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S-21

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La foto, en blanco y negro, es una instantánea trivial, de ésas que se hacen por millones para guardar memoria de acontecimientos que sólo interesan a un reducido círculo de íntimos. En ésta, un hombre de edad madura muestra a la cámara un bebé de unos seis meses que semeja tenerse de pie porque el hombre lo sostiene. El pliegue mongol en los ojos de ambos recuerda que son asiáticos. El bebé está lustroso y bien vestido, y el hombre parece demasiado mayor para ser su padre; tal vez sea un abuelo orgulloso de su prole o un pariente solícito. La foto no tiene fecha, pero el polo que viste el hombre anuncia que no es demasiado antigua.

La otra foto, también en blanco y negro, tiene la pátina sepia de las que fueron tomadas hace más años. Aquí un grupo de doce muchachas vestidas con faldas pantalón y blusas blancas se mece sobre el barandal de un puente de madera, distribuidas simétricamente a los lados de un hombre que viste unos Lederhosen largos. Ellas muestran a la cámara una escudilla vacía, como pidiendo más de algo, y parecen estar disfrutando, muy seriecitas, de su día de campo. Las melenas largas, con amplios rizos y tupés de copete alto como los de las hermanas Andrews o el de Betty Grable en su famosa foto de pin-up, las sitúan en los años cuarenta.

Ninguna de las dos escenas llamaría la atención si las encontráramos entre los álbumes olvidados en un desván ajeno. Pero el hombre de los pantalones de cuero es Karl-Friedrich Höcker, el comandante adjunto de Auschwitz I, y sus modosas acompañantes formaban parte de un grupo de SS-Helferinnen, las guardianas que asistían a sus colegas masculinos en las tareas concentracionarias. Al hombre de la primera foto, la familia de la niña lo conocía como el tío abuelo, pero su nombre en el siglo era Nuon Chea, el Hermano Número Dos de los jemeres rojos, y uno de los más brutales asesinos de aquella camada, si es que entre ellos cabe establecer rangos de vileza. A la niña la llamaban Sitha, como a la esposa del héroe del Reamker, la adaptación jemer del Ramayana, y era hija de Pol Pot, el siniestro caudillo de los comunistas camboyanos.

Una tercera foto me viene a la memoria. Es una más entre miles y, como todas ellas, sí tiene nombre y fecha. Corresponde a Thanh Thi Hien y me llamó la atención por la serena belleza de la cara de esa mujer, con una expresión aún no desencajada por el terror que se adivina en otras muchas que le acompañan. La foto se tomó de forma rutinaria el 25 de septiembre de 1978, el día en que ingresó en la prisión de seguridad n. 21 (S-21), hoy Museo del Genocidio de Tuol Sleng (Colina de los Árboles Ponzoñosos) en Phnom Penh, y formaba parte de su expediente de enemiga de clase, o espía, o lo que se hubiese terciado para acusarla. Nada más sé de ella. Imagino que un nombre vietnamita como el suyo era suficiente cargo en su contra, porque en 1978 el régimen mérou estaba en pleno delirio paranoico contra los comunistas de Vietnam y les acusaba de ser el nuevo rostro del imperialismo. Lo que sí doy por seguro es que no vivió para contarlo. De las veinte mil personas que se estima pasaron por S-21, sólo siete quedaban con vida cuando las tropas de Vietnam entraron en Phnom Penh en enero de 1979.

Cuando Angkar (la organización, que le decían los méroux, es decir, el partido comunista; a no confundir con el nombre casi idéntico de la sede del antiguo imperio jemer) detenía a alguno de los miles de sospechosos, lo enviaba a una checa. S-21 es la más conocida. Tras su paso por los torturadores (conocidos como la unidad caliente; había otras dos: la fría o política, encargada del papeleo burocrático; y la de trituración, especialmente dedicada a los dirigentes comunistas caídos en desgracia), los acusados, sin excepción, se declaraban culpables y Angkar podía sentirse orgullosa de su sagaz vigilancia revolucionaria. Confesos y convictos, los reos eran relajados al brazo secular y llevados a otros lugares como Choeung Ek (uno de los killing fields, diecisiete kilómetros al sur de Phnom Penh), donde se consumaban las ejecuciones.

Genocidios como el nazi o el de los méroux impulsan a las almas bellas a repetir lo de la banalidad del mal que pusiera en circulación Hannah Arendt. Aquellos criminales no eran lunáticos ni estaban bajo el influjo de sustancias psicotrópicas, nos dicen, sino personas normales que podían disfrutar de un día de campo o mostrar su afecto por los hijos de sus colegas como usted y como yo. Y con este recuerdo de algo tan banal como la ubicua posibilidad del mal rematan la presente historia. Pues no. Tal vez usted o yo podamos convertirnos en asesinos de la noche a la mañana, pero eso exige una previa decisión moral de parte. La canalla nazi o mérou sabía lo que estaba haciendo, así que importa, y mucho, entender las razones que les llevaron a combinar el excursionismo con las cámaras de gas, o el afecto por los hijos de los amigos con el asesinato de los hijos de los demás.

La opción moral por el crimen tiene muchos mecanismos. Uno es la retribución: la venganza, vaya. Todo proceso revolucionario altera bruscamente los mecanismos establecidos de reproducción social; genera perdedores, pero también nuevos ganadores. Un adolescente, camboyano y campesino, curtido en la brutalidad de su vida rural, se encuentra de repente señor de la vida del recaudador de impuestos que, año tras año, condenaba a su familia a la miseria; o del cacique local que violaba a su novia cada vez que quería darle un gusto al cuerpo; o del maestro que no le admitió en su escuela porque no podía pagarle la congrua. O de la de todos aquellos que, directa o indirectamente, hicieron un infierno de su vida y la de sus colegas. Así que aprieta el gatillo o les sacude un certero garrotazo en la base del cráneo, el método preferido por sus jefes porque era más barato. Adolescentes y campesinos eran, por lo general, los victimarios de los campamentos de exterminio mérou. Uno podría recordarles que el asesinato de un rufián va necesariamente acompañado del de otros muchos inocentes; que no borra la historia ya escrita; y que, aún menos, garantiza que no vaya a repetirse. «Mía es la venganza», dirán, mientras siguen a lo suyo.

El deber burocrático también cuenta. «Yo sólo cumplía órdenes», aducen los criminales de guerra y, efectivamente, los verdugos adolescentes camboyanos estaban sometidos a una feroz disciplina que amenazaba con llevárselos también a ellos por delante si descuidaban algún aspecto menor del ritual. Pero eso no reza para los tecnócratas del crimen que no sólo les daban las órdenes, sino que ideaban innovaciones para hacer más eficaz la masacre. Los sujetos como Eichmann o el camarada Deuch, que dirigió con impar competencia el S-21, no se limitaban a hacer más fácil el crimen; ambos compartían sus fines por entero. Y no podían aducir incuria ni falta de juicio. Los dos eran personas relativamente bien educadas y puntillosas en su respeto por el deber. ¿Que eran también seres humanos y, por ende, falibles? Por supuesto; pero no todos los seres humanos y, por ende, falibles sienten la misma necesidad de vender su alma al diablo.

La principal, en fin, de las causas por la opción moral del verdugo es la redención, el afán por conseguir que el mundo entre por fin en la verdadera historia humana que le ha esquivado hasta ahora. Una sociedad en la que la injusticia y hasta el dolor hayan desaparecido ha sido la utopía tradicional de los movimientos quiliásticos. Los mil años del Tercer Reich o la era del hombre nuevo que proclamaron Aragon, el Che o, antes, Rousseau, y que hoy nos anuncia la multitud de Negri o el Espíritu Santo de Žižek, como traerán una felicidad inaudita a millones de personas en el futuro, bien valen la muerte de unos cuantos cientos de miles de opositores y reaccionarios en el presente. Algo así se predicaba en el Cercle Marxiste que frecuentó en París la plana mayor de los futuros jemeres rojos durante los años cincuenta, y hasta a Bentham le saldría bien esta cuenta.

Pero, antes de dejar a los redentores que se salgan con la suya, convendría exigirles que expliquen por qué sus expectativas fracasan con infalible puntualidad, no sea que, si ganan otra vez, no vuelvan a hacer un pan como unas hostias.

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Ficha técnica

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