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Capitalismo, socialismo, utopía (I)

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Dejó dicho Jorge Semprún en una entrevista que el fracaso del comunismo había sido la lección más importante del sangriento siglo XX, en la medida en que había despejado las dudas sobre la viabilidad de una forma radicalmente alternativa de organización social. Sin embargo, los jóvenes norteamericanos que apoyan a Bernie Sanders, rival de Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata, se muestran mucho más proclives que sus mayores a preferir el socialismo sobre el capitalismo. Tal como señala Jacob Weisberg en su comentario al respecto, difícilmente puede sorprendernos que quienes se han socializado políticamente en esta larga recesión puedan albergar sentimientos de rechazo hacia el sistema capitalista. Dado que no han conocido nada remotamente parecido al socialismo, estarían expresando su insatisfacción con el capitalismo realmente existente adhiriéndose a un socialismo idealizado. Más sorprendente resulta constatar, en los impresionantes testimonios recabados por Svetlana Aleksiévich para componer su radiografía del homo sovieticus, que pudieran seguir apoyando el socialismo de Estado quienes habían sido torturados por su policía secretaSvetlana Aleksiévich, El fin del «Homo sovieticus», trad. de Jorge Ferrer, Barcelona, Acantilado, 2015.. Pero así es el ser humano, tan necesitado de creencias religiosas, y tales son las trampas de la fe. En cualquier caso, era previsible que la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas reavivasen el debate sobre la mejor forma de organización social a la luz de los rendimientos defectuosos del capitalismo liberal. Y es a cuenta de este debate por lo que podemos traer aquí a colación el interesante intercambio intelectual que mantuvieron, de manera diferida tras la muerte del primero, un destacado filósofo moral partidario del socialismo y un brillante pensador libertario inclinado a la defensa del capitalismo.

Gerald A. Cohen, de origen canadiense y fallecido en 2009, profesor en Londres y Oxford, vio publicado ese mismo año un breve ensayo titulado Why Not Socialism?, incluido anteriormente en otra obra suya, que sintetiza las razones de su preferencia por una organización socialistaGerald A. Cohen, Why Not Socialism?, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2009.. Ampliamente comentado en forma de reseñas y citas en obras ajenas, el librito encontró hace dos años, sin embargo, una respuesta más particularizada y original cuando Jason Brennan, pensador libertario del que nos hemos ocupado aquí en alguna ocasión a cuenta de sus tesis epistocráticas, publicó un libro de unas cien páginas, Why Not Capitalism?, que es a la vez parodia y refutación de las tesis de CohenJason Brennan, Why Not Capitalism?, Routledge, Nueva York, 2014.. Parodia, porque uno de sus capítulos replica la estructura y hasta la sintaxis del texto de su entonces ya difunto colega, sólo que modificando la índole de los argumentos: donde uno dice socialismo, el otro dice capitalismo. ¡Un Menard travieso! Pero el atractivo que presenta la disputa estriba precisamente en que Brennan no se limita a someter a crítica el socialismo, sino que realiza una abierta defensa del capitalismo como forma moralmente preferible de organización social. Y eso es algo menos habitual, porque solemos afirmar que el socialismo es deseable pero imposible, algo que Brennan viene a discutir. Merece la pena, pues, prestar atención a las razones de uno y otro.

La estrategia argumentativa de Cohen, que Brennan reproduce irónicamente, consiste en presentar una defensa preliminar del socialismo asentada sobre un supuesto hipotético –una excursión campestre– que después somete a reflexión a fin de determinar si puede o no generalizarse al resto de la sociedad. Su tesis es sencilla: una excursión campestre está organizada conforme a principios socialistas y así es como todos preferimos que lo sea. Porque no tendría sentido que uno de los excursionistas, a quien se le da mejor pescar, tratase de comerciar con su talento, u otro se negase a cocinar si no fuera retribuido o compensado por ello. El socialismo se impone en una excursión por razones de amistad, sostiene Cohen, además de por razones de eficacia.

¿Qué principios se realizan en esa excursión? Cohen identifica dos: el principio de comunidad y el principio de igualdad. Este último, a pesar de su denominación, permite ciertos tipos de desigualdad que el principio de comunidad, en cambio, desaconseja. Son tres las formas que puede adoptar, según nuestro autor, la igualdad de oportunidades: 1) burguesa, que remueve las restricciones debidas al estatus; 2) social-liberal, que se dirige también contra los efectos debidos a las circunstancias de nacimiento y socialización; y 3) socialista, que contempla como una forma de injusticia las diferencias innatas sobre las que nada podemos hacer. Pero la aplicación de esta última no significa que todos debamos tener lo mismo, siempre y cuando disfrutemos de un agregado comparable de satisfacción vital. De manera que las diferencias de resultado que el socialismo encuentra son aquellas que se derivan de nuestras preferencias y nuestras decisiones, no de nuestras capacidades. Si las diferencias son debidas a una decisión equivocada, Cohen cree que deben subsistir, porque diluir por completo el elemento de la responsabilidad individual –existiendo igualdad de oportunidades– le parece indeseable. Finalmente, también es razonable que subsistan las diferencias que se derivan de una apuesta, si hemos tenido la oportunidad de no apostar, cosa que, a su juicio, es imposible en una sociedad de mercado: en ella hemos de apostar a fin de «ganarnos la vida». En el casino capitalista, hemos de arrojar los dados.

Ahora bien, esas diferencias de resultado que Cohen encuentra justificables con arreglo al principio de igualdad son, en cambio, inaceptables si tomamos en consideración el principio de comunidad, de acuerdo con el cual «la gente se preocupa de, y cuando es necesario y posible, por los demás, así como se preocupa por el hecho de que unos se preocupan de otros». Pero:

No podemos disfrutar de plena comunidad, tú y yo, si tú ganas y conservas en tu poder, digamos, diez veces más dinero que yo, porque mi vida se enfrentará a desafíos que tú nunca experimentarás, desafíos que podrías ayudarme a afrontar, pero no lo harás porque te quedas con tu dinero.

En consecuencia, concluye Cohen, ciertas formas de desigualdad son necesarias no para preservar la igualdad, sino para lograr que las relaciones humanas adopten una forma deseable. Y esa forma se corresponde con una «reciprocidad comunal» de acuerdo con la cual nos servimos unos a otros porque unos a otros nos necesitamos, en lugar de hacerlo por los motivos de «avaricia y miedo» que dominarían los intercambios sociales en las sociedades de mercado. Hay en ellas islas de generosidad y reciprocidad, pero, a juicio de Cohen, son un mero subproducto de actitudes primariamente mercantiles. Son estas elecciones individuales las que constriñen implícitamente nuestras decisiones, mermando una comunidad que sería razonable ver extendida.

Para Cohen, esto demuestra que el socialismo es deseable, lo que le permite pasar a preguntarse si es realizable. Dos son las razones que suelen alegarse para afirmar lo contrario: que lo impiden los límites de la naturaleza humana y/o los límites de la tecnología social. Cohen desdeña el primero de estos argumentos sobre la base de que el problema no lo representa la naturaleza humana como tal, sino «la naturaleza humana tal como ha sido conformada por el capitalismo». Más difícil es diseñar la maquinaria social de tal forma que la reciprocidad y el cuidado puedan ser la base de una economía eficiente en ausencia de señales de mercado: «¿Podemos tener una producción eficiente sin incentivos de mercado y, en consecuencia, sin una distribución mercantil de las recompensas?» Es aquí donde Cohen recurre a algunos trabajos ajenos –de Joseph Carens y John Roemer– con vistas a defender, si no un socialismo de Estado, sí un socialismo de mercado. Llamativamente, se nos advierte que éste tendrá probabilidades de éxito allí donde

los más favorecidos decidan no reducir su aportación laboral a causa de una tasación redistributiva adversa, por estar ellos de acuerdo con el propósito al que sirve esa tasación.

Dicho de otro modo, el socialismo de mercado funcionará si el incentivo de la recompensa económica es reemplazado –al menos parcialmente– por un incentivo no mercantil: si trabajamos por razón de reciprocidad y no por la ganancia correspondiente. Son los valores de igualdad y reciprocidad los que justifican las restricciones impuestas en un socialismo de mercado, algo que puede decirse igualmente, matiza Cohen, del Estado de bienestar. Si por el camino perdemos eficiencia, no es tan grave: hay valores más importantes. Su resumen del objetivo socialista es sucinto: «La aspiración socialista es extender la comunidad y la justicia al conjunto de nuestra vida económica». ¿Sabremos algún día cómo diseñar la sociedad de un modo que nos permita alcanzar ese ideal y prescindir de los «repugnantes motivos» de la avaricia y el miedo que prevalecen en las sociedades capitalistas? Soy agnóstico al respecto, dice Cohen: no sabemos ahora si algún día lo sabremos. Pero él mismo, desde luego, murió esperándolo.

Difícilmente vive hoy con esa misma esperanza Jason Brennan, que comienza su réplica llamando la atención sobre el hecho de que el socialismo parece ostentar cierta superioridad moral sobre el capitalismo, como demostraría que el primero se defienda a menudo en términos morales y el segundo sea vindicado sobre todo en términos económicos. Es decir: «El socialismo parece una noble idea, pero no somos lo bastante buenos para realizarla». El sociobiólogo Edward O. Wilson expresa ingeniosamente esa misma conclusión: «Maravillosa teoría, especie equivocada». Para Brennan, Cohen se sitúa en esa misma línea: la culpa no es del socialismo, sino de los seres humanos. De hecho, Cohen hace una crítica moral del capitalismo, no una económica. Y su socialismo sería menos el soviético que un anarquismo socialista carente de coerción estatal. Aun así, Brennan se dice dispuesto a demostrar que el capitalismo no sólo es económicamente superior al socialismo, sino también moralmente preferible. ¡Escándalo! Pero hay método en su locura.

Para empezar, Brennan presenta un capítulo que es parodia del ensayo de Cohen. Su contexto hipotético no es una excursión campestre, sino el Club Mickey Mouse. Brennan identifica los principios que se realizan en él y se pregunta a continuación si el capitalismo así entendido es deseable primero y realizable después. Nótese que nuestro autor está sugiriendo que nuestra sociedad capitalista no es una sociedad capitalista plena; matiz que, como veremos, tiene suma importancia en su argumentación.

Brennan nos informa de que el Club Mickey Mouse es un pueblo habitado por los personajes de Disney, de Donald a Clarabella, quienes viven juntos sin jerarquías, desarrollando proyectos separados, pero también compartiendo ciertos objetivos comunes; en espacios compartidos, pero con derechos de propiedad atribuidos sobre otros lugares y cosas. Minnie tiene una boutique, el Pato Donald una granja, el profesor Von Drake varias de sus invenciones. Hay diferencias entre los habitantes, pero todos exhiben buena voluntad y han llegado a entendimientos compartidos que facilitan la convivencia. De manera que:

Los habitantes del Club Mickey cooperan sobre la base del deseo común de que todos tengan la libertad y los recursos para florecer con arreglo a sus propias concepciones de la buena vida. Todos operan conforme a los principios del interés mutuo, la tolerancia y el respeto. Viven juntos felizmente, sin envidia, contentos de realizar intercambios justos, de dar y compartir, de ayudar a los que lo necesitan, sin ejercer nunca de gorrones, tomar ventaja de, coercionar o someter a los demás.

Al igual que hace Cohen, Brennan deduce de esta descripción un conjunto de principios que serían característicos de la organización social capitalista: comunidad voluntaria; respeto mutuo (anotando que la diversidad hace más rica la vida de cada uno); reciprocidad (porque sirven y esperan a cambio ser servidos, pero no sirven solamente para ser servidos); justicia social (ya que el comercio y la propiedad privada hacen posible que todos tengan oportunidades suficientes); y beneficencia (porque siempre están dispuestos a ayudar a quien lo necesita, si bien no fuerzan a nadie a actuar de esa manera). Para Brennan, una sociedad regida por estos principios es deseable, pero, ¿es realizable?

Al igual que Cohen, discute los límites naturales del ser humano y los límites de nuestra tecnología social, que serían también en este caso el mayor obstáculo para la realización del capitalismo. Pero si Cohen se preguntaba si podemos disfrutar los efectos beneficiosos del mercado sin sus efectos deletéreos, Brennan se pregunta si podemos disfrutar de los efectos beneficiosos del Estado sin sus efectos deletéreos. Y llama en su auxilio a Robert Nozick y John Tomasi, defensores de formas mínimas de estatalidad. Su resumen del objetivo capitalista es casi tan conciso como el de su contraparte: «La aspiración capitalista es extender la comunidad, el respeto, la reciprocidad, la justicia social y la beneficencia al conjunto de nuestra vida económica». También él es agnóstico sobre el particular: no sabe si algún día sabremos cómo avanzar en esa dirección. Si Cohen llamaba, no obstante, a recordar que la avaricia y el miedo son «motivos repugnantes» sobre los que fundar el orden social, Brennan dice lo mismo de «la avaricia, el miedo y el deseo de poder» que encuentra presentes en el socialismo real.

¿Dónde preferimos vivir? ¿En la excursión campestre regida por principios socialistas o en el Club Mickey Mouse organizado con arreglo a los principios capitalistas? ¿Cuál de estas utopías es preferible? Para Brennan, Cohen desea que no nos contentemos con aquello que tenemos y luchemos por un mundo mejor. Y él está de acuerdo, sólo que cree que el legado de Cohen será el opuesto al buscado: sus tesis nos ayudan a comprender –dice– que el mejor mundo posible es capitalista y no socialista. Aunque reconoce que su argumentación en torno al Club Mickey es tan tramposa como la de Cohen sobre la excursión campestre: la diferencia es que él sabe que lo es. Su paso siguiente es demostrar que la comparación que propone Cohen es falaz, como lo sería la suya si no fuese una parodia. Pero por qué Cohen está siendo falaz y cómo puede demostrar Brennan a partir de ahí que el capitalismo también es intrínsecamente superior al socialismo desde un punto de vista moral –una idea no demasiado extendida en nuestros días– es algo que discutiremos la semana que viene.

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