecta a España «con mayor fuerza y prolongación» que a otros países del entorno; se hacen más visibles «los costes sociales de la modernización»; la brecha entre las rentas altas y bajas «fue creciendo, desvelándose la cara más negativa de la crisis»; los «desajustes sociales» fueron acompañados de «desequilibrios entre las Comunidades Autónomas»; buena parte de la España interior se ha despoblado, configurando una «España vaciada» en condiciones cada vez más precarias. Estamos hablando de «algo más que una crisis económica (…), una crisis de confianza» que se ha visto potenciada por una «reducción de los gastos sociales», con flagrantes desigualdades a todos los niveles. Tal estado de cosas ha venido acompañado de una corrupción galopante que ha redundado en el «descrédito de la política», una «desconfianza» generalizada de la ciudadanía en sus representantes. Los partidos, por su parte, se desconectaban «del tejido social» como simples «maquinarias electorales» que se financiaban «en los límites borrosos de la legalidad». El descrédito de todo lo público se extiende como imparable marea y afecta a la propia Corona, hasta entonces uno de los pilares más sólidos del diseño institucional. La contestación en la calle dibuja unas alternativas y nuevos movimientos políticos que finalmente fracasan en su confrontación con los partidos tradicionales. Las tendencias centrífugas se desatan y ponen a prueba la solidez del sistema, que a duras penas resiste, apuntalado por una justicia que también aparece carcomida. Como reacción, se despierta un «nacionalismo esencialista como el españolista», que creíamos superado para siempre.            

Aunque en términos de análisis político de la actualidad no me sería difícil suscribir las pinceladas que acabo de exponer, no puedo por menos que dejar constancia en este contexto de la reveladora antítesis entre este último dictamen y la anterior imagen de una nación exitosa en todos los frentes que había logrado hacer realidad todas sus expectativas. Me pregunto, por tanto, si esa contraposición tan acentuada proviene de la mirada del observador, Jesús Martín o cualquiera de nosotros, que tiende a contemplar con cierta benevolencia el tiempo pasado –haya sido o no vivido- en tanto que afila sus dardos para enjuiciar el presente. La cuestión, en otras palabras, es si dentro de algún tiempo juzgaremos estas dos décadas que llevamos del siglo XXI como una quiebra en la trayectoria exultante de la nación desde 1975 o, por el contrario, aplicaremos una actitud más complaciente y detectaremos una continuidad pese a algunos contratiempos puntuales. Este libro termina, contra lo que hubiera sido esperable, con una invocación al lamento regeneracionista, otra vez la consabida interrogación («¿Qué es España?»): cierto que en coordenadas muy distintas, «pero su formulación sigue siendo pertinente y acoplable» al presente. Un presente marcado por el «empobrecimiento de amplias capas de la población», la «vulnerabilidad» de una sociedad que se creía inmune (la pandemia), las «carencias de la sanidad pública», las «reducciones presupuestarias», la «desprotección» de amplios colectivos, la «cohesión nacional» en entredicho y el «descrédito de la política», sin que la relación haya sido exhaustiva. Un panorama, en fin, «de incertidumbres y de temores que multiplican las preguntas», pero para las que aquí y ahora nos tenemos respuesta satisfactoria.

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Madrid, Ausrufung der Zweiten Spanischen Republik

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