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Buenas intenciones (fallidas)

LEJOS DE DÓNDE

Edgardo Cozarinsky

Tusquets, Barcelona

166 pp.

15 €

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Antes de comenzar la lectura de Lejos de dónde, de Edgardo Cozarinsky, encontramos la siguiente afirmación de René de Ceccatty: «Cozarinsky esboza destinos representativos de ese “horror político” que recorrió el siglo XX». Una sentencia de este tipo no puede más que incentivarnos a leer con el interés que provocan obras como La hora veinticinco, de Gheorghiu, o Matadero Cinco, de Vonnegut, además de motivarnos a encontrar algo que nos desvele una perspectiva nueva de lo sucedido.

En su primera parte, situada en enero de 1945, la novela no defrauda. Cozarinsky nos traslada a la huida de Therese Feldkirch de Auschwitz, donde trabaja eliminando los rastros que puedan identificar a los judíos exterminados. Lo hace con un pasaporte judío a nombre de Taube Fischbein. Su objetivo es llegar a Génova y desde allí embarcarse a Argentina para evitar la persecución y juicio posteriores a la guerra. El motivo del viaje, esta vez reflejado en la fuga, se trabaja de manera eficaz. Los diferentes hechos van encadenándose de forma natural y, aunque es mucha la casualidad como para que a la protagonista no le suceda nada negativo en su periplo (no se le llagan los pies, el hambre apenas está presente, nunca se queda aislada, no llega a comer nieve o tierra), la urdimbre, reflexiva y a la vez carente de tensión, refleja, más que el resentimiento del narrador, la necesidad de comprender lo sucedido. Debido a ello el lector se deja envolver por el flujo textual en su sensualidad carente de violencia. A esto también ayuda la fácil visualización de las situaciones, siempre muy concretas y relacionadas entre sí, y alguno que otro guiño a situaciones reales, como la historia del fotógrafo Yevgeni Khaldei (presente en todo el libro), recursos cercanos al documental que Cozarinsky también ha utilizado en sus películas y que sirven como anclaje de las situaciones a un determinado momento histórico.

Pero en la segunda y la tercera partes, debido al amplio período histórico que abarcan (1948 y 1960, respectivamente), la textura de la novela va deshaciéndose poco a poco. Las acciones que antes eran parte de una cadena bien planeada, ahora deambulan entre un pasado, un presente y un futuro nunca expuestos con claridad. Muchas veces hechos que serán fundamentales para el devenir de la trama se resumen en exceso, mientras que otros coyunturales, si no superfluos, se desarrollan con precisión. Ejemplo de esto es que el nacimiento de su hija y la entrega voluntaria a una familia de campesinos poco antes de ser aceptada en la Wehrmacht se reseña en apenas un párrafo (p. 75). Sucede lo mismo con la violación de la protagonista en Buenos Aires, que tendrá como consecuencia el nacimiento de Federico, protagonista de las dos últimas partes de la novela (p. 77). Por el contrario, se profundiza en un intento de secuestro del niño a los doce años una noche que sale a caminar por la ciudad, hecho muy bien plasmado, pero que, siendo intrascendente para el desarrollo de la historia, ocupa demasiadas páginas (pp. 105-107). Esta insustancialidad de la trama (en el sentido de tejido significativo) lleva al lector a dudar de qué es y qué no es lo realmente importante, perjudicando la sensación de confianza que debe inspirar el narrador. Si a ello sumamos las constantes elipsis y el nulo desarrollo del carácter de Therese, el resultado es una narración fijada en la anécdota, que avanza por medio de empujones y flashes de escenas cuyo resultado es más un collage que una estructura desarrollada a conciencia.

La cuarta parte, centrada en un Federico que piensa que es judío y su madre una víctima del horror nazi, adolece de un grueso error estructural: el lector asume que el comienzo coincide con la fecha del subtítulo (febrero de 1977), pero en realidad se corresponde con el final del mismo, lo que nos hace leer de una forma equivocada. A pesar de ello, se recupera el tono y la concreción de la primera parte, lo que vuelve a dotar a la novela de la sustancia perdida.

Nuevamente es la búsqueda de una identidad que el personaje no está seguro de poseer la que centra el dsarrollo del texto. Lamentablemente, cuando el autor debe abordarlo, vuelve a utilizar el recurso del resumen, la elipsis y la divagación de ideas y acciones tan características de la segunda y tercera partes. Por el contrario, la última, que se corresponde con una sola escena, es donde mejor plasma su capacidad de concreción y visualización, esa urdimbre densa y reflexiva a la cual nos referíamos al inicio de este comentario. Trata ésta del encuentro de los dos hijos de Therese en la estación central de Dresde, aunque ellos no lo saben. Esto produce una tensión narrativa casi inexistente en el resto del libro. El problema es que dicho encuentro se reduce a la anécdota y un novelista no puede apostar todas sus cartas a un final espectacular que, aun tratándose de una metáfora del tema principal, no justifica la ineficacia orgánica del resto del texto.

Cozarinsky realiza un intento por plantear el choque de realidades, la farsa de la Historia, la hipocresía de las instituciones religiosas y la tragedia de los individuos que tuvieron que negar toda seña de identidad para poder sobrevivir al descalabro del siglo XX. Pero la buena idea, la buena intención y una prosa correcta no bastan. Un autor, por genial que sea, no puede narrar en 155 páginas más de sesenta años de historia, menos si se ven involucradas dos generaciones. Recuerdo ahora la cita del crítico de Le Monde y pienso que ese «esboza destinos representativos» no es más que una manera sutil de no decir «resume lugares comunes». La historia narrada, el tema que subyace en ella y los protagonistas de la misma merecen un tratamiento mayor y mejor, no un mero collage, que los dignifique.

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Ficha técnica

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