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Las consecuencias económicas de la Guerra de Putin

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En nuestra entrada de la semana pasada buscábamos la claridad moral entendida como una conclusión y guía a la que se llega con la ayuda de la más estrecha colaboración posible entre el corazón y la mente, es decir, entre la lógica de la razón y la lógica de la compasión. Esperamos no haber andado muy descaminados.

Hoy deseamos continuar por la misma senda en busca de la claridad moral según la entendemos, pero vamos a invertir en cierta medida los términos de nuestra reflexión para dar más protagonismo a la lógica de la razón. Más concretamente, desarrollaremos la tesis de que las consecuencias económicas de la desgraciada aventura bélica del presidente Putin pueden dañar de forma irremediable a este hombre perverso y a quienes han facilitado su perversidad –y a todo el pueblo ruso, apoye o no al tirano del Kremlin–. Las consecuencias económicas de que hablaremos hoy, junto con las catastróficas consecuencias humanas causadas por su barbarie, acabarán poniendo a Putin y a la cleptocracia que señorea en el lugar de la historia que les corresponde.

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Rusia no es un país rico. Podría considerarse un paísde renta media alta o media, sin apellido, según tengamos en cuenta el poder adquisitivo de su producto interior bruto (PIB) o no. Con una población de unos ciento cuarenta y seis millones de habitantes y un PIB de 1,48 billones de dólares en 2020 (en términos nominales, es decir, sin tener en cuenta el poder adquisitivo de dichos dólares, sólo un 32% mayor que el PIB español con una población tres veces mayor), la economía rusa es la undécima del mundo. En términos relativos a su poder de compra (purchasing power parity), la rusa ocupa el quinto lugar entre las economías del mundo, debido a la menor carestía de la vida en comparación con países más prósperos. España es, por el tamaño de su economía, la décimo cuarta del mundo en términos nominales y la décimo quinta en términos de poder de compra.

Cuando tenemos en cuenta el tamaño de su población, sin embargo, el PIB per cápita en Rusia ocupa el número 55 en el ranking mundial, con una renta per cápita en términos de poder adquisitivo de 28.213 dólares, mientras que España ocupa el lugar 42, con 38.335 dólares. Por dar otra referencia, útil cuando consideramos renta per cápita, la del mundo en su promedio es de 17.110 dólaresLos datos citados son para el año 2020 y elaborados por el Banco Mundial: https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_GDP_(PPP)_per_capita..

Rusia no es, por lo tanto, un país rico. Es más, el rápido crecimiento de la economía rusa durante los tres primeros lustros del presente siglo, impulsado por precios de las materias primas, como fue el caso de Brasil y otras economías emergentes, se detuvo hacia 2013 y, en el caso de Rusia, dio lugar a una etapa de estancamiento y declive, al menos en términos nominales, causado en parte por la depreciación secular de la moneda rusa desde la crisis de 2008. En términos nominales, el PIB ruso pasó de 2,14 billones de dólares en 2013 a los 1,48 billones citados anteriormente en 2020, es decir, un descenso del 30,8%. ¡Casi nada!

Este es el trasfondo económico en que el presidente Putin inició el pasado 24 de febrero la invasión de Ucrania. Añadamos que esta invasión parece cada día que pasa más una aventura sin final claro que una operación militar bien definida. Añadamos también que esta invasión es la continuación de anteriores aventuras bélicas como la guerra con Georgia (en 2008, que recibió apenas respuesta del resto del mundo como se lee aquí) y la anexión de Crimea en 2014.

Con este trasfondo de expansionismo militar y estancamiento económico, si no decadencia, el presidente Putin parece estar dándose de bruces con varios hechos que, si bien imponderables al inicio de su invasión, se van aclarando cada día un poco más.

El primero de estos hechos inicialmente imponderables es la determinación del pueblo ucraniano, heroicamente resumida en su presidente Volodymyr Zelenskyy, de oponer la mayor resistencia posible al invasor. El segundo hecho es que la logística con que los generales de Putin prepararon la invasión parecía contemplar poco más de tres días de suministros, desde fuel hasta raciones alimentarias, y se basaba en movilizar material bélico que se está manifestando letal pero sujeto a complicaciones técnicas y de reparación asombrosamente fuera de lugar en un ejército moderno del siglo XXI.

Pero el que consideramos más significativo hecho, desde el punto de vista de nuestra reflexión de hoy, es la muy diferente respuesta de los Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Canadá, Australia y multitud de otros países, frente a la invasión, comparada con la casi inexistente respuesta de estos mismos países en 2008 con la Guerra de Georgia e incluso en 2014 tras la anexión de Crimea.

Comparada con la velocidad de tortuga de similares (no) respuestas anteriores, la de los, para simplificar, «aliados» ha sido fulminante esta vez. Un día leíamos que los aliados estaban pensando en impedir el acceso de Rusia al sistema internacional de pagos SWIFT y al siguiente leemos que los ciudadanos rusos no pueden comprar gasolina u otras necesidades con su tarjeta de crédito. (Irónicamente, el acrónimo SWIFT, que se refiere a la Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunications, como palabra en el idioma inglés significa acción que ocurre con rapidez o prontitud.)

También leemos que el gobierno británico ha decidido, ¡por fin!, acabar con las dudosas maniobras financieras de muchos oligarcas rusos en el país, especialmente el «Londongrad». O que los alemanes han decidido frenar el desarrollo del gaseoducto Nord Stream 2 que conecta Rusia y Alemania a través del Báltico. O que los yates de dichos oligarcas están siendo incautados allí donde se encuentren (Italia, por ejemplo, ¿y Barcelona?). O que…

En los Estados Unidos, ya el 24 de febrero pasado, el Departamento de Estado (ministerio de asuntos Exteriores) anunció severas medidas para impedir a grandes bancos rusos y sus subsidiarias el obtener financiación (en este anuncio de prensa). Es de destacar que paralizar las actividades de «unos pocos bancos rusos» tiene un alcance enorme, ya que de estos «bancos madre» dependen multitud de subsidiarias y filiales que también acabarían paralizadas. El asunto no es de minimis.

Rusia ha adquirido durante los últimos años una considerable cantidad de reservas en moneda extranjera, unos seiscientos mil millones de dólares en total, la mayor parte en euros, oro y dólares. Mucho dinero, sí, pero desafortunadamente depositado en los sistemas bancarios de los países que estamos denominando como aliados, y sujetos, en principio, a retención bajo las leyes de los países en que están depositados en un 70% del total.

El rublo se ha desplomado. El mercado de valores de Moscú no abre sus puertas por miedo a lo que pasará. Como decimos, la fulminante aparición de sanciones colosales contra la cleptocracia de Putin no tiene precedentes.

El panorama económico es, en definitiva, amenazador para Putin. No tan amenazador como lo es su brutalidad con sus víctimas ucranianas, que están ya sufriéndola a tenor de miles de muertos y más de millón y medio de refugiados. No hay comparación. Pero la decisión de los aliados de reaccionar como están reaccionando, sin utilizar directamente medios militares, puede ser un factor fundamental en la resolución del conflicto en las próximas semanas.

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Hay, no obstante, un aspecto de gran importancia para los bolsillos de los aliados que es preciso destacar ya que constituye un test definitivo de la determinación de dichos aliados para seguir adelante sin titubear. Las sanciones mencionadas van a causar dificultades económicas, casi al mismo tiempo que afectan al gobierno y ciudadanos rusos, a los ciudadanos de los países aliados. ¿Cómo van a responder los votantes en España, Francia, Alemania, el Reino Unido o los Estados Unidos? Ítem más, ¿van a mantener el curso los líderes aliados si sus votantes se oponen en cantidades de masa crítica? ¿Cómo reaccionarán los colectivos sociales, desde pensionistas hasta grupos políticos de uno y otro signo?

Desde comienzos de febrero, el precio del gas natural ha subido más del doble, los precios del petróleo y del trigo han subido casi un 40% y los de otras materias primas, tres cuartos de lo mismo. Estas subidas de precios se manifiestan cuando apenas las economías occidentales están saliendo de las distorsiones creadas por la pandemia, incluido el repunte la inflación más allá de tasas no observadas en el curso de una generación y media.

En España, ya se vienen expresando los temores de una todavía más elevada factura de la luz o un más costoso depósito de gasolina. Y estos temores se unen a las habituales tibiezas de la equidistancia estilo «burro de Buridán», de forma que, una vez más, nuestros inexpertos y aficionados líderes pueden acabar perdiendo el norte y yéndose por las ramas. ¿Pasará lo mismo en los países medulares de Europa o en los Estados Unidos? Esperemos que no. Pero por si acaso, y en el más que dudoso caso de que leyeran dichos líderes, al menos los compatriotas, estas líneas, y siempre esperando que nuestros respetados lectores puedan sintonizar con nuestras ideas en pos de Una Buena Sociedad, les daremos nuestra opinión.

¿Que suben los precios como consecuencia de una causa noble (warts and all, pero noble)? ¡Pues que suban! Nos explicamos.

Inspirados por pensadores tan caros a nosotros como Adam Smith y David Hume, y reconfortados por los logros de los avances sociales tras la Segunda Guerra Mundial, consideramos que un aspecto de un buen gobierno, a estas alturas de siglo, es la capacidad tecnológica y política de los gobernantes y las burocracias que dirigen para responder de forma eficaz, eficiente y centrada en el bien común a disrupciones pasajeras en el funcionamiento de un sistema económico nacional, especialmente cuando así lo requiere una causa noble. Si los países avanzados han sido capaces, ayer mismo como quien dice, de implementar la creación de estímulos fiscales y monetarios cifrados en decenas de billones de dólares en su conjunto, ¿no es posible proteger a los ciudadanos más débiles de los efectos domésticos causados por las sanciones al Estado cleptocrático ruso? ¿Cuán complicado sería subvencionar la proverbial factura de la luz, que utilizamos aquí como representante de los costes domésticos de las sanciones al Régimen de Putin, a los ciudadanos con rentas inferiores a un cierto umbral, incluida una escala móvil de subvención, siquiera parcial, en función del nivel de renta por debajo de dicho umbral? Subvenciones que podrían y deberían financiarse con impuestos transitorios, solidarios pero de base amplia, y específicos. O de otras formas posibles.

También, estos mismos dirigentes ideales a los que nos referimos, deberían hacer ver a la población que, por culpa de este ingente shock de oferta que viene de fuera, nuestro país es más pobre, y la economía es más inflacionaria al tiempo que se estanca (stagflation, o estanflación). En este duro contexto, que ya se vivió durante la crisis del petróleo (1975-1985), carece de sentido pretender que todas las rentas recuperen su poder adquisitivo, de forma que los hogares y empresas que puedan aguantar podrían renunciar a la indexación de sus rentas con el IPC o a las subidas de precios que les aguantarían (solo por un tiempo) sus márgenes, para evitar que se enquiste la espiral destructiva de la inflación.

El buen gobierno es ágil, dispone de tecnología y burocracia eficaces, y no se desgasta empeñado en salvar una patria supuestamente amenazada por el contrincante político, sino que busca consenso en el poder. Y cuando un partido no está en el poder, ejerce con interés de Estado en la oposición. No nos digan que un componente de la claridad moral que perseguimos no es el concentrar la inteligencia de gobiernos y sociedad civil en momentos claves de la historia.

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Ciudadanos de a pie como sus humildes escribanos no tenemos acceso a información privilegiada y no aspiramos a más que a filtrar lo más inteligentemente posible lo que absorbemos de los medios de comunicación, en los que hay excelente información, dicho sea de paso. Pero parece existir un consenso entre entendidos, según el cual el presidente Putin se encuentra enormemente disgustado por la suma de hechos como los que acabamos de comentar, hasta el punto de restringir aún más el acceso a la información de sus súbditos rusos, recurrir a la expulsión de medios extranjeros, a los que además amenaza, o emitir de forma destemplada declaraciones desnortadas y amenazas de hecatombe nuclear. Y cada día, sin embargo, se produce información que refuerza la impresión de que esta es una guerra para que Putin la pierda, posibilidad que incluye un cese de las hostilidades sin victoria rusa definida. Si la dimensión humana de esta descabellada y cruel aventura bélica del presidente Putin, y el juicio de la historia, parecen ya claros, el coste económico para él y para su gobierno está por ver y cuantificar, y el coste derivado para los ciudadanos de los países que han impuesto sanciones (y, en realidad, para muchos países que no las han impuesto) ya se está manifestando. Las consecuencias económicas de la Guerra de Putin pueden ser de tal magnitud que dé con su Estado cleptómano en tierra. Pero aunque dicho coste no lleve aparejado el final del gobierno de Putin, habrá dejado a sus súbditos rusos, más empobrecidos de lo que estaban en 2021 y con una reputación por asociación más degradada de lo que entonces ya estaba. Se suele decir que los pueblos de la tierra tienen los gobiernos que se merecen. Es esta una afirmación burda y de dudosa realidad. Pero dentro de poco sabremos si esta vez, en Rusia, se da por verificada.

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