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Los destinos narrativos (y III)

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Ha venido sosteniéndose hasta ahora que el destino es un producto de la narración, al ser ésta la que ordena retrospectivamente los azares de nuestra existencia y les da forma de cuentas engarzadas sucesivamente en el collar –deslumbrante o herrumbroso– de la biografía resultante. Se deja ver así que azar y destino serían dos caras de la misma moneda vital. Sin embargo, experimentamos los hechos como azar en el momento en que acontecen y como destino cuando los repensamos posteriormente. Ambos relatos nos parecen creíbles: la increíble casualidad tanto como la fatalidad innegociable. Pero no siempre lo son, en especial cuando estamos componiendo relatos ficticios dirigidos al público. En especial, el azar debe ser cuidadosamente administrado. Alrededor de esta idea quería hacer girar esta conclusión.

Va de suyo que la naturaleza misma del azar parecería anular toda posibilidad de que sea dosificado. La lógica del azar es la ausencia de lógica; la ausencia, sobre todo, de necesidad. De ahí que parezca contraponerse al destino, donde los sucesos no acaecen, sino que sobrevienen. Por eso al destino puede rastreárselo retrospectivamente: miramos hacia atrás y descubrimos –¡inventamos!– los indicios que lo anunciaban. En esos juegos vamos entreteniéndonos mientras avanza la vida. Ahora bien, cuando representamos el azar, ya sea en narraciones de uso privado u orientadas al público, hemos de hacerlo verosímil; lo que significa que es preciso administrarlo.

Es imposible exagerar la importancia del azar en las formas narrativas. No ya en aquellas que lo sitúan en su mismo núcleo argumental y temático (un Auster, un Kie?lowski); tampoco, solamente, en la comedia de situaciones o el melodrama, donde constituye un recurso dramático característico. En realidad, el azar está siempre presente: la melodía narrativa que toma al azar como motivo no es más que un trasunto de la música del mundo. Pero, al contrario de lo que ocurre en la vida, donde el azar sencillamente acontece venido de la nada, ese mismo suceso azaroso es impuesto en la obra artística por el creador desde fuera y con anterioridad. Por lo general, además, no hablamos de un único momento de azar, sino de un conjunto de ellos, cuya concatenación determina la progresión dramática del relato. Por eso, el azar debe ser administrado narrativamente: porque tiene la obligación de ser plausible.

Pero, ¿no es ésa una obligación de la que precisamente el azar está exonerado? ¿No es siempre plausible, por el mismo hecho de ser azar?

Sucede que no rigen las mismas reglas en la vida que en sus representaciones. Pensemos en cómo experimentamos personalmente el azar. No se pregunta por la verosimilitud de su experiencia aquel que años después reencuentra, en las calles de una ciudad extranjera, a la amante secretamente añorada; si ha ocurrido, es creíble. ¡Aunque sea increíble! Para que una casualidad adquiera significado, hay que ponerla en relación con un cuerpo más amplio de casualidades que la anteceden o siguen: un curso entero de acontecimientos de los que es origen, parte o culminación. Es decir, que el azar multiplica su significado mediante una asociación que nosotros creamos, encadenando causalmente sucesos aislados entre sí. Algo sucede para que otra cosa llegue a suceder; la casualidad se transforma en causa. Y ese resultado último proporciona un sentido unitario a una serie de azares independientes entre sí. Recordemos el comienzo de Magnolia, la película de Paul Thomas Anderson, donde un narrador vincula distintos sucesos aparentemente inconexos y repite, refiriéndose a su coincidencia temporal: «No, no es azar». Dicho de otro modo: lo parece, pero podemos encontrar un sentido, transformar la gratuidad en necesidad. Nuestra mirada es, así, creadora de sentido.

Sin embargo, detengámonos en el azar mientras transcurre, antes de su reconversión narrativa en sentido y –por tanto– en destino. Las distintas casualidades tienen lugar con independencia de las demás; no sabemos que van a producirse, ni podemos prever sus consecuencias; nada podemos hacer al respecto. Pero cuando el azar es objeto de representación artística, hay que andar con cuidado. Ya que, en el curso de esa narración, los distintos acontecimientos van sucediéndose de modo aparentemente espontáneo, tienen lugar ante el espectador o lector como si estuvieran arrancados de una realidad autónoma, que, sin embargo, no es nunca ni puede ser la realidad: sólo es un truco.

Pues bien, si esos azares no guardan al menos apariencia de autonomía, de libertad en su acontecer, si se aprecia con demasiada claridad el encadenamiento causal urdido antes por el narrador en su totalidad, el azar aparece forzado e inverosímil, de forma que cada casualidad de la cadena se convierte en una burda función narrativa al servicio de una conclusión preestablecida. En estos casos, es el resultado final el que crea sus antecedentes, y no éstos los que, por medio de su concatenación, producen aquél. El azar es, entonces, poco azaroso: las costuras narrativas se dejan ver de manera obscena. Y protestamos ante esas malas narraciones, porque sentimos que nos toman por tontos; es decir, por crédulos.

Esto se manifiesta especialmente, por sus características intrínsecas, en la narración cinematográfica. Pese a que el cine es tiempo capturado, es preciso que ese tiempo resucite ante nuestra mirada como si sólo estuviera produciéndose en ese momento. Y la puesta en escena es decisiva para lograr ese efecto. Al final de la escapada, que es en su disposición de los hechos un relato de destino, se transmuta, por la forma que tiene Godard de presentar esos hechos, en relato de azar: todo en ella parece suceder por primera vez ante nuestros ojos, de modo autónomo y desligado de toda cadena de sucesos dados, espontáneamente. En consecuencia, la cuidadosa administración del azar termina siendo el único medio que nos permite representarlo.

En este sentido, es interesante anotar que el empleo del azar y del destino en la comedia y el melodrama responde al distinto pathos de cada género. El azar es sólo una apariencia en el melodrama y, en general, en todo relato de destino, por cuanto los personajes no pueden en última instancia sustraerse a un curso preestablecido de acontecimientos. La mecánica es por completo diferente en la comedia, puro relato de azar asociado a la gratuidad de unos sucesos que acontecen caprichosamente, como en un juego de equívocos, ramificándose en distintas direcciones y permaneciendo en constante movimiento: hechos y personajes danzan al son de una música cuyo siguiente movimiento no puede anticiparse.

En el relato de azar, sólo retrospectivamente podemos leer como destino el caudal de sucesos y acciones que desembocan en un final; en el relato de destino, esos sucesos y esas acciones son ya en esencia constitutivos de un sino que se impone a los personajes: el final está escrito, no es el producto de muchos azares, sino la negación de éstos. Cuando el perro se cruza en el camino del operario que transporta las maletas y provoca la pérdida del botín, tan trabajosamente obtenido por el ladrón interpretado por Sterling Hayden en Atraco perfecto, ¿es azar? No: es destino. El cine negro es, de hecho, terreno abonado para el relato de destino.

Merece la pena apuntar hacia un mecanismo narrativo utilizado con profusión, precisamente, en el noir, pero en modo alguno circunscrito a él, mecanismo que sirve ejemplarmente a la transformación del azar en destino: el flashback. Si bien se mira, se trata del «tiempo» en que están escritas casi todas las novelas, pues raras son las escritas en tiempo presente, que es, siempre y en cambio, el «tiempo» del cine. Cuando la narración se efectúa desde su final, la presentación de los sucesos lleva inscrita la marca del destino, porque el conocimiento del desenlace permite al narrador otorgar, a cada una de las acciones que lo preceden, la categoría de función: un elemento que sólo cobra sentido a la luz del conjunto. No se presenta el hecho en sí, sino el hecho en función del significado que se le atribuye. De ahí que la relación de lo narrado con la «verdad» carezca por completo de importancia en este caso, habida cuenta de que el relato mismo arranca de la interpretación que ofrece un personaje sobre lo sucedido. El narrador selecciona así unos hechos y descarta otros, enfatiza determinados episodios o los deforma, todo ello para mejor ajustarlos a su propósito explicativo.

Más aún, esta deformación narrativa se corresponde con la naturaleza misma del recuerdo: la memoria no hace sino entregar en cada momento lo que el yo actual le reclama. Desde este punto de vista, una narración en primera persona, o desarrollada con rigor desde el punto de vista de un personaje, no es nunca ni puede ser literal. ¡Narrador, traidor! Algo que se deja ver también en nuestros intercambios cotidianos, cuando se nos refiere algo que dijimos una vez y no nos reconocemos en ello, declarándolo imposible. Quien rememora, miente: aun sin quererlo.

Ahora bien, como ya se sugirió en las entregas anteriores, la relación entre azar y destino es tan ambigua, que señalarlos como simples antónimos parece demasiado simplista. Principalmente, porque ambos comparten una característica fundamental: escapan a la voluntad humana, suprimen el papel de la libertad. En un caso, violentándola con azares que caen sobre nosotros como meteoritos; en otro, inscribiendo nuestros actos en un patrón más amplio e indisponible, que nos convierte en marionetas. Por eso, la verdadera oposición es otra: la que se establece entre destino y carácter.

Así, el carácter se opone al destino en la medida en que es capaz de afirmarse en sí mismo y por sí mismo; crea su propia circunstancia y se desarrolla al margen de toda imposición externa. No hay una senda trazada por manos ajenas, a la que seguimos invisiblemente: somos nosotros los que la trazamos. El carácter no entiende, pues, de azar o de destino, porque vendría a abolirlos. Y es llamativo que, en ocasiones, lo que creíamos destino se nos revela como carácter. ¡Éramos nosotros los que manejábamos los hilos! Eso cuenta Sartre en Las palabras, su espléndida autobiografía de infancia: «miraba a mi Destino de frente y lo reconocía: no era más que mi libertad, erguida ante mí por medio de mí mismo como un poder extraño»Jean-Paul Sartre, Las palabras, trad. de Manuel Lamana, Madrid, Alianza, 1995, pp. 115-116.. Podemos así definir el carácter –en este contexto– como la irradiación silenciosa de nuestro particular modo de ser sobre nuestra existencia.

Acaso sean el género de aventuras y el western cinematográfico los más ilustrativos del desenvolverse del héroe de carácter. En un sentido más sutil, también el cine negro lo alberga en la figura del detective, que se niega a aceptar tanto el azar como el destino que podrían explicar el caso que le ocupa, y se apresta a desentrañarlo, a arrojar luz allí donde se había decretado oscuridad. De acuerdo con esta figura, en el relato de destino es el héroe, mediante sus acciones, quien mueve la trama y la dirige en su desarrollo; su heroicidad reside precisamente en su rebeldía, en su decir no a toda determinación externa de su existencia. También en la vida, después de todo, hay quienes toman el mando y quienes rehúsan hacerlo.

Sin embargo, tampoco el carácter puede distinguirse por completo del destino. La fórmula es bien conocida: carácter es destino. A primera vista, su significado es banal, pues sólo nos informa de que el propio modo de ser es determinante de todo lo que llega a sucedernos; la determinación no es así externa, producto del azar o de un destino forjado por los dioses, sino interna, al venir dada por la propia modulación del ser. En un segundo nivel de significado, sin embargo, la identificación de carácter y destino es más oscura y se aproxima a la condición trágica. Porque la presunta capacidad del héroe para crear su propia circunstancia termina siendo incapacidad para sobreponerse a un destino inscrito en el propio carácter, que, en consecuencia, es también negación de libertad. ¡Todo es destino! Aquello de La Fontaine, a menudo atribuido a Carl Jung: «Nos encontramos con nuestro destino en el rodeo que damos para evitarlo».

Esta paradójica condición fatídica del carácter está perfectamente ilustrada en la figura del perdedor, aquel que nunca llegará a nada por ser incapaz de poner término a sus empresas. En el cine negro, esta fórmula se enriquece y adensa cuando se muestra la influencia social sobre el sujeto, el estigma que la procedencia del personaje impone sobre él: el exconvicto protagonizado por Bogart en El último refugio está marcado en todas sus acciones por esa condición, que termina llevándolo a la muerte. Y el Alfredo García de Sam Peckinpah coquetea constantemente con su propia fatalidad, como si buscase confirmar aquello que los demás dicen de él: que es, en significativa formulación, un born loser.

Ahora bien, si también el carácter puede reinterpretarse como destino (esto es, un destino personalizado a la medida de cada uno), parece que sólo el puro relato de azar nos ofrece una escapatoria frente a la sobredeterminación exógena de nuestras acciones. Es un azar ante el que nos defendemos, oponiendo a él nuestra cuota de libertad, igual que Buster Keaton iba haciendo frente a los obstáculos sucesivos que se le echaban encima como maquinista de La General. No es mala metáfora para la vida, después de todo: un viaje en tren a ninguna parte, cada vez más rápido y siempre hacia delante, enfrentado constantemente a golpes de azar cuyo origen está, a menudo, escondido en nuestras propias acciones.
 

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