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La utopía de Oscar Wilde

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La destrucción del individuo es el objetivo primordial del totalitarismo. Es difícil definir al individuo sin incurrir en los estereotipos de las diferentes formas de pensamiento colectivista, que exaltan a la masa con el pretexto del bien común, identificando una voluntad mística en el corazón de los pueblos. Según Emmanuel Mounier, «el individuo es la demolición de la persona», pues representa al hombre aislado de sus obligaciones sociales, guiándose por motivaciones egoístas, que cosifican al otro para rebajarlo a simple medio u objeto de su deseo. No pretendo impugnar la distinción de Mounier, pero sí destacar que el individuo es una figura necesaria, pues encarna el derecho a una libertad radical, que incluye la insumisión contra los prejuicios y convencionalismos sociales, éticos y estéticos. Ser extravagante puede interpretarse como un gesto de narcisismo, pero también constituye una forma de rebelión contra el gregarismo, que ahoga el genio del individuo. El dandismo no cultiva la elegancia, sino la heterodoxia más descarada, pues nada molesta más que el ademán estrafalario, la rareza inclasificable, la excentricidad gratuita.

En 1891, Oscar Wilde publicó un breve ensayo titulado El alma del hombre bajo el socialismo, que reivindicaba la figura del individuo y un cambio político basado en un socialismo no autoritario. Wilde consideraba que el socialismo nos libraría de «esa mezquina necesidad de vivir para los demás», que nos impide hacer lo que realmente deseamos. El miedo a la reprobación social es una cárcel perfecta, pues la vigilancia se ejerce desde el interior de la conciencia, sin necesidad de muros. No todos los hombres se han dejado acobardar por las autoridades y la opinión pública: «De cuando en cuando, en el sabio transcurso del tiempo, un sabio ilustre como Darwin, un gran poeta como Keats, un crítico sutil como Renan, un artista impar como Flaubert, han logrado aislarse, mantenerse fuera de la zona donde los restantes hombres alborozan, y vivir “a cobijo del muro”, como dice Platón, realizando así la perfección de lo que había en cada cual, con un provecho incalculable para sí y una ventaja incomparable y eterna para el mundo entero». Wilde señala que vivimos «rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una repulsiva miseria», lo cual incita a muchos a adoptar «un altruismo insano y exagerado», pues «es mucho más fácil simpatizar con el dolor que con el pensamiento». Ese altruismo, lejos de resolver los problemas, incrementa el mal que pretende erradicar. La filantropía sólo prolonga el círculo de la pobreza, sin alterar los mecanismos que causan las desigualdades. Para Wilde, «la única finalidad justa debe ser la reconstrucción de la sociedad sobre unos cimientos tales que la pobreza resulte imposible». La transformación de los bienes privados en colectivos significará el fin del hambre y la miseria, pero esa política podría alumbrar espantosas tiranías, salvo que «el socialismo conduzca directamente hacia el individualismo».

Wilde deplora que sólo unos pocos hombres puedan elegir libremente su estilo de vida. En una sociedad con grandes desigualdades, sólo una minoría puede dedicarse a la poesía, la filosofía o el arte, que es lo más valioso y sublime. El resto vive esclavizado a un trabajo degradante, desarrollando tareas pesadas e ingratas. Su esfuerzo sirve para cubrir las necesidades materiales, pero implica un grave deterioro de su racionalidad y sensibilidad. Entre los pobres, raramente hallaremos «el hechizo de la palabra, la civilización, la cultura, el refinamiento en el placer, la alegría de vivir». Para el capitalismo, eso no es un problema, pues desde su perspectiva «el hombre carece de toda importancia». Sería puro cinismo afirmar que un rico propietario vive en el mismo estado de humillación y aplastamiento, pero lo cierto es que «la propiedad privada es una verdadera calamidad», que sólo garantiza una existencia de sobresaltos y preocupaciones. Wilde recomienda suprimir la propiedad privada «en propio interés de los ricos», que ya no vivirán angustiados por la posibilidad de arruinarse. La alternativa no es vivir miserablemente, pues la pobreza vuelve a los hombres «ingratos, descontentadizos, rebeldes, ingobernables». Wilde no responsabiliza a los pobres de su rabia, ni siquiera cuando se muestran desagradecidos: «¿Por qué iban ellos a agradecer las migajas que caen de la mesa del rico? Lo justo sería que ellos se sentasen también a esa mesa; y empiezan ya a saberlo».

Si la pobreza no produce indignación, la conciencia desciende al nivel de las bestias. Es más saludable rebelarse y protestar: «La rebeldía, para todo el que haya leído la Historia, es una virtud primordial del hombre. Ella y la desobediencia han hecho posible el progreso humano». Wilde advierte sobre la inmoralidad de recomendar a los pobres la virtud del ahorro: «[…] es tan grotesco como insultante. Es como aconsejar al que está muriéndose de hambre que no coma tanto». Sin miedo a escandalizar, justifica el robo: «[…] es más hermoso coger que pedir. […] Representa una sana protesta». Los pobres virtuosos, respetuosos de la ley y el orden, son dignos de compasión: «¿quién sería capaz de admirarlos?» La pobreza «tiene un efecto paralizador», que amordaza el inconformismo. Las masas tienden a ser sumisas y carecen de iniciativa. Por eso son necesarios los agitadores: «Sin ellos, dada nuestra natural imperfección social, no habría el menor progreso hacia la civilización». Sin los abolicionistas, que «no despertaron simpatía en los propios esclavos», la esclavitud jamás habría desparecido en Estados Unidos. Los que han nacido y vivido como siervos tienden a interiorizar su situación como un estado natural, luchando e incluso dejándose matar por sus cadenas, como sucedió con los campesinos hambrientos de la Vendée.

Oscar Wilde aclara que el «socialismo cuartelario» no es menos execrable que una sociedad sin salarios justos ni derechos laborales. «Bajo un régimen de tiranía económica», donde no es posible «cierta libertad, cierta expresión y alegría», el ser humano cae en «un estado equivalente a la esclavitud». El socialismo autoritario es incompatible con las ilusiones más nobles, incluida la vocación artística, que no puede prosperar en un clima de coerción y control. El problema de la propiedad privada es que ha inculcado en el hombre la idea de que «lo importante es tener, olvidando que lo importante es ser. Porque la verdadera perfección del hombre consiste no en lo que tiene, sino en lo que es. La propiedad privada ha aplastado al verdadero individualismo, sustituyéndolo por un individualismo erróneo», que empuja al ser humano a acumular bienes, postergando las actividades creativas, lúdicas o espirituales: «Si abolimos la propiedad privada, tendremos el verdadero, el bello y saludable individualismo. Nadie derrochará su vida en acumular cosas y símbolos de cosas. Se vivirá. Y vivir es lo más raro que hay en el mundo. Porque la mayoría de los hombres existen nada más. Es posible que, como no sea en el plano en que evoluciona la imaginación del artista, no hayamos visto nunca una completa expresión de una personalidad».

Cuando la personalidad humana pueda manifestarse sin cortapisas, no despuntarán la rabia ni la rebeldía, sino la sabiduría, la paz, la serenidad. El hombre «no tendrá nada, y, no obstante, lo poseerá todo». No se inmiscuirá en los asuntos ajenos ni pretenderá imponer sus opiniones: «Amará a los demás precisamente a causa de su diferencia». Será solidario, «ayudará a todos, como nos ayuda una cosa bella, sencillamente por ser así». El oráculo de Delfos aseveraba: «Conócete a ti mismo». En un mundo nuevo, sin propiedad privada, el imperativo será: «Sé tú mismo». Según Wilde, Cristo fue la primera personalidad que obró de acuerdo con este principio, condensando sus enseñanzas en un simple mandato: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». En la más pura tradición libertaria, Wilde pide la disolución de la familia, el gobierno y las leyes. Los castigos sólo estimulan el crimen. Los delitos no deben ser reprimidos como actos perversos, sino tratados como enfermedades. Casi todos los criminales obran por desesperación. Si no les moviera la necesidad, serían hombres comunes, inofensivos. Abolida la propiedad privada, el crimen perderá su razón de ser. Si el amor libre reemplaza al matrimonio, no habrá celos ni crímenes pasionales. Sin tribunales, policía o ejército, el papel del Estado se limitará a organizar el trabajo y distribuir los bienes, de acuerdo con las necesidades de cada uno. «El Estado tiene por objeto hacer lo que es útil; el individuo, hacer lo que es bello». Con optimismo ilustrado, Wilde profetiza que algún día las máquinas sustituirán al hombre en las tareas más pesadas. Admite que destruyen empleos, pero cuando no exista la propiedad privada, contribuirán al bienestar general.

¿Es todo esto una utopía? Puede ser, pero «un mapamundi en el que no figurarse la utopía no valdría la pena de ser consultado», pues el hombre no podría mirar al futuro con esperanza: «El progreso no es más que la realización de las utopías». El arte es una prefiguración de ese porvenir utópico: «Es la forma más intensa de individualismo que ha conocido el mundo». Surge «de un temperamento único» y necesita una libertad absoluta. No puede transigir con las consignas del poder ni con las exigencias del público: «El arte no debe intentar nunca ser popular. El público es quien debe intentar hacerse artista». El arte es innovación, ruptura, herejía. Si lo despojamos de esas cualidades, pierde su potencial transformador: «El nuevo individualismo será el nuevo Helenismo», un renacer de la cultura y de la política que disipará las sombras de la sociedad industrial, engendrando una nueva era de felicidad y prosperidad. Con la perspectiva del tiempo, ¿podemos decir que Wilde era un visionario o un ingenuo, una mente progresista o un fanático? Escribe Borges: «Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialism no sólo es elocuente; también es justo» (Otras inquisiciones, 1952).

Borges se definió en una entrevista como «un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y un mínimo de Estado es lo que desearía hoy». Borges y Wilde coinciden en la exaltación del individuo como el baluarte esencial de la libertad. Ser persona tal vez es más ético que ser individuo, pero el individuo encarna la insularidad del que camina en sentido opuesto al de la mayoría, reivindicando celosamente su diferencia. El individuo es asocial, pero no egoísta. Simplemente, escoge vivir a contracorriente. Es algo muy irritante para el resto de los hombres, gregarios por naturaleza. En las sociedades donde no existe la posibilidad de una existencia alternativa, periférica, singular, no hay una libertad real. En ese sentido, el socialismo autoritario es más intransigente que una economía social de mercado, que contiene bolsas de exclusión, pero no expedientes de pureza revolucionaria. En la Alemania nacionalsocialista o en la Unión Soviética no hay espacio para un Baudelaire, artista degenerado o poeta decadente y contrarrevolucionario. En Nueva York, Londres o París, puede sobrevivir a duras penas, pero no será exterminado, como sí sucedería en un Estado totalitario, que concibe los campos de concentración como el destino último de rebeldes, dandis y provocadores.

No es un secreto que el capitalismo genera desigualdades, pero la negociación de los salarios y una política fiscal progresiva, con la eficacia necesaria para garantizar sanidad, educación y pensiones, puede mitigar los contrastes de una forma más eficaz que la socialización de la propiedad privada. La concentración excesiva de capital en unas pocas manos debilita la democracia, pero un Estado que controla el capital y la propiedad desemboca inevitablemente en una dictadura corrupta y brutal. Sobran ejemplos históricos. La Rusia revolucionaria no produjo una sociedad libre e igualitaria, sino el archipiélago Gulag y las fosas de Katyn. La rebeldía y la protesta son el motor del progreso, pero sólo son posibles en países democráticos. Martin Luther King y Mahatma Gandhi obtuvieron grandes logros. Pudieron derrotar al imperialismo y a la segregación racial con la desobediencia civil no violenta, una estrategia impracticable contra un gobierno totalitario.

Oscar Wilde afirma que las máquinas liberarán al hombre y el socialismo llevará al individualismo. Es indudable que las máquinas han simplificado tareas particularmente penosas, pero siguen destruyendo empleo. Quizás una de las causas de la interminable crisis que sufrimos se halle en la incapacidad de crear nuevas fuentes de riqueza, explotando el progreso tecnológico de las últimas décadas. No sé si el arte es la vanguardia de la utopía, pero es indiscutible que perderá su fuerza creativa si vive condicionado por la censura o por el criterio de los consumidores, reacios a todo lo que se desvía de lo previsible. No me molesta la idea de un futuro sin gobiernos, leyes o fuerzas de seguridad. Sin embargo, hasta ahora son tan necesarios como pagar impuestos o extraer una muela infectada. No representan lo ideal, sino lo posible. Wilde tiene razón al recalcar que lo importante no es tener, sino ser uno mismo, si bien no está claro cómo consigue realizarse esa meta ni en qué consiste realmente. Lo utópico siempre es difuso, quizá porque presupone que jamás se topará con el mundo real. No sé si el amor libre es mejor que el matrimonio, pero está claro que amar siempre debe ser un acto libre. No creo que los celos lleguen a desaparecer, salvo que el ser humano se reinvente cultural y biológicamente. El alma del hombre bajo el socialismo es un opúsculo encantador, con bellas y cuestionables ideas, que expresan un ideal estético y moral, no un programa político realista, con su ineludible lastre de vulgaridad y prosaísmo. Podemos discrepar, pero no enojarnos. Así lo entiende Borges: «Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante». Wilde fue un hombre irrepetible con un genio irrepetible. Su utopía ya existe. Está en sus libros y no cesa de producir goce y felicidad.

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Ficha técnica

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