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Reescribir el Quijote, nada menos

Don Quijote de la Mancha

Miguel de Cervantes

Barcelona, Destino, Barcelona, Planeta, 2015

Puesto en castellano actual íntegra y fielmente por Andrés Trapiello

1.040 pp. 23,95 €

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La lectura de Don Quijote de la Mancha suele convertirse en adicción: cuando el lector hace suyo el texto, no puede dejar de releerlo una y muchas veces: así se convierte en compañía de horas bajas y en amigo de por vida. Puede sucederle además que, como al protagonista de la historia, le entren ganas de meterse dentro del libro y ser algo más que su lector; pero el camino que sigue luego no es el de ser como él y pretender emular sus hazañas, sino que el objeto de deseo es la propia novela: y lo que a veces intenta ese lector apasionado y enviciado, llevado por su amor a la obra, es emular al escritor, a Miguel de Cervantes, y escribir él de nuevo el Quijote. Si ese ejercicio se limita a ser vicio solitario, entretenimiento de horas y horas gozadas en soledad, no comporta el menor riesgo para los demás y, en cambio, puede proporcionar un precioso tiempo de placer para quien lo lleve a cabo. Sin embargo, como en todo vicio, no hay límite, y a veces sucede que el escritor solipsista quiere que los demás lean su obra, porque no se hace sin trabajo, y tiene entonces que crear un puente entre su placer y los demás, que es la utilidad: va a escribirlo para que todo el mundo pueda entenderlo y no sólo él, que ha dedicado años de su vida a hacerlo.

Y lo curioso es que puede constatarse que ningún esfuerzo es inútil, y ese puente funciona en algunos o, quizás, en muchos casos, porque hay lectores ávidos de la obra que creen que su capacidad comprensiva no será suficiente para entender lo que se entiende si presta atención al texto, o incluso si acude a la ayuda de las notas de una buena edición cuando parece que algo se le escapa; y, en cambio, si encuentran al generoso transcriptor que ha puesto en el castellano actual «íntegra y fielmente» la novela, gozosos se sumergen en ella y le dan a esa versión actualizada el mérito de poder realmente entenderla. No es una adaptación, sino una «traducción» a la lengua actual, que no difiere, por otra parte, mucho de la de Miguel de Cervantes. Es cierto que la lengua está viva y evoluciona, y «el huésped» fue antes el que hospeda y el hospedado, y el puente se llamaba la puente, y el gesto era la cara. Pero, ¡cuántas palabras en el uso del castellano nos diferencian a los que vivimos en Barcelona de quienes lo hacen en Granada o en Oviedo! Y mejor no mentar los tiempos verbales, porque acabaríamos con la perplejidad barojiana tan citada de la preposición ante las zapatillas. Pero todos nos entendemos, porque el contexto permite aclarar lo que la palabra separa… a veces.

Andrés Trapiello ha querido no sólo escribir durante años el Quijote –¡qué inmenso placer!–, sino ofrecerlo a los lectores que lo vean como un ochomil insalvable: él es campamento base, pero equivale a la ascensión a la cumbre. Cuenta «algunas razones» de su ofrenda, y precisa: «Cuántas vueltas habré dado a muchos pasajes de este libro, cuántas lo habré reescrito» (y yo ya le hubiera puesto admiraciones a la frase emulando su labor, que es terriblemente contagiosa). Desemboca esa reflexión en decir que no cayó en «la tentación de traducir, como debiera, lugar por pueblo o aldea, o no quiero por no llego a», y lo justifica diciendo haber comprendido «que en ese comienzo memorable, como en el Partenón, está excusado cualquier arreglo». No puedo más que aplaudirle, sólo que esa decisión podría aplicarse a toda la obra, en la que cualquier arreglo está realmente excusado.

Pero vamos a dejar las razones y a entrar al texto para ver en qué consiste esa traducción del castellano al castellano. Una ligera detención en los poemas preliminares nos lleva a advertir la desaparición de un tipo de versos: los de cabo roto. El Donoso, «poeta entreverado», mantiene ese oscuro y curioso apodo; pero, en cambio, en la traducción se añaden los versos rotos y los descosidos, porque no dice «Soy Sancho Panza, escude–», sino «Soy Sancho Panza, escudero», y lo mismo con los «oscuros» versos siguientes: no dice «del manchego don Quijo-», sino «del manchego don Quijote», y no parece plausible que ningún lector que no haya tropezado con el «entreverado» lo haga ahora con esas dos palabras que no se terminan por estar en esos versos de cabo roto. Pero dejemos esa minucia, que al fin y al cabo, está en los preliminares, y muchos lectores quizá prescindan de ese espacio previo y vayan directamente al texto en sí; aunque, ¿por qué no se sangran las estrofas en el soneto con el diálogo entre Babieca y Rocinante? Se cambia «andá» por «andad», pero se mantiene ese maravilloso «Metafísico estáis», ¡menos mal! Parece que no está pensándose tanto en la dificultad para el lector, sino en cambiar lo fácil y dejar lo profundo, porque tampoco hay que allanar demasiado el terreno.

Dejemos atrás ese espacio preliminar, y entremos en el primer capítulo y veamos cómo «la condición y ejercicio» del famoso hidalgo pasa a ser «la condición y costumbres». ¿Realmente la palabra «ejercicio» no se entiende y, en cambio, sí «costumbres»? Aunque da lo mismo también, porque el epígrafe es lo de menos. Vayamos a lo más, y como el comienzo –lo dice el traductor– está entreverado de lo que se cambia y de lo que no puede cambiarse por monumento histórico, avancemos hasta detenernos en la dieta del hidalgo. Dice Cervantes: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda». Traduce Trapiello: «Consumían tres partes de su hacienda una olla con algo más de vaca que carnero, ropa vieja casi todas las noches, huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos».

El cambio de orden debe de ser una de esas decisiones fruto de la duda que confiesa el traductor, pero el orden no altera el producto, porque la ironía no queda afectada, y aprovecho para señalar que el hecho de que esa extraña dieta consuma tres partes de su hacienda tendría que ser aguja para navegar por esos mares. Tampoco importa escribir «con algo más de vaca que carnero», y que supuestamente quita la dificultad que hay en entender «de algo más vaca que carnero»: romos deben de ser los lectores en que está pensando el traductor, pero el trueque no afecta al contenido de lo dicho. Más grave es lo que luego leemos: el cervantino «salpicón las más noches» queda traducido en «ropa vieja casi todas las noches», y si el salpicón figura habitualmente en los menús de hoy, la ropa vieja sólo en los de determinadas zonas; sin embargo, lo que esconde ese «salpicón» es un sinónimo bien conocido en tiempo de Cervantes, que es gigote. Y así vemos el guiño irónico en esa comida de la mayoría de las noches: el hidalgo que escogerá llamarse don Quijote come… gigote. Y la ocurrencia no es mía, sino de Dorotea en su papel de princesa Micomicona, como incluso el traductor recoge: «un caballero andante cuya fama en este tiempo se extendería por todo este reino, y se llamaría, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote» (p. 285). Nada de todo ello puede leerse tras esa «ropa vieja» del nuevo menú de la traducida historia del hidalgo. Pero tampoco es aún la traición traductora demasiado grave.

Sí lo son, en cambio, esos «huevos con torreznos» de los sábados, que traducen los «duelos y quebrantos» del original. Thomas Shelton, el primer traductor de la obra, al inglés (Londres, 1612), puso fielmente en su lugar «griefs and complaints». Fue, en cambio, César Oudin, el traductor francés, quien señaló el camino al italiano, Lorenzo Franciosini, y ahora al castellano, «traduciendo» el sintagma por «des œufs et du lard»; pero nunca significaron esto antes de tal ocurrencia. No hay más que leer un poema de los Conceptos espirituales del segoviano Alonso de Ledesma, de 1600, para darnos cuenta de que para un contemporáneo de Cervantes tal asociación era imposible: «No penséis piadosos cielos / que, por verse Dios acá, / llorando cual veis está, / sino que es un lloraduelos […]. / Es Dios quien ha de pagar / mis duelos y quebrantos, / y como ve que son tantos, / ya los empieza a llorar». No hay duda de que si los «duelos y quebrantos» pudieran leerse en ese tiempo como «huevos con torreznos», esos versos serían irrespetuosos, si no sacrílegos (sobre todo por el llanto divino al ver que son tantos). Y en el propio texto del Quijote vemos a Sanchica «cortando un torrezno para empedrarle con huevos y dar de comer al paje» en el capítulo L, y no le da, en cambio, duelos y quebrantos. Si leemos bien, es decir, sin interpretar ni traducir mal, veremos que el hidalgo manchego los sábados no tiene más que duelos y quebrantos para llevar a la boca –«ni un alma», como diría Gil de Biedma–, expresión fosilizada de total tristeza. Y si nos preguntamos el porqué, no tenemos más que ver cuál podía ser una actividad corriente de la noche del sábado para la que el buen hidalgo no tiene posibilidad alguna, y entenderemos entonces la expresión. Al mismo tiempo, nos daremos cuenta de por qué se dice que en su olla hay más vaca que carnero; e incluso podremos ver que ese añadido de los domingos, el palomino, nada tiene que ver con un palomar y sí con otra acepción de la palabra que está en el diccionario.

De todo ello puede concluirse algo esencial: que una mala traducción del pasaje como la de Oudin o la de Franciosini o la de Trapiello puede dar al traste con toda la ironía cervantina. Si se pretende dejar el texto limpio de escollos, precipitándolo en el vacío a ratos, no deja de ser un procedimiento harto peligroso para su integridad y belleza.

En el mismo primer capítulo puede advertirse, en cambio, que se ha respetado cuidadosamente la mala puntuación que ofrecen las ediciones, porque tras decir lo que leía el hidalgo en Feliciano de Silva, un punto y aparte separa las intrincadas frases de la consecuencia de tal lectura: «Con estas razones –“disquisiciones” en la traducción– perdía el pobre caballero el juicio y desvelábase –traducido como “se desvelaba”– por entenderlas». Y, a continuación, al pasar a otro asunto y hablar de las heridas de don Belianís, sigue manteniéndose el punto y seguido cuando exige, obviamente, una pausa mayor: «Tampoco llevaba muy bien las heridas que daba y recibía don Belianís, porque se figuraba que, por grandes médicos que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales» (p. 40), y no hablo de los cambios del traductor en ese párrafo, aunque tampoco aclaran más un sentido ya claro (por ejemplo, en vez de «se imaginaba», dice «se figuraba»).

Podría seguir analizando cómo la traducción enmienda continuamente la prosa de Cervantes y las consecuencias que a veces tal hecho tiene, pero corro el peligro de acabar yo también reescribiendo el Quijote, que es una de las tentaciones en que cualquier filólogo o escritor puede caer. Basta indicar que con esa supuesta traducción o interpretación a veces se da tan solo otro texto que dice lo mismo aunque de manera distinta, pero que en otras ocasiones se destruye el juego irónico del genial Cervantes o se cambia por completo lo que él dijo o sugirió.

Como Andrés Trapiello es muy buen escritor, su Quijote se lee con mucho agrado, pero es el suyo, no el de Cervantes. Quiso ser como Pierre Menard, como dice en el prólogo, pero «como no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos», puso alguno de más en el texto. Esa obra maestra que es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y en su segunda parte El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, sólo puede reescribirse exactamente igual para mantener con fidelidad toda su belleza, su ironía y sus juegos de voces. Eso es lo que hizo Pierre Menard, el personaje de Borges, aunque su obra quedó inconclusa porque «consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós», ¡y esto bastó para inmortalizarlo!

Ese espacio que hay al pie de página en las ediciones está destinado a las notas que los estudiosos ofrecen para aclarar el texto: un lector puede acudir a ellas y estar o no de acuerdo con lo que dicen, pero sabe muy bien distinguir lo que escribe el autor y lo que opinan los editores. Trapiello ha querido suprimir ese espacio filológico y lo incorpora al texto, cambiando sencillamente las palabras por sus supuestas aclaraciones. Lo que sucede es que a veces mezcla burlas con veras, o errores con aciertos. Es su Quijote, y en él están sus «vislumbres».

Rosa Navarro Durán es catedrática de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. Es autora de Cervantes (Madrid, Síntesis, 2003), Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes (Madrid, Gredos, 2003) y Pícaros, ninfas y rufianes. La vida airada en la Edad de oro (Madrid, Edaf, 2012).

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Ficha técnica

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