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Las zoonosis, o los asesinos naturales

Spillover. Animal Infections and the Next Human Pandemic

David Quammen

Nueva York, W. W. Norton, 2013

592 pp.

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A la memoria de Eladio Viñuela

Entré en la chocolatería Valor de la calle Ibiza de Madrid para una inusual sesión científica: el reputado virólogo, Dr. Luis Enjuanes, estaba a punto de disertar ante un público variopinto que se apiñaba en un estrecho enclave al fondo del establecimiento. La charla iba a tratar sobre las enfermedades humanas que tienen su origen en otros animales, las zoonosis. Llevaba yo unas semanas tomando notas para escribir este artículo y se me había ocurrido ir a perfilar el tono apropiado en dicho ambiente popular.

«Espero que vengan ustedes vacunados. Basta un estornudo para…», dijo Enjuanes, riéndose, antes de proyectar la primera ilustración. El conferenciante y yo nos conocemos desde hace unas cuatro décadas, cuando él formaba parte como brillante discípulo del grupo de investigación de mi añorado amigo Eladio Viñuela, a quien precisamente debo mi introducción al fascinante mundo de las zoonosis, a través de la recomendación y préstamo de un libro titulado Fever (Nueva York, Ballantine Books, 1975) cuyo autor, John Grant Fuller, narra de forma dramática y trepidante el primer brote registrado del virus de Lassa. Cuando he repasado ahora esa historia, no he podido evitar volver a emocionarme en sus escenas cruciales.

En un precario dispensario rural cerca de Lassa, al sur de Nigeria, una enfermera casi septuagenaria, Laura Wine, empieza a sentir un molesto dolor de espalda que rápidamente da paso a otros síntomas tales como inflamación del cuello y la garganta, ulceraciones, ampollas, hemorragias cutáneas y, finalmente, un fallo renal. La enferma habla de forma incoherente y no responde a los antibióticos y a los tratamientos contra la malaria. Los médicos no asocian los síntomas observados a ninguna enfermedad conocida y deciden intentar evacuarla a un hospital misional en Jos (Sudán), lo que implica conectar por radio tras varios intentos fallidos, vadear un par de ríos en un todoterreno para llegar a un precario aeropuerto, donde la recogerá por fin una avioneta para un vuelo de dos horas hasta Jos.

Las historias de la caracterización de las distintas zoonosis constituyen un vigoroso subgénero de la narrativa detectivesca

La ha acompañado la enfermera Charlotte Shaw y las reciben la Dra. Jeanette Troup y la enfermera Penny Pinneo. La enferma llega al borde del paro cardíaco, Shaw ha de acercarse mucho a su rostro para tratar de oír lo que le dice y tiene que limpiarle la garganta con el dedo envuelto en gasa para que pueda respirar. Deciden aislarla y tomar precauciones, usando guantes y máscaras a partir de ese momento. Envían muestras de sangre a un especialista en enfermedades tropicales, el Dr. John Frame, en Nueva York. Laura Wine fallece a los once días de padecer los primeros síntomas. Charlotte Shaw empieza con el dolor de espalda ocho días después de la muerte de Laura y muere once días más tarde. Concluyen que se ha infectado al limpiar la garganta de Laura con el dedo que esa misma mañana se había herido con la espina de un rosal. Le hacen la autopsia y toman muestras de tejidos y de sangre. Están convencidos de que se trata de una enfermedad viral no descrita previamente.

Cuando la enfermera Pinneo cae a su vez enferma, deciden iniciar las gestiones para evacuarla a Nueva York. Los días pasan lentos y la impaciencia les invade mientras negocian con la guerrilla el despeje del precario aeropuerto local para que pueda recogerla una avioneta que la lleve al aeropuerto de Lagos, donde también han de gestionar que la línea aérea acceda a instalar una zona de aislamiento, suprimiendo varios asientos de primera clase, en el vuelo intercontinental. Ya han pasado once días desde los primeros síntomas y la enferma está moribunda. Con ella vuelan todas las muestras sanguíneas y tisulares para ser examinadas por los expertos. En Nueva York les recibe el Dr. Frame con toda clase de medidas de seguridad. Frame ha avisado al Dr. Jordi Casals, jefe del Laboratorio de Arbovirus de Yale, para que disponga la purificación e identificación del posible virus. Bajo la dirección de este último se forma un equipo de emergencia en el que no dejan que participe nadie con familia.

Saben que la complejidad y laboriosidad de la purificación del virus y, no digamos, de la obtención de una posible vacuna –procesos que han de llevarse a cabo en Yale– impedirán que puedan llegar a tiempo y ser de utilidad para Miss Pinneo, quien yace sobre un lecho de hielo en su hospital neoyorquino, con una fiebre altísima y apenas un hilo de vida. Sin embargo, esperan que sirvan para impedir la propagación de la infección a otras personas. Contra todo pronóstico, Pinneo no fallece y empieza a mejorar lentamente hasta su completa recuperación. Para entonces, el Dr. Casals ha contraído la enfermedad. No se sabe si se ha infectado por un padrastro que tiene en una uña o por su costumbre de chupar el extremo del lápiz mientras toma sus notas. La autoridad sanitaria decide entonces trasladar los trabajos de Yale a unos laboratorios de seguridad de los Centers for Disease Control (CDC) en Atlanta, y a Casals se lo aísla rigurosamente con cuidados intensivos y acaba salvándose gracias a ser tratado con suero inmune de la enfermera Pinneo. Ella y Casals son en ese momento las únicas personas infectadas que han sobrevivido y que, en consecuencia, están inmunizadas frente al que acabará llamándose «virus de Lassa». Cuando Casals está en buena parte recuperado y en condiciones de volver a casa, se cruza con un colega no perteneciente a su equipo, Juan Román, que está a punto de irse de vacaciones y se despide de él. Román resultará infectado y morirá durante el viaje.

Mientras tanto, en África, en la meseta de Jos, se ha propagado la epidemia y la Dra. Jeanette Troup se ve desbordada, por lo que pide que, ya que están inmunizados frente al virus, Casals y Pinneo se incorporen a su equipo, pero estos tienen dificultades para obtener visados por la guerra civil que asola la región. Al conflicto bélico se superpone una epidemia de fiebre amarilla que acaba afectando a unas cien mil personas, con una mortandad del cuarenta por ciento. Cuando, por fin, consiguen llegar a Jos, la Dra. Trout ha fallecido tras haberse infectado accidentalmente durante la autopsia de una víctima local. Empieza entonces la arriesgada y frustrante investigación de los mecanismos de infección y de las especies que actúan como reservorios naturales del virus, que resultan ser roedores en este caso.

Años más tarde de estas trágicas aventuras, después de dar mi conferencia en un congreso, se me acercó una persona de sonrisa amable que se interesó por una técnica de extracción y fraccionamiento de proteínas que yo empleaba. Se identificó como Jordi Casals y a mi pregunta contestó confirmando que, en efecto, era el superviviente del virus Lassa. Es la vez que más cerca he estado ante alguien que había vuelto del otro lado del río de la muerte. Creí estar en presencia de un fantasma. A Casals le había sorprendido la guerra civil española siendo becario en Estados Unidos y había quedado atrapado profesionalmente en dicho país, donde ha llegado a ser un virólogo muy reconocido.

Un excelente libro

Las historias de la caracterización de las distintas zoonosis constituyen en realidad un vigoroso subgénero de la narrativa detectivesca. Todas empiezan con un cadáver y un misterio por resolver, y las fuerzas del orden, formadas en este caso por médicos, enfermeras y otros sanitarios, veterinarios, ecólogos y biólogos moleculares, entre otros, arriesgan sus vidas para identificar a autores materiales, cooperadores necesarios y responsables últimos, así como para localizar sus guaridas y sus armas criminales. En un libro reciente de David Quammen se cuentan muchas de estas historias que acaban asociándose entre sí hasta componer una historia general de las zoonosis. Aunque Quammen no incluye el libro de Fuller en su extensa bibliografía, ni presta especial atención al virus de Lassa, su estilo narrativo recuerda mucho al de dicho autor, sobre todo en las descripciones de los personajes involucrados, los paisajes y las circunstancias, así como en las amenas descripciones técnicas. Por encargo de la revista National Geographic y otras similares, Quammen ha viajado a los escenarios donde han ocurrido los hechos, recónditos lugares e instituciones desperdigadas por los cinco continentes, ha participado en muchas de las expediciones científicas y ha entrevistado incansablemente a lo largo de seis años a decenas de supervivientes, sanitarios e investigadores, testigos y protagonistas directos de los dramáticos incidentes narrados. Al referirse a cada caso, aprovecha para ilustrar algún aspecto de los problemas generales que resulten particularmente evidentes en él. Aunque las enfermedades zoonóticas pueden ser causadas por agentes diversos, tales como priones (por ejemplo, las vacas locas), bacterias (tuberculosis), hongos (tiña) y protistas (amebiasis), Quammen se refiere principalmente a las mediadas por virus, entre las que se encuentran algunas de las más graves y de difícil gestión. No todas las infecciones víricas que afectan a humanos son necesariamente zoonóticas. Así por ejemplo, no lo es el virus de la poliomelitis, y sí lo son, en cambio, una larga lista de virus más o menos conocidos, tales como los que causan el SIDA, el virus Ébola y sus parientes, el virus Nipah, el virus de Hendra, el virus del Nilo occidental, el virus SARS o los causantes de las distintas gripes, como la aviar, la porcina y todas las cambiantes gripes humanas contra las que anualmente solemos vacunarnos. La mayor pandemia zoonótica de la historia fue la mal llamada gripe española de 1918, que causó entre cuarenta y cincuenta millones de víctimas mortales, más que el conjunto de las dos guerras mundiales, y el segundo lugar lo ocupa el SIDA, con unos treinta millones de muertos y unos treinta y cuatro millones de infectados en la actualidad. En cambio, varios de los virus antes mencionados se han limitado a ocasionar brotes reducidos, con decenas o centenas de afectados.

Enjuanes mantiene a su audiencia engatusada, contándole las particularidades de los virus: «Son muy abundantes en la biosfera, especialmente en los mares. Si los pusiéramos en línea recta, habría para ensartar sesenta galaxias», dice a los atentos asistentes. En un momento dado, una chica muy joven hace una pregunta inteligente: «¿Por qué contra ciertos virus basta con vacunarse una vez en la vida y contra otros, en cambio, tenemos que hacerlo todos los años?». Enjuanes explica que unos virus varían mucho más que otros y que, en particular, los virus que tienen ARN como material genético se copian al multiplicarse con más errores que los codificados por ADN. La tasa de errores en la copia de un virus con ARN puede llegar a ser hasta un millón de veces superior a la del ADN de las células humanas. La mayoría de estos errores son perjudiciales para la funcionalidad y multiplicación del virus, pero algunos de los cambios pueden conferirle nuevas propiedades y capacidades ventajosas, como, por ejemplo, la de multiplicarse en una nueva especie hospedadora. No es de extrañar que los virus zoonóticos sean típicamente virus con ARN.

El caso de los zorros voladores

El que acabará llamándose virus de Hendra, en honor al pueblo australiano, próximo a Brisbane, donde se describió su primer brote en 1994, ha acabado produciendo sólo un número reducido de muertes en la especie humana, pero sirve a Quammen para introducir algunos conceptos básicos relativos a las zoonosis, al tiempo que cuenta la historia y dialoga con supervivientes y testigos que quedan retratados física y sicológicamente en sucintas semblanzas para las que tiene especial gracia.

En torno a Hendra se desarrolla una intensa actividad hípica; multitud de modestas explotaciones se dedican a la cría y entrenamiento de caballos de carreras. Vic Rail es un experimentado entrenador, más respetado por su sabiduría hípica que por sus avispadas prácticas en el turf, que tiene una pequeña explotación en el pueblo y un cercado a unos kilómetros de distancia, en un prado donde pastan los animales no sometidos a entrenamiento. De allí ha de traerse, para cuidarla mejor, a una yegua baya, Drama Series, que está en avanzado estado de gestación y muestra síntomas de estar físicamente deprimida. Intenta forzarla a comer sin éxito, por lo que desiste en su empeño y se lava manos y brazos para limpiarse de restos de la comida rechazada. Al parecer, no debió de lavarse con suficiente meticulosidad, a juzgar por los resultados. De madrugada, Drama Series escapó violentamente del establo, se desplomó en el patio y murió por causas desconocidas. Se especuló con la posibilidad de una mordedura de serpiente o con el consumo de pasto venenoso, pero estas hipótesis se evaporaron cuando, trece días más tarde, sus compañeros de establo empezaron a ponerse enfermos. Los esfuerzos del veterinario no pudieron evitar la muerte de una docena de ellos. Esta circunstancia, junto con los síntomas mostrados, sugería que se estaba ante un virus nuevo, que pronto fue purificado, caracterizado y bautizado. Unos días después de la muerte de los caballos, Vic Rail, el entrenador, y Ray Unwin, el mozo de cuadra, cayeron enfermos y el primero murió, mientras que el segundo se curó en su casa. El veterinario, altamente expuesto, salió, sin embargo, ileso.

Estos acontecimientos hicieron cundir la alarma en la industria del turf y desencadenaron con extrema urgencia la frustrante búsqueda de la especie o especies «reservorio», capaces de mantener y multiplicar el virus asintomáticamente, y desde las que se suponía que se habían infectado los caballos que a su vez habían infectado a los humanos. Durante meses, un veterinario dirigió un muestreo sistemático y exhaustivo de pequeños mamíferos en torno a Hendra, en busca sin éxito de huellas del virus, ya fueran anticuerpos específicos, señal de que en algún momento el animal en cuestión había sufrido la infección, o ARN viral, prueba inequívoca de presencia. En algún momento, el veterinario propuso ampliar la prospección a los murciélagos, sin que, al parecer, sus superiores se dieran por enterados, hasta que se produjo un nuevo brote viral a bastante distancia de Hendra, lo que les hizo pensar en pájaros y murciélagos, especialmente en estos últimos, por ser mamíferos. El veterinario conocía a numerosos «cuidadores» de fauna, quienes con carácter voluntario se dedican a curar animales heridos, concentrándose a menudo en especies concretas, y decidió empezar por los murciélagos en cautividad, que enseguida mostraron poseer anticuerpos específicos del virus de Hendra y ARN viral. Los murciélagos en cuestión eran de varias especies del género Pteropus, vulgarmente conocidos como «zorros voladores» por su gran envergadura (hasta un metro, con las alas extendidas). Se confirmó luego el hallazgo en los murciélagos que vivían en libertad, pero sólo en el último momento se cayó en la cuenta de que en el cercado donde enfermó la yegua Drama Series había un único árbol y de que, por supuesto, de él colgaban decenas de zorros voladores.

Surgió entonces la pregunta: ¿por qué no ha fallecido ninguno de los cuidadores de fauna que han convivido tan íntimamente con murciélagos portadores del virus? Para contestarla, se analizaron los sueros de varias decenas de esos individuos sin que se encontrara rastro alguno del virus: este es incapaz por el momento de saltar de murciélago a humano, y sólo salta, tal vez por mordedura, del murciélago al caballo, especie en la que sufre una multiplicación explosiva que hace más probable la transmisión al humano. El caballo actúa, por tanto, como especie «amplificadora». Veremos que unas zoonosis nos llegan a través de una especie amplificadora y otras de modo directo desde la especie reservorio.

En su charla, Enjuanes llama la atención sobre el hecho de que mil cien especies, entre las seis mil seiscientas que existen de mamíferos, son murciélagos, y que estas especies incluyen más individuos que las del resto de los mamíferos juntos. Como veremos, distintas especies de murciélagos funcionan como reservorios en muchas de las zoonosis.

¿Por qué ha tardado doscientos años en aparecer un brote como este? 

La palabra que da título al libro de Quammen, Spillover, significa «derrame» en español y con ella se alude al establecimiento definitivo en la especie humana de un virus animal. «Emergencia» no es sinónimo de «derrame» en este contexto, ya que el término se refiere a una tímida tentativa de establecerse de forma más contundente en la nueva especie. El virus de Hendra constituye una enfermedad preemergente para el ser humano. Este virus, el zorro volador y el ser humano han convivido en Australia desde el Pleistoceno. En cambio, la cuarta pata del banco, el caballo, no llegó a dicho continente hasta enero de 1788, cuando el capitán Arthur Philips incluyó a nueve miembros de dicha especie en su famosa expedición fundadora. El virus de Hendra infectó al caballo desde el zorro volador, y a los humanos desde el caballo; no se contagia entre humanos. Por ello no puede considerarse ni siquiera como emergente.

Y Quammen se pregunta: ¿por qué ha tardado doscientos años en aparecer un brote como este? Si examinamos cuándo han ido emergiendo muchos de los brotes zoonóticos, comprobamos que ha sido a partir del ecuador del pasado siglo: los virus Machupo (Bolivia, 1959), Marburg (1967), Lassa (1969), Ébola (1976), HIV-1 (SIDA, 1981), HIV-2 (1986), Hendra (1994), gripe aviar (1997), Nipah (1998), Nilo Occidental (1999), SARS (2003), gripe porcina (2003), gripe A (2009) y virus MERS (2012). Quammen argumenta que esta secuencia no es una mera concatenación de hechos fortuitos, sino que responde a efectos no intencionados de las actividades humanas, a la confluencia de una crisis ecológica y otra médica. No estamos ante una «venganza de la selva», sino de un proceso sin alma, una respuesta ciega a los cambios de los condicionantes naturales, la punta de lanza de unos derrames en los que potencialmente podrían llegar a involucrarse hasta unos cientos de miles de especies que pueden resultar patogénicas para los seres humanos. Se estima que hay al menos trescientas veinte mil especies de virus de mamíferos en espera de ser descubiertos, dice Enjuanes a su audiencia; acechando a la especie humana, añadiría yo. En un inventario reciente de especies patogénicas para los humanos, casi dos tercios de ellas resultan ser zoonóticas, la mayoría procedentes de reservorios no domésticos. Con nuestra invasión arrasadora del medio natural estamos propiciando los contactos necesarios para que se produzcan estos transvases. No es que los patógenos estén invadiendo nuestro hábitat, sino que nosotros estamos invadiendo el suyo. Lo peor puede ciertamente estar por llegar. Por otra parte, ya hemos dicho que los virus con ARN son particularmente mutables y esto les permite estar constantemente comprando números en la lotería del derrame hacia la especie humana.

Mecanismos, reservorios y guaridas

El aislamiento y caracterización del virus correspondiente a una nueva zoonosis y la identificación de la especie que lo ha transmitido a la víctima final son tareas difíciles y laboriosas, aunque no lo son tanto como las de establecer los mecanismos responsables de la transmisión, de identificar la especie o especies reservorio y su distribución geográfica, y de encontrar las guaridas en que estas se esconden. Se trata de unas tareas que involucran al conjunto del sistema ecológico y no admiten ni la simplificación impaciente ni las generalizaciones prematuras. Quammen nos familiariza con estos problemas mediante un minucioso examen de diversas zoonosis que no vamos a glosar aquí, aunque sí entresacaremos algunos ejemplos relevantes.

La mayoría de las virosis zoonóticas que hemos mencionado aparecen y desaparecen como guadianas histéricos sin que sepamos del todo por qué lo hacen, mientras que son pocas las que se convierten en pandemias capaces de presentar una batalla continuada. Éxito o fracaso dependen de dos aspectos de la acción viral: la transmisibilidad y la virulencia o patogenicidad. La vía que favorece la transmisión de un virus dado puede ser muy variada: vía aérea, oral-fecal, a través de la sangre, sexual, vertical, o en la saliva de un animal que muerde. El modo de transmisión es intrínseco a la constitución genética del virus que resulta de la ciega y constante variación que sufre el ARN en sus sucesivas e infieles replicaciones. La transmisibilidad depende de un conjunto de propiedades que facilitan la transmisión. En un virus de la gripe, por ejemplo, la transmisión aérea depende de que las partículas virales se concentren en la garganta y la irriten hasta producir la tos o el estornudo que las expulse al medio ambiente, de la resistencia de estas partículas a la desecación o a los rayos ultravioleta, al menos durante unos minutos, de las capacidades de adherirse a una mucosa en destino y, en fin, de la de penetrar específicamente en una célula del individuo receptor de la transmisión.

El segundo aspecto es la virulencia de la cepa viral concreta o, como prefieren llamarle los especialistas, la patogenicidad. La primera regla de un parásito de éxito es la de no matar rápidamente al hospedador. Ya Pasteur señaló que el parásito más «eficiente» es el que vive en armonía con su víctima. Es la larga convivencia la que permite la adaptación evolutiva entre invasor e invadido. Quammen ilustra este proceso con la evolución de las tasas de mortalidad por el virus de la mixomatosis en los conejos australianos. Curiosamente, las dos grandes pandemias del siglo XX, la mal llamada gripe española y el SIDA, lo han sido a través de dos estrategias distintas: mientras aquella exitosa cepa del virus de la gripe causó millones de muertos debido a su altísima transmisibilidad, a pesar de su baja tasa de mortalidad (infectó al treinta por ciento de la población mundial y, con una tasa de mortalidad no muy por encima del dos por ciento, provocó más de cuarenta millones de muertes; sólo en Estados Unidos, la gripe redujo la esperanza de vida en un diez por ciento), el virus del SIDA, en cambio, logra propagarse eficazmente con una alta tasa de mortalidad gracias a que el largo período que transcurre entre la infección y el fallecimiento permite el contagio a un alto número de individuos.

Luc Montagnier, descubridor del VIH.Como un buen ejemplo de la complejidad de la transmisión de una infección desde la especie reservorio a la humana podemos elegir la enfermedad de Lyme, que toma su nombre de un pueblo en Connecticut (Estados Unidos) y que no está causada por un virus sino por una espiroqueta (un tipo de bacteria), Borrelia burgdorferi. Es una enfermedad que afecta a más de treinta mil personas al año, sólo en Estados Unidos, y que ha suscitado diversas polémicas que han llevado a una considerable politización de su gestión sanitaria. La bacteria es transmitida al ser humano por una garrapata. Al poco de empezar la búsqueda de la posible especie reservorio, se encontró al parásito viviendo felizmente en un cierto tipo de ciervo, lo que determinó que, ante la presión política, se echaran las campanas al vuelo en medios oficiales y se iniciara una campaña experimental de eliminación de ciervos en un área acotada, por ver si con ella se conseguía reducir la incidencia de la enfermedad. Cuando no se obtuvo el resultado esperado, la pesquisa se estancó y no se reanudó hasta que un competente equipo de ecólogos abordó el problema de una forma más sistemática y rigurosa. Para empezar, encontraron a las garrapatas, en mayor o menor abundancia, en todos los pequeños mamíferos que atraparon y a la bacteria multiplicándose en muchos de ellos, especialmente en ratones y musarañas, que fueron así identificados como principales especies reservorio. Lo singular de los ciervos era que podían acoger a cantidades ingentes de garrapatas, por lo que, con tal de que quedaran vivos unos pocos de ellos, estaba asegurado el papel amplificador de la especie. Lo que acababa determinando las extremas variaciones en la incidencia de la enfermedad de Lyme era, en realidad, la variabilidad del tamaño de las poblaciones de las especies reservorio que, según acabó viéndose tras unos años de paciente seguimiento, dependía a su vez de la vecería de la producción de bellotas en el bosque en cuestión.

Hay zoonosis cuyo origen último ha eludido durante décadas a los investigadores que lo han buscado denodadamente. Este es el caso de la mafia familiar de los ebolavirus, cuyo primer representante en ser identificado fue el virus de Ébola, así llamado por el río Ébola, en Zaire, el cual se identificó por primera vez en 1976. En diferentes partes de África se han identificado en años posteriores hasta otras tres especies de virus estrechamente relacionados con el de Ébola, pero lo suficientemente distintas de él para haber recibido nombres específicos. Todas ellas tienen efectos devastadores sobre gorilas y chimpancés, desde los cuales se transmiten a los consumidores de la carne de estos simios, una práctica prohibida pero muy extendida en África. Los infectados primarios transmiten la enfermedad de forma secundaria a un cierto número de congéneres, siendo el número de víctimas humanas fallecidas unas mil quinientas, y el de primates, incalculable. El último de los ebolavirus, denominado Bundibugyo, ha sido aislado en 2007. Antes, un quinto pariente había llegado en dos ocasiones a la ciudad de Reston, en Estados Unidos, en sendas importaciones de macacos desde Filipinas. No se descarta que antes el virus hubiera volado en avión de África a Asia. Igual que con los bandidos que se esconden eficazmente después de perpetrar sus golpes, de los ebolavirus nadie ha podido encontrar a sus jefes y guaridas. Sólo en una ocasión se han encontrado sus huellas en ciertas especies de murciélagos sin que se haya podido obtener la prueba definitiva, como sería la recuperación de partículas de virus funcionales a partir de la putativa especie reservorio. 

La insidiosa pandemia de nuestros días

El virus del SIDA (Síndrome de Inmuno-Deficiencia Adquirida) está causando una grave pandemia, cuyo número de muertes sigue creciendo, rondando ya los treinta millones, aunque la tasa de fallecimientos haya ido atenuándose gracias a los avances científicos y a las mejoras en la atención sanitaria. Los aspectos principales de esta enfermedad, a los que Quammen dedica más de un centenar de páginas, son de sobra conocidos por el gran público y no vamos a glosarlos aquí, por lo que nos restringiremos al comentario de algunas cuestiones menos familiares.

En el otoño de 1980, el SIDA se asomó, tímidamente y por primera vez, a la literatura científica mediante una comunicación urgente de apenas dos páginas publicada por el inmunólogo Michael Gottlieb, del Centro Médico de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), dando cuenta de cinco pacientes que presentaban una depresión del sistema inmunológico acompañada por una infección pneumónica causada por un hongo que era inocuo en condiciones normales. Los cinco resultaban ser hombres homosexuales. Poco después se detectaron casos con ciertas similitudes en Nueva York y, entre inmigrantes haitianos, en Miami. Conforme fueron acumulándose casos en distintas partes del país, se tuvo consciencia de que se estaba ante una nueva enfermedad, probablemente causada por un virus hasta entonces desconocido.

Otro hito en el despegue de la pandemia fue la actuación de un asistente de vuelo, de nombre Gaëtan Dugas, que aprovechaba su facilidad de moverse a capricho por el ancho mundo para tener el máximo posible de intercambios homosexuales, dejando un amplio reguero de infectados en todas las ciudades que compulsivamente visitó. Por un tiempo se pensó en él como el «paciente cero» (index case), la persona que había llevado el virus desde África a América, aunque eventualmente se vio que no era exactamente así, aunque no cabe duda de que Dugas contribuyó culpablemente a la rápida expansión de la enfermedad en este último continente.

Gallo había hecho sus primeras observaciones con una muestra de virus que Montagnier le había dado generosamente

Por razones que tal vez resulten obvias, Quammen pasa de puntillas sobre la dura pugna científica por ser considerados los primeros en aislar y caracterizar el virus causante de la pandemia, pugna que acabaría incluso en un conflicto internacional que requirió una especie de tratado de paz entre Estados. En 1983, un virólogo francés poco conocido, Luc Montagnier, y sus colaboradores fueron los primeros en publicar el aislamiento, la caracterización y un método de detección del virus del SIDA, que acabaría siendo denominado HIV-1 (cepa 1 del Virus de la Inmunodeficiencia Humana), después de que se incurriera en considerable confusión con diversas nomenclaturas provisionales. Un año más tarde, Robert Gallo, un brillante, avispado y agresivo virólogo norteamericano, disputaría a Montagnier la primacía del descubrimiento y se iniciaría una guerra que duró varios años. Ésta llegó a ser tan enconada y contraria al interés general que los presidentes de Estados Unidos y de Francia, Ronald Reagan y Jacques Chirac, hubieron de reunirse para concertar un pacto de no agresión, elaborando un detallado documento que reconocía la coautoría del descubrimiento y determinaba el reparto del botín. Este pacto hizo agua cuando, no mucho después, un periodista del Chicago Tribune demostró, primero en las páginas del periódico y luego en un enjundioso libro, que Gallo había hecho sus primeras observaciones con una muestra de virus que Montagnier le había dado generosamente. La última palabra la tuvo el comité Nobel al excluir a Gallo del premio que concedió a Montagnier y a su colaboradora FranÇoise Barré-Sinoussi, hilando ciertamente más fino que el jurado del premio Príncipe de Asturias, que poco antes había galardonado conjuntamente al francés y al norteamericano.

Conforme se dispuso de técnicas de secuenciación de genomas fueron posibles dos observaciones muy relevantes: la identificación del chimpancé como donante del HIV a nuestra especie y el establecimiento de las relaciones filogenéticas precisas de las distintas muestras del virus HIV aisladas en la especie humana. Después de ciertos bandazos, identificando virus relacionados con el HIV en distintas especies de simios (virus SIV), quedó claro que el derrame de la infección se había producido desde el chimpancé al ser humano, ya que su virus de inmunodeficiencia (SIVcpz) era prácticamente idéntico al HIV. Respecto a la filogenia del HIV, se vio que había bastante divergencia entre los distintos aislados, siendo posible agruparlos en doce grupos, de los cuales el denominado grupo M, que incluye a HIV-1, resultó ser el más virulento y predominante, por lo que fue identificado como protagonista de la pandemia. La existencia de los doce grupos indicaba que el derrame chimpancé-Homo sapiens se habría producido en una docena de ocasiones, probablemente por el hábito humano de consumir carne de chimpancé, y se planteó la cuestión de en qué momento se había producido el derrame del grupo M. Ésta se resolvió gracias a la secuenciación de dos muestras de archivo, anteriores a la propagación americana, una de plasma congelado, correspondiente a un fallecido en Zaire en 1959, y otra de tejido conservado en parafina, de otra víctima fallecida en la misma región en 1960: el estudio de las divergencias de las secuencias de éstas y otras muestras de HIV del grupo M permitió calcular que el HIV antecesor común fue introducido en un ser humano en torno a 1908. Esta conclusión, confirmada por otros tipos de evidencia, echa por tierra todos los mitos creados por la industria de la desinformación respecto al origen del SIDA, tales como que el virus era una creación humana escapada de un laboratorio de Berlín o el resultado del uso de plasma de simio en un hipotético y descabellado plan de vacunación.

¿Qué había ocurrido con el HIV entre el momento del derrame y su explosiva eclosión pandémica en los años ochenta? No lo sabemos, pero no resulta difícil dar una explicación verosímil. El virus seguramente sufrió un proceso de lenta evolución adaptativa en su nuevo hospedador, mientras iba transmitiéndose a nuevas víctimas en torno a Leopoldville y otros poblados y capitales africanas, hasta que, tras varias décadas, encuentra en ciertas prácticas sociales de los países occidentales, tales como una creciente promiscuidad sexual, el expansivo uso de drogas inyectables, y el desarrollo de productos sanguíneos para hemofílicos, el medio de cultivo idóneo para su difusión. Quammen fabula hábilmente este proceso, de un modo que resulta creíble, pero pálido y aburrido en comparación con las dramáticas historias reales que contiene el libro.

La gran pandemia que viene

Puede resultar sorprendente que muchos de los brotes zoonóticos que provocan un número limitado de muertes desemboquen en costosas investigaciones que ponen en riesgo las vidas de quienes las llevan a cabo. La justificación de que esto sea así es la idea de que estos brotes pueden constituir preavisos de grandes pandemias futuras, contra cuyos trágicos efectos resulta imperativo prepararse. ¿Cuáles de estos brotes podrían presagiar tan indeseadas consecuencias? Esto es imposible de predecir y no deben descartarse las sorpresas. Sin embargo pueden hacerse algunas conjeturas. Quammen, siguiendo la opinión de muchos expertos, ve como verosímil que la próxima pandemia pueda ser de naturaleza viral y, puestos a conjeturar, los candidatos a protagonizarla habría que buscarlos entre aquellos causantes de pandemias recientes en la especie humana, aquellos que han demostrado ser capaces de producir grandes pandemias en especies animales y aquellos que tienen una especial capacidad para el cambio genético, por mutación y reorganización de sus genomas. Estos condicionantes apuntan a los retrovirus, como el HIV, los coronavirus, como el SARS-CoV (2002) y el MERS-CoV (2012), y los ortomixvirus, como la gripe A (H1N1) 2009 y la famosa gripe española.

Tenemos reciente el reflejo en los medios de comunicación de la neumonía atípica causada por el virus SARS-CoV. El primer brote ocurre en Guangzhou, capital de la provincia china de Guangdong, en enero de 2003. Un vendedor de marisco, que llega con vómitos y tos a una sala de urgencias que queda contaminada, infecta por casualidad a un nefrólogo que se marchaba a Hong Kong para asistir a la boda de un sobrino. Este parte hacia Hong Kong a pesar de que empieza a sentirse mal y se hospeda en la habitación 911 del hotel Metropol. No llegará a la boda. Varios de los hospedados en el mismo pasillo del hotel quedan contaminados, incluyendo a una anciana canadiense que al día siguiente volará de vuelta a su país, donde transmitirá la enfermedad a varias personas, una de las cuales viajará a Filipinas, y así sucesivamente. Antes de acabar el mes de febrero, el nefrólogo, que resulta ser un «supertransmisor», ha exportado su virus a otros países, tales como Estados Unidos, Vietnam o Singapur. El virus se extiende por todo el mundo hasta afectar a 8.422 personas, con un diez por ciento de muertes, y, como señala Enjuanes, el 5 de julio, la Organización Mundial de la Salud da por terminado el brote, al haber pasado tres meses sin fallecimientos, salvo alguno aislado u ocurrido por accidente de laboratorio.

La naturaleza no es ni buena ni mala. Los alimentos llamados naturales son también vehículo de una pandemia peligrosa 

En China proliferan los restaurantes que ofrecen el «sabor salvaje» de toda clase de bichos vivientes. Sólo en Guangzhou, estos restaurantes superan los dos millares, lo que mantiene activos a los increíbles mercados de animales vivos que los abastecen, donde ejemplares de todas las especies imaginables se hacinan sin orden ni concierto, verdaderos paraísos en los que pueden encontrar cobijo y difundirse hasta los virus más tontorrones. En el caso que nos ocupa, un alto cacique de la ciencia china decretó que la infección no era causada por virus, lo que entorpeció inicialmente la búsqueda de la especie reservorio, hasta que se vio que las civetas, manjar exquisito para los clientes de esos restaurantes, eran portadoras del virus SARS-CoV, aunque no cumplían los requisitos para ser su verdadero reservorio. Finalmente, el murciélago herradura, también consumido por los chinos, fue identificado como cobijo de los culpables. Quammen es uno de los integrantes de la partida cuando se explora una cueva que alberga a miles de murciélagos y cuyo único acceso es un agujero que apenas le deja entrar con esa especie de traje de astronauta que se emplea para estas ocasiones, mientras los enormes murciélagos intentan salir por el mismo agujero y chocan contra él.

La rápida caracterización del virus, los modernos hospitales en que fueron tratados la mayor parte de los afectados y las medidas preventivas evitaron una mayor tragedia. A propósito de estas últimas, las máscaras quirúrgicas para prevenir la transmisión del virus por vía aérea llegaron a agotarse en muchos sitios, hasta tal punto que Enjuanes nos mostró a una pareja de chinos compartiendo las copas de un sostén como sustitutas.

Enjuanes nos habló también del coronavirus del síndrome respiratorio de Oriente Medio, MERS-CoV, que es un nuevo tipo, descrito por primera vez el 24 de septiembre de 2012 en Arabia Saudí, y que no ha sido incluido en el libro de Quammen, pero que ya ha viajado a Italia, Francia, el Reino Unido, Alemania y Túnez. El 1 de noviembre de 2013 se ha registrado el primer caso de este virus en España: se trata de una mujer marroquí, residente en nuestro país, que viajó a Arabia Saudí, donde sufrió los primeros síntomas el pasado 15 de octubre, e ingresó el 1 de noviembre en el Hospital Puerta de Hierro, donde se recupera en aislamiento sin problemas. Hasta ahora se han producido 160 casos, la mayoría en la península arábiga, y 64 de ellos han sido mortales. Es éste el sexto de los coronavirus descubiertos recientemente, guarda semejanza con el SARS-CoV y con el virus del resfriado común y ha sido rastreado en los dromedarios, incluidos los de las islas Canarias. Este virus ha preocupado lo suficiente como para limitar este año las peregrinaciones a la Meca.

Al virus de la gripe A (H1N1) 2009, pandémico, se le ha llamado en broma como el de la «pandemia de temor», porque su terrible amenaza no llegó a materializarse del todo, dejando sin usar en nuestro país varios millones de dosis de la vacuna (las vacunas se compraron como prevención, siguiendo instrucciones de la Organización Mundial de la Salud). Al registrarse muertes de humanos causadas por este virus aviar, se temió la rápida difusión global por las aves migratorias. El que el virus todavía no haya logrado evolucionar hacia un tránsito más fácil entre ave y humano y, sobre todo, para ser capaz de transmitirse fácilmente entre humanos, ha pospuesto el cumplimiento de la amenaza. Aparte de la patogenicidad de este virus, que acabamos de describir, hay otra circunstancia que lo hace buen candidato a protagonizar una futura gran pandemia, como es la gran capacidad de sus genomas para variar evolutivamente, no sólo por sus altas tasas de mutación, por error en la copia de la información genética, sino también porque, de forma peculiar, sus genomas están segmentados en ocho partes que pueden ser intercambiadas entre cepas cuando infectan a un mismo animal. Así por ejemplo, una cepa humana y otra aviar que infecten a un cerdo pueden crear nuevas cepas, distintas de las originales, por intercambio de segmentos. Las partículas de estos virus están decoradas por dos tipos de protuberancias, que son proteínas codificadas por sendos segmentos del genoma y que corresponden a la hemaglutinina (H) y la neuraminidasa (N). Se han identificado dieciséis variantes de H y nueve de N, lo que cifra en 144 las posibles combinaciones binarias. Las piezas H y N determinan la capacidad de una cepa para entrar y salir de las células de un hospedador específico donde se ha de multiplicar. Es decir, los tipos de H y de N de un virus determinan a qué especies animales puede infectar. Por ejemplo, una cepa con H7N7 va bien en el caballo. Esta ciega «creatividad» genética puede ayudar a que se perfilen nuevos candidatos para protagonizar una gran pandemia.

Otra pandemia reciente que pudiera agravarse es la causada por el virus del Nilo occidental, que está extendiéndose por todo el planeta y ha causado ya, entre 1999 y 2008, más de veinticinco mil casos. El tiempo dirá de dónde nos viene la siguiente amenaza.

Ni buena ni mala sino todo lo contrario

Aparte de los mal llamados alimentos naturales, se publicitan vestidos, muebles y otros productos naturales, y hasta ha habido una constructora que se anunciaba diciendo que construía Naturaleza, pero por mucho que en la actualidad se considere la palabra «natural» como sinónima de bueno o inocuo, lo cierto es que la naturaleza no es ni buena ni mala, sino todo lo contrario. Vean si no cómo los alimentos llamados naturales, sean lechugas, espinacas o brotes germinados, son vehículo de una pandemia peligrosa, consistente en la transmisión de cepas letales de la bacteria Escherichia coli procedentes de su especie refugio, la vaca doméstica, a través del injustamente mitificado estiércol fresco. No puede decirse que los asesinos naturales sean mejores que los de cualquier otra clase.

Francisco García Olmedo es miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos. Ha sido catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid (1970-2008). Sus libros de divulgación más recientes son El ingenio y el hambre (Barcelona, Crítica, 2009) y Fundamentos de la nutrición humana (Madrid, UPM Press, 2011).
 

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