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Las penas de la Argentina

Argentina y el FMI

MICHAEL MUSSA

Planeta, Buenos Aires

The Sorrows of Carmencita

MAURICIO ROJAS

Timbro, Estocolmo

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La crisis argentina actual produce, tanto entre los extranjeros como entre los propios argentinos, una comprensible mezcla de perplejidad, desconcierto e impotencia intelectual. ¿Qué le pasó a la Argentina? ¿Cómo un país inmensamente rico, granero del mundo, meta dorada de los emigrantes europeos hasta no tanto tiempo atrás, ha podido caer en el abismo en que hoy se encuentra? ¿Es la argentina una sociedad enferma? Son preguntas tópicas, casi rituales, y su formulación es habitualmente contestada con una larga exposición de juicios y análisis que, por lo general, dejan al oyente poco convencido y menos satisfecho. Lo que ha sucedido en Argentina se conoce, pero no se entiende. Y ninguna de las explicaciones al uso parece lo suficientemente convincente.

Argentina es un país que tiene dos problemas para cada solución, dicen los que conocen bien la predisposición de los argentinos a la catástrofe (o al menos lo parece, dada su historia reciente). Pero, bromas aparte, quien pretenda entender las razones de la crisis argentina huyendo de los tópicos y las explicaciones simplistas, hará muy bien en recurrir a dos libros recientes que, de forma honesta y documentada, buscan responder a esa pregunta.

El primero es el debido a Michael Mussa, director del Departamento de Investigación del FMI, entre 1991 y 2001, y por ello espectador privilegiado de la crisis argentina y de los años que la precedieron. Traducido y publicado en Argentina en el 2002, es accesible con cierto esfuerzo para el lector español. El otro, aún más interesante si cabe, es el escrito por Mauricio Rojas, un economista chileno actualmente profesor de Historia Económica en Suecia, y miembro destacado del think-tank Timbro, ampliamente conocido entre los economistas liberales. Dicho libro, publicado en inglés por el propio Timbro en Estocolmo en el 2002, resulta de mucha más difícil localización, y es una verdadera lástima que nadie se haya decidido hasta ahora a traducirlo en beneficio de los lectores españoles y argentinos.

El libro de Mussa, una descripción y explícita justificación del papel desempeñado por el FMI a lo largo de la crisis argentina, se centra en analizar dicha crisis y sus causas inmediatas, y en especular sobre las posibles vías de actuación para recomponer la maltrecha economía argentina, sin olvidar las lecciones que el Fondo puede y debe extraer de esta crisis. La obra de Rojas es de más largo aliento. Las «penas de Carmencita» (esto es, de la Argentina, en referencia a un poema de Evert Taube, de nula difusión en nuestros pagos) vienen de antiguo, y mal se comprendería la crisis actual si no se estudiara la historia argentina desde el infausto Perón, e incluso desde mucho atrás. En este sentido, el repaso que el libro de Rojas hace de la historia del país a lo largo de sus escasas 150 páginas es, en mi opinión, difícilmente superable.

La catástrofe argentina (no se me ocurre otra expresión para denominar el suceso) de finales del 2001 es, supongo, sobradamente conocida, y por ello es innecesario describirla aquí. Casi todos estamos suficientemente familiarizados con los aspectos de una crisis (el corralito, el corralón, el abandono de la convertibilidad, la aparición de monedas provinciales…) que, no se olvide, venía precedida de varios años de recesión económica, altas tasas de desempleo y aumento de la pobreza, y que a finales del 2001 desembocó en un estallido social provocado por la última medida del desafortunado Cavallo –la congelación de depósitos bancarios–, y provocó la caída del presidente De la Rúa, un tragicómico desfile de presidentes provisionales y un final mandato de transición de Duhalde.

La explosión de rabia de los argentinos ante el colapso de su país se ha dirigido, atinadamente, contra sus dirigentes. El «que se vayan todos» refleja la irritación y el asco de los ciudadanos ante la corrupción, irresponsabilidad e incompetencia de su clase política (aunque al final no se han ido todos, ni siquiera unos pocos, y los argentinos han vuelto a votar a Menem, Rodríguez Sáa y al candidato del duhaldismo, Kirchner, hoy flamante presidente. Pero el acierto no ha ido mucho más allá, por cuanto el segundo blanco de sus iras han sido con frecuencia el Fondo Monetario Internacional, las políticas de liberalización y privatización de los últimos años (el «liberalismo salvaje» tan caro a los amantes del dirigismo estatal), las empresas extranjeras que «se llevaron nuestra plata», los bancos –extranjeros también– que no devolvían los depósitos y, en general, todos los espantajos usualmente esgrimidos por la demagogia nacionalista.

Sin duda resulta duro reconocer que, si hay un culpable de todo esto, son los propios argentinos. Los políticos argentinos no cayeron del cielo, los eligieron los argentinos. Las políticas económicas adoptadas por los sucesivos gobiernos durante las últimas décadas no las impuso el FMI por la fuerza de las armas (como bien recuerda Mussa, que si algún pecado atribuye al Fondo no es otro que, acaso, el de omisión), sino que fueron decisión soberana de esos gobiernos. De forma que para analizar correctamente la crisis y, sobre todo, para buscar una solución correcta y duradera, es imprescindible estudiar con ecuanimidad la reciente historia argentina, e identificar qué falló en su economía y en su sociedad.

Las causas inmediatas de la crisis del 2001, que Mussa analiza concisamente, parecen en principio claras, y podrían resumirse de la siguiente forma: el Plan de Convertibilidad, al ligar el peso al dólar y vincular el pasivo monetario del Banco Central (circulante más reservas en los bancos) a sus tendencias en dólares, hizo imposible la vieja e inflacionista práctica de financiar los déficit públicos por vía monetaria. Y así consiguió acabar con la endémica inflación argentina. Pero no estuvo acompañado de ninguna medida de disciplina fiscal, ni impidió la financiación del déficit mediante la emisión de deuda pública.

La irresponsable política fiscal argentina fue, por así decirlo, la mecha que hizo explotar la bomba del Plan de Convertibilidad. Como señala Mussa, los gobiernos argentinos han demostrado una persistente tendencia a gastar por encima de sus ingresos para atender inagotables demandas sociales, aparte de engrasar el clientelismo político. Para financiar el déficit, Menem pudo recurrir a los ingresos procedentes de las privatizaciones (unos 3.100 millones de dólares) y los ingresos de capital (otros 1.400 millones), sin olvidar el diferimiento de intereses resultante de la reestructuración de la deuda (Plan Brady). Pero todo ello se agotó, y el recurso a nuevas emisiones fue el único camino para un gobierno que no podía o no quería poner freno al gasto. De este descontrol del gasto se puede culpar a la coyuntura política (un Menem volcado en su reelección para un nuevo mandato) y a un sistema político constitucional que delega una parte sustancial de ese gasto en los gobiernos provinciales (feudo en muchos casos de caudillos históricos y de mafias familiares), y que en consecuencia propicia la irresponsabilidad fiscal de las provincias. En definitiva, el gobierno presionó a la banca nacional, en unos casos con el señuelo de altísimos tipos de interés (lo que a su vez imposibilitó el acceso de las empresas a la financiación bancaria) y en otros (caso de algunos bancos de capital argentino) pura y simplemente mediante coacción, para colocar sus emisiones de deuda pública. Por otra parte, negoció con éxito con el FMI sucesivos paquetes crediticios.

El sucesor de Menem podría haber intentado frenar esta peligrosa deriva si hubiera contado con mayor respaldo político (que no tuvo) y mayor determinación (que tampoco la tuvo) para mejorar la recaudación, contener el gasto social (cosa realmente difícil en un país crecientemente empobrecido y con la oposición peronista-sindical enfrente) y meter en cintura a los barones provinciales. Pero nada de esto se hizo y, así, la abdicación de la política monetaria consecuente del Plan de Convertibilidad, unida a una política fiscal irresponsable, llevaron a la economía argentina al colapso. Cuando a finales del 2001 se hizo evidente que el Plan no podría sostenerse, y que el FMI, harto de engaños y evasivas, no acudiría ya al enésimo rescate, la masiva fuga de dólares destruyó la base del sistema (el anclaje de la Convertibilidad) y llevó a Cavallo a la desesperada decisión de congelar los depósitos bancarios.

Esta es la explicación sintética de lo sucedido. Cabe añadir que, en definitiva, el Plan de Convertibilidad suponía la formación de una «zona monetaria» con Estados Unidos, en cierta forma similar a la zona euro (con el agravante de que la política monetaria no se fijaba por un órgano común, como el Banco Central Europeo, sino por la Reserva Federal norteamericana, cuyos intereses no tenían por qué coincidir con los argentinos). Y cuando las economías de una zona monetaria son muy dispares, ante cualquier shock externo asimétrico (como fue la devaluación del real brasileño), imposibilidad de ajuste vía tipo de cambio no deja otra alternativa que los ajustes internos de precios, vía reducciones salariales o la caída del empleo, o una mezcla de ambos. Esto es lo que sucedió en Argentina, con el resultado de una caída del PIB, un fuerte aumento del paro y un empobrecimiento de la población.

Todo esto, con muchos más matices y consideraciones adicionales, parece explicar la crisis argentina del 2001. Pero para cualquier observador externo, y no digamos para los argentinos, no basta. Los argentinos atribuyen la catástrofe no tanto a una desastrosa gestión de sus gobiernos sino, ante todo, a una corrupción desmedida. Y a partir de ahí se desatan todo tipo de interpretaciones masoquistas sobre el cuerpo social argentino (no en vano Argentina es el paraíso del psicoanálisis).

Pero atribuir a la corrupción masiva de la clase política los males de Argentina no parece tampoco explicación suficiente. Que Argentina es un país inmensamente rico al que los políticos «se lo robaron todo», de forma que bastaría eliminar esa corrupción para que el país recuperara sus cotas históricas de prosperidad, es un planteamiento ingenuo. Ninguna clase política puede «robarlo todo» (aunque hay que reconocer a los políticos argentinos que lo han intentado) y, en definitiva, la corrupción por sí sola no explica lo sucedido si no fuera acompañada de una mala gestión económica como la de la última etapa de Menem y del mandato de De la Rúa.

Ciertamente, la corrupción y la mala gestión suelen ir unidas. Detrás del abultado gasto público, que es la raíz principal del problema argentino, yace una inmensa masa de empleados públicos nombrados a dedo. Para los políticos provinciales, una enorme masa de funcionarios que les deben el puesto es una fuente segura de votos (los 18.000 empleados del Congreso de la Nación, de ellos 3.000 destinados en su biblioteca, o las decenas de miles de empleados de las Administraciones provinciales), y en ello se va una buena parte del coste de un Estado hipertrófico, intervencionista e ineficiente.

A la corrupción, unida al excesivo intervencionismo, se debe que las posibilidades de éxito de las empresas dependan más de su habilidad por asegurarse el favor político que de cosas más banales, tales como producir eficientemente para el mercado a precios competitivos (no es casualidad que casi todas las grandes fortunas argentinas actuales se hayan amasado en actividades vinculadas al sector público). Y a la corrupción se debe, en suma, que la opinión pública argentina tienda a radicar sus males en el «liberalismo salvaje» practicado por Menem en los años 1991-1995 y en la privatización de empresas públicas. Los efectos positivos de la liberalización y las privatizaciones han quedado empañadas por la forma turbia en que éstas se llevaron a cabo, en la sospecha fundada de comisiones ocultas, y en la corrupción y nepotismo con que se desarrolló el proceso.

Pero, con todo, esto no explica el porqué de esa corrupción. Por qué está tan extendida, alcanzando a prácticamente toda la clase política, a ministros, senadores, jueces, sin olvidar a los empresarios. No parece creíble que el menemismo, por nefando que se considere, fuera capaz de alumbrar tamaño monstruo. Que Argentina haya llegado a ser uno de los países más corruptos del planeta, y que esa corrupción alcance a la práctica totalidad del cuerpo social, requiere una explicación histórica. Pero hay otros factores clave para entender la situación actual que también requieren rastrear el pasado.

Cuando uno recuerda la explosión de rabia popular de diciembre de 2001. Cuando recuerda que, tras forzar la dimisión de De la Rúa, asaltar el edificio del Congreso y bloquear de manifestantes la sede de la Corte Suprema, los argentinos se ocuparon de acosar, insultar e incluso agredir durante meses a cuantos políticos apareciesen por bares y restaurantes, lo atribuye al lógico hartazgo ante años de latrocinio, irresponsabilidad e incompetencia. La gota que colmó el vaso y provocó la ira popular fue, como es bien sabido, la implantación del «corralito». Pero con frecuencia se pasa por alto una pregunta que resulta crucial en la materia que nos ocupa. ¿Cómo fue posible tal medida? La situación era desesperada, cierto, pero los autores de la medida debían saber que la misma supondría la destrucción de la confianza en el sistema bancario, y que tal confianza es la base sin la cual el sistema económico no se puede sostener. Y, sobre todo, tal medida evidencia un muy escaso respeto al derecho de propiedad, la seguridad jurídica y el Estado de Derecho. No muchos gobernantes, en no muchos países, habrían sido capaces de adoptar tal medida, a la que sí se atrevió un gobierno argentino que ya había hecho algo semejante en 1991, cuando convirtió compulsivamente los depósitos a plazo de los particulares en los bancos en bonos del Estado a diez años (Plan Bonex). He aquí otro de los males de Argentina que requiere un rastreo histórico: la facilidad de los gobiernos para saltarse las reglas del juego de cualquier sociedad seria.

Como también se requiere una explicación en el tiempo para entender una estructura sindical mafiosa y corrupta que ha condicionado históricamente la vida política argentina y que, pese a su desprestigio y nula credibilidad moral, sigue siendo capaz de distorsionar la actividad económica. Y, para concluir, sería preciso mencionar también los históricos problemas estructurales de la industria argentina, tecnológicamente atrasada, escasa de capital y tradicionalmente (hasta Menem) volcada en un mercado doméstico protegido.

De todas estas cuestiones, y de su raíz histórica, se ocupa el brillante libro de Mauricio Rojas. Por supuesto, en la raíz de todos los males de la Argentina a lo largo de los últimos cincuenta años se encuentra la ominosa herencia de Perón. Después de setenta años de prosperidad incomparable, el país vio rota su normalidad democrática con el golpe militar que depuso a Hipólito Yrigoyen (y aquí también habría que hablar de la ineptitud del gobierno radical de la época), y con ello comenzó un período en el que los militares no dejarían de estar presentes en el escenario político; trece años después, otro golpe abriría la puerta por la que Perón entraría, como líder y caudillo, en 1946.

A los años dorados del período 1860-1930, y a los no tan dorados que precedieron a Perón, dedica Rojas casi la mitad de su libro. No entraremos en su breve descripción y análisis de lo que denomina «la saga de la prosperidad argentina», basada en la abundancia de recursos agropecuarios, mano de obra inmigrante (aproximadamente seis millones de inmigrantes entre 1860 y 1914), un mercado doméstico (resultante de ese flujo inmigratorio) a una escala desconocida en América Latina, un fuerte flujo de capital exterior y una aceptable estabilidad política y social, todo lo cual permitió un crecimiento económico entre el 6 y 6,5% en media anual entre 1870 y 1913.

Pero Rojas rastrea en esa edad dorada algunos fenómenos que, en su opinión, serían el embrión de no pocos de los problemas actuales. En concreto señala dos. Uno es el referente a la propiedad de la tierra: de las guerras civiles y las guerras indias emergió el casi total reparto de la tierras más fértiles argentinas en pocas manos. En 1914, la mitad de la superficie argentina –las cinco provincias de la pampa– estaba ocupada por estancias gigantescas de más de 5.000 hectáreas. Eso explica por qué, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos, la masiva emigración europea no se distribuyó por el país creando miles de pequeñas granjas y explotaciones agrarias, sino que hubo de radicarse en Buenos Aires. Y por qué la explotación de la agricultura y la ganadería siguió las pautas del cultivo extensivo (la tierra era un factor barato y casi ilimitado) y no las intensivas en mano de obra y capital.

El otro, y más grave, fue la debilidad de la industria argentina desde su comienzo. Protegida por el arancel implícito de los costes de transporte que, dada su lejanía de Europa y Norteamérica, protegía su mercado doméstico, Argentina desarrolló una industria proveedora de manufacturas de consumo (vestido, calzado, muebles, materiales de construcción…), pero tal industria creció escasa de tecnología y capital. En su mayor parte no fue obra de las élites económicas, suficientemente remuneradas con su actividad productora-exportadora de carne y grano, sino de inmigrantes emprendedores que ni disponían de tecnologías avanzadas ni de recursos de capital suficientes. En opinión de Rojas, esta estructura industrial anticuada y descapitalizada desde sus inicios sería una constante en el futuro, y lastraría irremediablemente a la economía argentina hasta los tiempos actuales. Añade Rojas que, cuando a partir de los años veinte el abaratamiento de los costes de transporte acercó la competencia extranjera al mercado argentino, la reacción de los industriales –para entonces ya un poderoso lobby– consistió en procurar con éxito la implantación de barreras arancelarias y otros instrumentos restrictivos de la importación que perpetuasen la reserva del mercado doméstico para los productos argentinos.

Por otra parte, la creciente necesidad de maquinaria, repuestos y productos intermedios de esta industria doméstica se hubo de apoyar necesariamente (puesto que tal industria no exportaba) en las divisas generadas por la exportación agraria. De esta forma, la industria dependería, para su supervivencia, de que la agricultura y la ganadería fueran capaces de generar las divisas necesarias, revelándose, por tanto, extremadamente vulnerable a las fluctuaciones de precios de las materias primas agrarias y a la posibilidad de colocar tal producción agraria en los mercados europeo y norteamericano. Cuando el mercado de los Estados Unidos comenzó a cerrarse a los productos agrarios argentinos a partir de 1922, el impacto sobre la industria sería demoledor. Por supuesto, una industria protegida por altas barreras arancelarias e incapaz de financiar sus insumos implica un modelo económico que no asigna eficazmente los recursos, y ello tiene consecuencias nefastas en términos de competitividad y crecimiento. Por otra parte, el recurso sistemático al proteccionismo fue, según Rojas, el embrión de la connivencia de los intereses económicos con el poder político. La clave de la supervivencia de las empresas ya no sería la mejora de la productividad, la reducción de los costes, la mejora tecnológica o la atención a las necesidades del mercado, sino la protección dispensada por el poder político. De forma que la capacidad de influir en los gobiernos de cada momento se convertiría en la estrategia capital de los grupos industriales.

Otros dos factores, aparte de los mencionados, destaca Rojas para este período: uno, los conflictos crecientes con los Estados Unidos provocados por el cierre progresivo en los años veinte del mercado norteamericano a los productos agrarios argentinos y por las inversiones norteamericanas en ciertos sectores (como el cárnico y el petrolífero) que alimentaron un creciente sentimiento nacionalista; y el otro, el creciente deseo de la clase trabajadora de tener una presencia en la vida política, mal satisfecho por el Partido Radical, y que sería aprovechado por el peronismo.

Los años transcurridos tras el golpe militar de 1930 que derrocó a Yrigoyen no aportaron apenas matices a la situación descrita anteriormente. Si acaso, el divorcio tecnológico entre una industria argentina protegida en su mercado doméstico (y confinada a él) y las industrias europeas y norteamericanas se agravó. Y lo que es peor, fue creciendo tanto un sentimiento nacionalista como una visión del papel del Estado como motor de la economía y promotor de una industrialización que asegurase la autosuficiencia y la independencia económica del país.

Y en eso llegó Perón. El golpe militar de 1943 culminó, tras varias peripecias, en su victoria electoral en febrero de 1946, iniciándose un movimiento (o como quiera llamársele al peronismo) que marcaría irremediablemente la vida argentina durante el resto del siglo XX (y, si Dios no lo remedia, del siglo XXI ).

El libro de Rojas no es nada clemente con el peronismo. Muy al contrario, describe con claridad el fenómeno y los estragos que causó en la economía y la sociedad argentinas. Pero si algo puede reprochársele sería, quizá, su excesiva insistencia en los problemas anteriores (en especial la estructura industrial) y no la bastante en los males provocados por Perón y su herencia. El paso de Perón por la política argentina marcaría un antes y un después. Para muchos analistas, detrás de todos los graves problemas de la Argentina actual subyace la herencia siniestra y desgraciada del peronismo. No es del todo cierto, pues ya se ha dicho que algunos de esos problemas venían de tiempo atrás. Pero es razonable pensar que tales problemas –tampoco tan inusuales en otras latitudes– se habrían podido reconducir razonablemente en el tiempo si sobre la Argentina no hubiera caído la calamidad peronista.

Las líneas maestras de la política de Perón, que tanto marcaría a la Argentina, son sintetizadas por Rojas en las siguientes:

1. La más inmediata fue una espectacular política de redistribución en beneficio de los asalariados. Entre 1945 y 1949 el salario real medio creció un 70%, sin que paralelamente se produjeran ganancias apreciables de productividad. Ello jaleado por unos sindicatos cuya afiliación creció de 500.000 personas en 1945 a dos millones en 1949.

2. El expolio de la empresa exportadora (básicamente la agropecuaria). Sobre ella recayó, según explica Rojas, la redistribución de rentas, la intensa expansión del sector público y los planes de industrialización. Un organismo estatal de nueva creación –el IAPI– ostentó el monopolio de exportación de casi todos los productos agrarios; el IAPI adquiría dichos productos a los productores a precios fijados unilateralmente, y se encargaba de venderlos en los mercados internacionales a los precios de estos últimos, reteniendo la diferencia (y, por ejemplo, entre 1947 y 1949 los precios de compra al productor, en el caso del trigo, fueron menos de la mitad de los internacionales). Adicionalmente, el sector agrario resultó postergado, en beneficio de la industria, para la obtención de créditos y asignaciones de importaciones de insumos. No es de extrañar que bajo estas condiciones, agravadas por la caída de los precios en los mercados internacionales y los crecientes conflictos con los Estados Unidos, la agricultura argentina se resintiese, y con ella las exportaciones agrarias y el saldo de la balanza comercial.

3. Una política proindustrial que, desgraciadamente, no se tradujo en la modernización y la capitalización de ésta, sino en el continuismo respecto de su estructura tradicional: preferencia por la producción de bienes de consumo para el mercado doméstico con una brecha tecnológica creciente respecto del extranjero.

4. Una política de corte nacionalista, cuya expresión fue la nacionalización de los intereses extranjeros en las infraestructuras (notablemente el ferrocarril), la banca y los servicios, pagada, eso sí, generosamente. La consecuencia más dramática de esta política sería el nacimiento de esas máquinas enloquecidas de generar pérdidas que serían las empresas estatales, semillero de ineficiencias, despilfarros, nóminas hinchadas de personal innecesario, refugio de políticos y pesebre de sindicalistas (¿le suena esto algo al lector español?).

5. Mucho más grave que todo lo anterior, si cabe, fue la aparición de una visión corporativista de la sociedad argentina. Al fin y al cabo, eran las masas, tan hábilmente manejadas por Evita, las que habían aupado a Perón al poder. Y para Perón era evidente la necesidad de controlar y reforzar el poder sindical como base de su propio poder político. La poderosa Confederación General de Trabajadores se convirtió en un sindicato de corte peronista. Pero la «peronización» de la sociedad no se detuvo en los sindicatos, sino que pretendió extenderse a la universidad, la judicatura, la prensa y prácticamente todas las parcelas de la sociedad civil, siguiendo con ello en buena parte el modelo de la Italia fascista, al que tan indisimulada simpatía profesaba Perón.

Paralelamente, el peso del Estado, y su papel central en la economía, experimentó un fuerte impulso. El gasto público explotó literalmente en el bienio 1947-1948 hasta constituir el 34,3% del PIB argentino, más del doble que en el bienio 1943-1944 (aunque ese 34,3% pueda parecernos hoy bien discreto, acostumbrados a los excesos europeos). La economía argentina se vio cada vez más sometida a regulaciones, el peso sindical en la economía se acentuó (a través de las llamadas «Obras Sociales» controlarían gran parte de la seguridad social, en especial la asistencia sanitaria a los trabajadores, situación que todavía hoy perdura) y, en definitiva, el Estado se convirtió en el principal agente económico.

En suma, Perón se embarcó en un programa populista, que de una u otra forma ha seguido siendo la constante en Argentina hasta la época de Menem. Por supuesto, este programa populista explotaría, como todos los programas de este tipo, por insostenibilidad: la desbocada expansión del sector público y las alzas salariales incontroladas terminaron por producir tensiones inflacionistas y por generar un serio déficit en la balanza comercial que Perón intentó contrarrestar a partir de 1949 con un cambio de rumbo en su política económica. Así, en sus últimos tres años de mandato trataría de combatir la inflación, reducir el déficit público, mejorar la balanza comercial y atraer capital extranjero (y, ciertamente, la Argentina volvería a la senda de crecimiento a partir de 1953), aunque ello no evitaría su caída en 1955.

Resumiendo, Perón legó a la Argentina la hipertrofia del Estado, el intervencionismo exacerbado de éste en la economía, un sindicalismo venal e irresponsable, el debilitamiento de la sociedad civil, unas instituciones vulnerables al poder político, una clase política parasitaria y corrupta, y, por expresarlo de una forma quizá un tanto cruel, una concepción mafiosa y clientelar de la gestión política. Sin tener esto en cuenta no se puede entender la historia posterior argentina ni los males del presente.

Los veintiocho años que transcurren entre 1955 y la restauración de la democracia en 1983 fueron pródigos, para la desdichada Argentina, en acontecimientos trágicos: dieciocho años de democracia inestable (diez presidentes, de ellos, cinco generales, entre 1955 y 1973). Una economía marcada por los permanentes altibajos fruto del ciclo populista antes descrito de expansión, déficit presupuestario, inflación, déficit comercial, crisis, devaluación, medidas estabilizadoras de austeridad, tensiones sociales crecientes y vuelta a la política expansiva. Una estructura productiva lastrada por los problemas antes mencionados (industria poco competitiva y tecnológicamente atrasada, protegida de la competencia exterior, intervencionismo estatal). Una vuelta efímera de Perón al poder en 1973. Una catastrófica experiencia de desgobierno y creciente violencia bajo Isabelita y López Rega. Y, finalmente, la atroz dictadura militar del período 1976-1982.

En cuanto a esta última, su balance económico presenta claroscuros. Los déficit públicos generados en buena medida por las pesadas e ineficientes empresas públicas se financiaron con emisiones de deuda, conduciendo a un rápido aumento de la deuda externa (de 8.000 millones de dólares en 1975 a 35.700 en 1981). Pero, a cambio, se acometió una política de liberalización, reducción de tarifas arancelarias y atracción de capitales extranjeros que frenaron la caída de la producción industrial y permitieron un inicio de modernización de la estructura industrial.

La economía que heredó Alfonsín cuando, en 1983, la dictadura se hundió dando paso a la democracia, presentaba, empero, unos perfiles negros: un déficit público equivalente al 15% del PIB, una inflación del 400% y una deuda externa superior a los 40.000 millones de dólares. El nuevo gobierno democrático podría (debería) haber adoptado medidas de saneamiento, pero quizá ello no era políticamente posible. En su lugar, reincidió en el conocido ciclo populista, acometiendo una política expansiva, con fuertes gastos sociales que la población exigía y que los sindicatos peronistas vigilaban con beligerancia. Los resultados serían los esperados: creciente déficit público, y consecuente emisión de moneda con los inevitables efectos inflacionistas… Y la reacción del gobierno intentando un nuevo programa estabilizador no podría superar los obstáculos políticos y sociales pese a los esfuerzos de Alfonsín y su equipo.

De nuevo nos encontramos, detrás de este fracaso, los viejos problemas de la Argentina: el desorden irresponsable de las haciendas provinciales, que desbarataron todos los esfuerzos del gobierno central por conseguir una mínima disciplina fiscal (como botón de muestra, en la paupérrima provincia de La Rioja, feudo de Carlos Menem, el número de funcionarios pasó de 12.000 en 1983 a 40.000 en 1989, equivalente al 50% de la población ocupada). Y, en segundo lugar, la conflictividad laboral provocada por los sindicatos peronistas (trece huelgas generales y más de mil huelgas parciales sacudieron el período presidencial de Alfonsín).

El epílogo de la administración Alfonsín, acorralada por el renacido peronismo, fue una economía en caída libre, con una inflación enloquecida (el dólar, cuyo valor inicial en 1985 era de 0,8 australes, llegaría a los 10.000). Y detrás de toda la historia vemos la pesada herencia de Perón, el permanente déficit de las cuentas públicas como consecuencia del peso insostenible del sector público y de las políticas económicas populistas (forzadas por la presión sociosindical) y un recurso persistente a la financiación de dicho déficit por vía inflacionista y/o emisión de más deuda pública.

En este sombrío panorama, la llegada de Menem supondría una auténtica revolución. Pese a su raíz peronista, la política económica de su primer mandato estaría en las antípodas de lo que cabía esperar y temer. En vez de ceder ante las presiones de los sindicatos, fue capaz de doblegarlos con una política de «divide y vencerás» (o de palo y zanahoria con sus líderes). En vez de reincidir en el nacionalismo tan caro al peronismo, mejoró las relaciones con Estados Unidos y Gran Bretaña. En vez de embarcarse en programas populistas, implementó el Plan de Convertibilidad que pretendía –y lo logró– cercenar la inflación (previamente, el Plan Bonex había conseguido, bien que por métodos confiscatorios poco cuidadosos con el derecho de propiedad y la seguridad jurídica, reducir la liquidez y frenar la hiperinflación existente). Y para sacudirse la pesada carga de las empresas públicas sobre el erario nacional, acometió un audaz programa de privatizaciones que prácticamente desmanteló el sector público.

Los resultados serían espectaculares en términos de estabilidad de precios y crecimiento económico. Se pudo pensar que Argentina recuperaba el terreno perdido y caminaba decidida a ocupar de nuevo su puesto entre las naciones más avanzadas. Sólo que los problemas soterrados acechaban. Rojas se refiere a esta etapa como un «verano indio», un breve período en que los argentinos soñaron con ser otra vez normales, ciudadanos de una comunidad próspera. A partir de la reelección de Menem en 1995, la corrupción descarada de la clase política y los escándalos económicos en el entorno presidencial (de la historia siniestra del empresario Yabrán a las ventas clandestinas de armas a Ecuador, pasando por las conexiones sirias y los trapos sucios de la familia política del presidente) descalificaron, a los ojos de la opinión pública, todo el proceso privatizador. La corrupción en la vida política argentina venía de lejos: se había gestado aún antes de Perón, aunque fuera éste el que edificó el entramado del clientelismo político y la mafia sindical, y no menguó ciertamente ni con la dictadura militar ni mucho menos con la vuelta de Perón en los setenta. Pero ahora, tras el paréntesis de Alfonsín, parecía que había vuelto con más fuerza, extendiéndose a la judicatura y contaminando todas las esferas de la vida nacional. Como si las desengañadas palabras del tango Cambalache («el que no llora no mama, y el que no afana es un gil») se hubieran reescrito en 1995.

Y a esta degradación de la vida pública y creciente enfado de los ciudadanos se sumarían nuevos males, ya enunciados al principio de estas páginas. A partir del efecto Tequila, y más acentuadamente tras la devaluación del real brasileño, la recesión económica llevó el desempleo a tasas nunca conocidas en Argentina; la renta per cápita disminuyó; el déficit público, una vez terminado el maná de las privatizaciones, reapareció en ausencia de medidas de contención del gasto; las consiguientes emisiones de deuda y negociaciones con el FMI catapultaron la deuda pública (la deuda externa llegaría a los 145.000 millones de dólares), a la vez que los astronómicos tipos de interés lograron excluir a las empresas de cualquier tipo de financiación bancaria. Rojas explica así los problemas actuales de Argentina en clave histórica. Sin duda las causas inmediatas de la crisis del 2001 residen, como bien explica Mussa, en los problemas intrínsecos del Plan de Convertibilidad y la desastrosa política fiscal del período 19932000. Pero las causas mediatas son más antiguas: la histórica debilidad estructural de la industria argentina; el intervencionismo estatal; el peso asfixiante de un sector público hipertrofiado; la corrupción de la clase política argentina, llevada por Menem a su cúspide; la indisciplina e insolidaridad de los gobiernos provinciales, en manos en muchos casos de caudillos y dinastías familiares enquistadas en el poder durante décadas; el nacionalismo; el entramado sindical, en simbiosis con el aparato peronista; el clientelismo, envilecedor de toda la vida nacional (no sólo son censurables los políticos que colocan en la Administración a sus parientes y seguidores; también lo son éstos. Aunque, ¿quién no lo haría si considera que un presidente de la nación puede nombrar jefe de Aduanas a su cuñado, presidente del Senado a su hermano, o asesor presidencial a su hijo, por no citar sino ejemplos bien próximos?).

Todo ello explica la exasperación de toda una ciudadanía que observa, entre colérica y abatida, los síntomas de una sociedad enferma, de un Estado que no puede garantizar ni la seguridad jurídica ni siquiera la física, de unas instituciones desprestigiadas y de una clase política indeseable. Tanto Rojas como Mussa se muestran, al término de sus libros respectivos, esperanzados sobre las posibilidades de regeneración económica y moral de la Argentina (la Carmencita del poema de Taube). Claro que no sabían que en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado abril serían dos conspicuos peronistas los más votados, y uno de ellos, el primero, nada menos que Carlos Menem, cuya reputación de corrupción ni sus propios partidarios cuestionan.

Sin duda a muchos argentinos les habría gustado una completa renovación de los cuadros dirigentes. Esto es algo que en otros tiempos y lugares se ha hecho por la vía del golpe militar. Siendo éste hoy impensable –por fortuna– en Argentina, la renovación por la vía de las urnas parece tarea casi imposible ante la invencible maquinaria política del peronismo y el ansia de alivio de una población empobrecida y desesperada que asocia a Menem con la pasada prosperidad de los años noventa. Y de ahí que las figuras que representaban algo nuevo en el panorama político, Ricardo López Murphy y Elisa Carrió, no lograran, pese a sus buenos resultados electorales, hacerse con la gobernación del país.

Los problemas económicos de Argentina son hoy graves, pero tienen solución. No rápida, pero tampoco difícil. Sin embargo, lo crucial es lo otro: iniciar la regeneración moral del país, devolver la dignidad y la credibilidad a las instituciones, y resolver el capital problema de las provincias desmontando el aparato dinástico-caudillista y recortando su autonomía de gasto. Nada fácil. ¿Tendrá que seguir penando Carmencita todavía?

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