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Memoria y moraleja

LOS AÑOS CONTADOS

José Luis Giménez-Frontín

Bruguera, Barcelona

442 pp.

19,50 €

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Los años se cuentan y/o se cuentan. El primer verbo alude al guarismo y la cuantificación positivista: José Luis Giménez-Frontín, nacido en Barcelona hace sesenta y cinco años y fallecido en diciembre de 2008, de cuna burguesa y entreverado linaje catalano-aragonés. Poeta, narrador, ensayista, crítico e incansable activista cultural, cofundador de la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña y director de la Fundación Caixa Catalunya.

La otra forma de contar tiene que ver con la persona, su memoria y cualidades. José Luis Giménez-Frontín: el espíritu de una Cataluña cosmopolita que acunó al boom latinoamericano; la que alumbró la poética Escuela de Barcelona, el catálogo cosmopolita de Seix Barral y las modelos que fotografiaron Miserachs y Pomés. La de los autores catalanes que se expresan en castellano y que los prebostes del nacionalismo consideran asunto español y ajeno. Giménez-Frontín –a partir de ahora «el narrador»– se puso a escribir cuando hacía más de treinta años de casi todo: de la reforma democrática, la autonomía recuperada, la Constitución. Sus «años contados» demuestran que la cita de Zweig que los inaugura es una filosofía de la memoria: «Es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras», afirma el autor de El mundo de ayer.

Palabras que connotan cada guarismo. Primeros nueve años de vida, lentos y morosos en la sugestión adolescente; en los jesuitas de la barcelonesa calle Caspe, el colegio de los vástagos de la burguesía, el narrador destila lo que «imprime carácter». Pese a la sobrecarga nacionalcatólica y la escenografía kitsch de la posguerra, valorará una formación musical recibida en «edad apropiada» y un marco difícil de olvidar como el Palau de la Música del modernista Domènech i Montaner; sin ser religioso, añorará el canto gregoriano, sustituido hoy en la liturgia por una banalización musical que califica de «basura deleznable»; improbable alimento espiritual para feligresías desmotivadas. Sacar partido a la memoria es, también, revelar fobias compartidas por ideologías aparentemente dispares. Tras una infancia escuchando a los integristas que «el liberalismo es pecado», nuestro narrador constata que comunistas, católicos progresistas, ultraconservadores y nacionalistas vienen a coincidir en su condena de un pensamiento liberal y universalista que debela irredentismos: «Antes nos saldremos de la Unión Europea que aceptar las autonomías españolas el anhelo europeísta de homologación, en los manuales de historia, de datos, interpretaciones y juicios de valor sobre acontecimientos comunes», apunta.

Conocedor y protagonista de las tramas culturales barcelonesas en editoriales y suplementos literarios, el narrador no quiso seguir una cronología que encorsetara la cualificación de cada momento vivido. Su memoria modelaba meandros con etapas diversas de la existencia, pero sin perder el caudal en un exceso de afluentes. Las evocaciones de juventud tienen su correlato en los poemarios y novelas de madurez que pudieron inspirar. Casi al final del volumen, y siguiendo el consejo de Zweig, el narrador rescata un momento histórico que iba a marcar el fin de una época de Barcelona y el sino de toda una generación de catalanes que han escrito su obra en castellano y que han devenido en náufragos entre la cultura española «institucional» y el ninguneo del nacionalismo catalán gobernante. El año 1977 supuso la efímera resurrección de un anarcosindicalismo que acabó, pocos meses después, fraccionado y criminalizado por el incendio de la sala de fiestas Scala. La vieja memoria de la CNT, clausurada por los descendientes del marxismo que ya la aplastó en mayo del 37 y que iba a ocupar todos los despachos del poder. Y en octubre del 77, el retorno del presidente Tarradellas dirigiéndose a los «ciudadanos de Cataluña». Giménez-Frontín celebra esa «toma de posiciones cívicas que va a distanciarlo en el acto de esencialismo identitario de los futuros gobernantes de Cataluña». Luego se escucha el himno de Els segadors y, al primer compás, un grupo levanta el brazo derecho con la mano extendida: «Paralizado, les observa: el pulgar remetido en la palma y los cuatro dedos abiertos y ligeramente curvados, conformando una especie de garra que sube y baja y golpea el aire sobre sus cabezas para marcar con violencia el compás». Una imagen que augura malos tiempos para la Cataluña que urdió complicidades con España. Faltaba poco para que el lenguaje compartido por la intelectualidad catalana experimentase mutaciones significativas. En la campaña en defensa del grupo Els Joglars, juzgado en consejo de guerra por su obra La torna, Giménez-Frontín recaba la firma de personalidades de la cultura para un manifiesto por la libertad de expresión. Josep Maria Castellet, respetado editor de los «novísimos», le dice que firmará encantado si se cambia la palabra «España» por «Estado español». Lo que en 1978 parecía un detalle sin importancia devendrá en la «idea fuerza» de la Cataluña ensimismada en veintitrés años de pujolismo y cinco de tripartito soberanista. Sobre la denominación «Estado español», advierte el narrador, pivota hoy «toda la reescritura de nuestra vida pública oficial, en su poderosa gravitación centrípeta hacia sentimientos nacionalistas o hacia alguna suerte más racionalista de federalismo». Lo que parecía un mero «instrumento estratégico de la izquierda en la lucha contra la dictadura franquista» anunciaba, de hecho, la erosión de la trama de afectos hacia lo que hoy se despacha despectivamente como «españolismo».

Liberal-libertario, el narrador disecciona una izquierda antifranquista que se desencanta. Tras renunciar al internacionalismo y coquetear con el nacionalismo, se colmulga con la gran mentira del socialismo real. También se cumplen tres décadas de cuando el editor Carlos Barral desmenuzó –cigarrillo y copa en mano– el terror que el idolatrado Fidel Castro perpetraba en su Cuba-campo de concentración. Buen poeta y memorialista –facetas ensombrecidas por su actividad editorial–, Barral osó editar a Solchenitsyn mientras sus contertulios de la gauche divine barcelonesa negaban el Gulag o la atribuían a una campaña de la CIA. «Éramos expertos en mirar siempre hacia otro lado. Pequeños maestros de la impostura, eso es lo que éramos».

Estos «años contados» podrían llamarse también «décadas prodigiosas» que el narrador vivió en edades apropiadas: formación poética, actividad universitaria en Bristol y Oxford; fértil bohemia en Barcelona, con veraneos en Cadaqués cuando todo era posible; las «ilusiones perdidas» del periodismo cultural y la reactivación de una posible sociedad civil, desde la Asociación Colegial de Escritores y el mecenazgo. Poco entusiasta de las patrias «ni como recurso metafórico», poco antes de morir, Giménez-Frontín dio relieve a las edades de su existencia con recuerdos significativos. Y lo hizo de la forma más modélica que permiten unas memorias: sin la autojustificación que se escuda en cronologías y circunstancias. Contado desde el «ahora y aquí», el pasado deviene en moraleja.

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Ficha técnica

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