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El hombre que mató a John Wayne

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En los años sesenta, empezó a circular la idea de que el western era un género racista e imperialista. No voy a negar que «la conquista del Oeste» causara la muerte de cuarenta y cinco mil indígenas y diecinueve mil blancos. Estas cifras se corresponden al período comprendido entre 1775 y 1890. Ambos bandos asesinaron a mujeres y niños. Los datos y testimonios disponibles revelan que la mayoría de las víctimas civiles eran nativos americanos, lo cual indica que los blancos aplicaron una execrable estrategia de limpieza étnica. Es cierto que el western, al menos hasta principios de los setenta, desfiguró la verdad histórica, pero esta injusticia no puede servir para condenarlo como género cinematográfico, salvo que consideremos lícito aborrecer los clásicos porque se desvían del canon moral y estético de nuestra época. ¿Deberíamos repudiar a Shakespeare por difamar a los judíos en El mercader de Venecia? ¿Arrojamos a la basura las obras de Cervantes por sus abominables comentarios sobre los romaníes en La gitanilla? ¿Cubrimos de oprobios a la Divina Comedia por situar en el Infierno a los sodomitas o hacer comentarios despectivos sobre Mahoma? Podría citar más ejemplos, pero creo que son suficientes para mostrar que la excelencia moral y la excelencia artística no necesariamente coinciden. ¿Es necesario recordar a estas alturas la célebre sentencia de Oscar Wilde en el prólogo de El retrato de Dorian Gray: «No existen libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal escritos»?

El totalitarismo no es tan solo una ideología. También es un prejuicio que pretende inmiscuirse en nuestras preferencias estéticas, alabando o reprobando nuestras elecciones. La «cultura underground» consideró que el western era fascismo y John Wayne su estandarte más perverso. Es cierto que Marion Robert Morrison era bastante conservador en su vida privada, pero ese dato es irrelevante. Ser republicano es una opción tan respetable como ser demócrata. Cada uno es muy libre de simpatizar con un partido u otro, pero me parece un disparate afirmar que los personajes interpretados por John Wayne constituyen una apología del imperialismo o el fascismo. Wayne participó como protagonista en ciento cuarenta y dos películas. Nadie ha igualado esa marca. No he visto toda su filmografía y creo que muy pocos pueden presumir de conocer por entero una carrera tan prolífica. John Wayne realizó sus mejores interpretaciones con John Ford, aunque también dejó constancia de su talento en memorables filmes de Howard Hawks (Río Rojo, 1948; Río Bravo, 1959; El Dorado, 1966). Alto, buen estudiante y excelente jugador de fútbol americano, una lesión frustró su porvenir deportivo. Tom Mix lo introdujo en el mundo del cine, donde hizo buenas migas con John Ford, un genio que nunca se tomó a sí mismo demasiado en serio.

En 1939, La diligencia lo convirtió en una estrella. Wayne encarna a Ringo Kid, un joven pistolero que se ha fugado de prisión para vengar el asesinato de su padre y hermano. Su aparición inicial resulta deslumbrante. No es particularmente apuesto, pero reúne todas las características de los mitos clásicos: juventud, fortaleza, coraje. Podría ser uno de los héroes de la Ilíada, pero John Ford caracterizó al personaje con esa temeraria simpatía hacia los marginados y proscritos de la tradición católica, que promete el cielo a los sencillos, los mansos, los pacíficos, los desheredados, los pobres, los compasivos, los perseguidos. En este caso, la figura del paria se materializa en Dallas (Claire Trevor), una prostituta expulsada de un pueblo de Arizona por la cristianísima Liga de la Decencia y las Buenas Costumbres, que utiliza el Evangelio como excusa para su intolerancia e hipocresía. El doctor Josiah Boone (un inspirado, chispeante y entrañable Thomas Mitchell) comparte su destino, pues su idilio con el alcohol lo ha convertido en persona non grata. Ambos viajan en la diligencia hacia Lordsburg (Nuevo México). No imaginan que su paso por Monument Valley adquirirá el simbolismo de un tránsito accidentado hacia una nueva vida, donde los apaches chiricahuas desempeñan el papel de una fatalidad ciega, que les hostiga sin descanso. Es absurdo aborrecer a los apaches: «Es como odiar al desierto porque no tiene agua», de acuerdo con la frase del explorador interpretado por Burt Lancaster en La venganza de Ulzana (Robert Aldrich, 1972), un western extraordinario e injustamente olvidado.

En La diligencia, el mal no está representado por los apaches, sino por el puritanismo de los caballeros y las damas que odian a las prostitutas, los alcohólicos y los forajidos. Ringo Kid es el antihéroe que restituirá la dignidad de Dallas y el doctor Boone. Se enamora de la meretriz, no menos execrada que la adúltera del Evangelio de Juan, y trata respetuosamente al médico borrachín, ayudándole a recuperar la autoestima necesaria para asistir al parto de la mujer embarazada que viaja con ellos. Por último, venga en un limpio duelo a su padre y a su hermano, sin dejarse acobardar por su superioridad numérica. Ringo Kid es un bandido, no un sheriff. Evidentemente, no es el héroe de la América blanca, anglosajona y protestante, sino un buscavidas de buen corazón.

Diez años más tarde, John Wayne interpretaría al capitán Kirby York en Fort Apache, otro western de Ford estrenado en 1948. La humanidad de Kirby contrasta con el arribismo del coronel Owen Thursday (Henry Fonda), que trata despectivamente a los apaches y muestra un aprecio neurótico por las ordenanzas. Kirby es simpático, cercano, comprensivo. Aprecia a los apaches y respeta su cultura. Sabe que su cometido es mantenerlos en la reserva, pero entiende que sus condiciones de vida son inaceptables. Thursday no ignora que los agentes indios engañan a los apaches, alterando las básculas que pesan la carne, y vendiéndoles alcohol de mala calidad. Le indignan esa clase de artimañas, pero su intención no es hacer justicia, sino recuperar sus galones de general. Kirby le desafía para evitar una escaramuza sangrienta, arriesgándose a sufrir un consejo de guerra. Su vocación militar es sincera, pero cree que la fuerza sólo es una alternativa cuando se han agotado las posibilidades de diálogo. Su gesto no evitará una derrota semejante a la de Custer en Little Big Horn.

En 1962, John Ford filmó El hombre que mató a Liberty Valance, una indiscutible obra maestra. John Wayne interpreta a Tom Doniphon, un pequeño ranchero que está ampliando su casa, pues espera casarse muy pronto con Hallie (Vera Miles). Es un tipo duro, el único que se atreve a desafiar a Liberty Valance (Lee Marvin), un pistolero al servicio de los grandes ganaderos, pero sacrificará todo para salvar la vida a Ransom Stoddard (James Stewart), un abogado y maestro ocasional del que se ha enamorado Hallie. Podría haber dejado que le matara Liberty Valance, pero lo impide anónimamente, disparando al pistolero desde un callejón, mientras mantiene un duelo desigual con Stoddard, que no sabe manejar el revólver y lleva un delantal, pues redondea sus ingresos fregando platos. Doniphon permite que el abogado se atribuya la hazaña, que le hará llegar a senador y posible vicepresidente de los Estados Unidos. Amargado, incendia su casa, sin intentar ponerse a salvo de las llamas. Sólo la intervención del fiel Pompey (Woody Strodde) impide que pierda la vida. Se ha dicho que Valance y Doniphon, a pesar de su antagonismo, representan la violencia del viejo Oeste, opuesta a la visión civilizadora de Stoddard, cuya intención es hacer callar a las armas con el imperio de la ley. No es falso, pero Doniphon no es Pike Bishop (William Holden), el jefe de la partida de forajidos de Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), que se inmola en un feroz tiroteo contra los federales mexicanos, porque sabe que su forma de vida pertenece a una época que declina. Doniphon tampoco es un héroe, pues su individualismo lo sitúa al margen de cualquier iniciativa social. Es un hombre ferozmente independiente, que mantiene una estrecha amistad con un negro y que ama a una mujer hasta el extremo de renunciar a ella. Su exasperación romántica se hace particularmente dolorosa cuando le revela la verdad a Stoddard. Desaliñado y envejecido, le libera de los remordimientos de haber matado a un hombre y le invita a continuar su carrera política para que Hallie se sienta orgulloso de él. Su generosidad es abrumadora, pero Ford ya nos había advertido sobre su delicadeza al principio de la película, mostrando cómo le regalaba una flor de cactus a su prometida. Es un gesto semejante al de capitán Nathan Brittles –también interpretado por Wayne– en La legión invencible (1949), una de las tres películas que Ford concibió como una homenaje a la caballería de los Estados Unidos (las otras dos son la ya mencionada Fort Apache y Río Grande, 1950). Brittles visita a menudo la tumba de su mujer, llevándole flores que riega con una calabaza. Habla con ella con la misma ternura que muestra Doniphon con Hallie, pero sonriendo con tristeza.

Es cierto que Wayne resulta muy inquietante en Centauros del desierto, un western de 1956 en el que John Ford convirtió la venganza en una meta obsesiva. Ethan Edwards, el personaje interpretado por Wayne, planea matar a su sobrina (Natalie Wood) secuestrada por los comanches, pues después de largos años de cautiverio ha asimilado la cultura de los indígenas y apenas recuerda sus orígenes. Su odio lo convierte en un personaje repelente, pero su rabia no es maldad, sino inadaptación y desengaño. No es menos racista que sus vecinos. Simplemente, ha acumulado más fracasos vitales. Mientras combatía en las filas sudistas, su hermano se casó con Martha, la mujer que amaba. El Sur perdió y ahora es un hombre de casi cincuenta años, sin familia ni planes de futuro. El último plano revela su fragilidad. Su silueta se recorta contra el cielo de Arizona, encuadrada en el marco de una puerta. Se sujeta el brazo derecho, como si estuviera herido o se sintiera desamparado. Está en el umbral del hogar que ha acogido a su sobrina, rescatada de los comanches. Podría traspasarlo, pero sabe que no pertenece a ese mundo. Martha se casó con el hermano de Ethan porque su carácter apacible y hogareño parecía el más adecuado para formar una familia. En cambio, Ethan nunca conocerá la paz. Su ira e inestabilidad recuerda al Travis (Robert De Niro) de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), torturado por el insomnio y la soledad. Ethan no entra en la casa. Se da la vuelta y desaparece en las arenas rojas del desierto de Arizona, quizás el único lugar donde la mente puede expandirse con una libertad ilimitada, olvidando que vive atrapada en el interior de un yo, con un pasado imborrable y un sombrío porvenir.

Pocos años antes, John Ford había rodado El hombre tranquilo (1952), escogiendo una vez más a John Wayne como protagonista. El actor encarna a Sean Thornton, un boxeador que ha matado a un rival durante un combate. Huyendo de los remordimientos, regresa a Innisfree, el pueblecito irlandés donde nació y vivió hasta los doce años, cuando emigró a Estados Unidos con la intención de prosperar. Se ha prometido a sí mismo no volver a utilizar la violencia, pero se enamora de Mary Kate Danaher (Maureen O’Hara), cuyo hermano Will (Victor McLaglen) no deja de causarles problemas. Es uno de los hombres más ricos del pueblo, pero se niega a pagar la dote de Kate, pues han logrado su consentimiento para la boda con argucias. No puede perdonar a Sean que haya comprado «Blanca Mañana», una pequeña casa que linda con sus tierras. Sean pasó su infancia entre sus muros y piensa que es el mejor lugar para empezar una nueva vida o, quizá, para retomar la existencia interrumpida por la experiencia de la emigración. Adaptado a la sociedad norteamericana, no comprende la hostilidad de su cuñado, que le provoca una y otra vez, burlándose de su aparente cobardía. Sean no quiere luchar, pero al final protagonizará una épica pelea con su cuñado, que convocará a todo el pueblo, incluido el párroco, un pastor protestante que en su juventud hizo sus pinitos como peso pluma y un anciano que agoniza rodeado de su familia. La violencia que ofuscó a Thornton y se cobró una vida brotó de la ira, pero los puñetazos intercambiados con Will Danaher poseen un carácter festivo. Son un rito que garantiza la definitiva integración de Sean en su comunidad. De hecho, los rivales se convierten en amigos. Magullados y ebrios, cenan en «Blanca Mañana», que deja de ser una herida, adquiriendo el carácter de una pequeña utopía plasmada en el paisaje irlandés, con sus campos verdes y sus ríos ondulándose bajo los viejos puentes de piedra.

No me preocupan demasiado las opiniones de Marion Robert Morrison, pero sí el simbolismo de los personajes que interpretó. En un artículo de prensa, Mario Benedetti escribió contra «la Norteamérica retórica, oscurantista, prepotente, cuadrada del senador McCarthy, el Reader’s Digest, Henry Kissinger, John Wayne, el Ku Klux Klan y la Escuela de Chicago» y alabó «la Norteamérica creadora, profunda, que también existe, claro, y ha dado nada menos que a Thomas Paine, Walt Whitman, Hemingway, Lilian Hellman, Humphrey Borgart, J. D. Salinger y Jane Fonda» («Sobre elecciones en general»). Ambas listas me parecen arbitrarias y cuestionables. Establecer analogías entre John Wayne, el Ku Klux Klan y la Escuela de Chicago constituye un disparate, pues el Ku Klux Klan es una organización racista, xenófoba, supremacista, homófoba, violenta, anticatólica y antisemita. El pensamiento económico de la Escuela de Chicago es discutible, pero sus ideas no mantienen ninguna relación con el fanatismo del Ku Klux Klan. Benedetti ensalza a Hemingway, pero el escritor era un gigantón aficionado al alcohol, las armas y el boxeo, que habría encajado perfectamente en el universo de John Ford. De hecho, se parece extraordinariamente a los personajes interpretados por Victor McLaglen. Benedetti escribió una estupidez que no hacía justicia a John Wayne, cuyos personajes se caracterizan en muchas ocasiones por su carácter marginal (Ringo Kid), su humanidad (capitán Kirby), su altruismo (Tom Doniphon), su ternura (capitán Brittles), su sentimentalismo (Sean Thornton) o su inadaptación (Ethan Edwards). Las nuevas generaciones no simpatizan con John Wayne, pues el western ha pasado de moda y la dictadura de lo políticamente correcto ha celebrado sus exequias, manifestando que era un género machista, militarista y racista. La estupidez ha matado a John Wayne, enterrando su legado. Ningún hombre puede atribuirse esta calamidad, quizá porque no existía ningún rival a la altura de Duke, un mito que antes o después recobrará su merecido esplendor.

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