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La Transición en vilo

1980. El terrorismo contra la Transición

Gaizka Fernández Soldevilla y María Jiménez Ramos (Coords.)

Ed. Tecnos.

526 págs.

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Las series han devuelto actualidad a ETA. Sabemos del impacto de Holocausto en los años setenta. La atención que ha merecido Patria valida la que había dejado la novela, preludiada en Los peces de la amargura. Señalaba Jerome Bruner que hay dos formas de funcionamiento mental y que cada una de ellas “brinda modos característicos de ordenar la experiencia, de construir la realidad”Jerome Bruner, “Dos modalidades de pensamiento”, en Realidad mental y mundos posibles. Barcelona Gedisa, 1988, cap. II.. Una es el argumento, la otra el relato. Los argumentos apuntan a la verdad, los relatos a la verosimilitud; los primeros exigen más recursos, por eso se encuentran en desventaja frente a los relatos, como muestra la seducción de las fabulas historicistas de antaño y la epidemia de populismo epistemológico en curso.

Seguramente una de las formas de describir la extraña normalidad vasca en las décadas del terror es el contraste entre la omnipresente metanarrativa del ‘conflicto’(la mitología de ‘los dos bandos’),y la exigua penetración de una producción académica que la desautorizaAl respecto: https://www.revistadelibros.com/discusion/el-pasado-vasco-en-cuestion-historiadores-y-apologistas.. Si la correlación de fuerzas en la esfera política y en las organizaciones sociales sirve de indicio, cabría afirmar que el relato sobrepuja al argumento. De ahí seguramente el malestar que ha suscitado Patria en los titulares del relato. No es solo una cuestión del pasado, porque: “La existencia prolongada de ETA durante más de cuarenta años ha producido efectos de manera inevitable; efectos tanto sociales como políticos, tanto morales como cívicos. ¿O vamos a ser ingenuos como para ignorarlo?”José María Ruiz Soroa, prólogo a Antonio Rivera (ed), Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011, Granada, Comares, 2019, pp. XVII-XVIII..

1980. El terrorismo contra la Transición es un foco contra las ignorancias y las percepciones deformadas. Es el año más sangriento desde 1960 (la fecha que marca la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo), con la excepción de2004, ensangrentado por la cuarta ola del terrorismo. En 1980 hubo en España 132 muertes causadas por terrorismo, de ellas 95 atribuibles a ETA y afines, 28 a la violencia de extrema derecha y parapolicial, 5 al GRAPO (extrema izquierda)y 4 de origen desconocido (Anexo I). A ETA y asimilados corresponden también 17 de los 20 secuestros de ese año (Anexo II).ETA y afines son responsables del 92% de las víctimas mortales de la tercera ola en España (página 322, en adelante figurará simplemente el número entre paréntesis) .1980 es, además, “el año de las tensiones y las conspiraciones” (216). El terrorismo y el golpismo constituyeron los principales desafíos a la democracia (42); hasta 1981 ambos estuvieron relacionados, luego el segundo desapareció tras el fiasco del 23-F. 1980 es por tanto la culminación del trienio negro y la máxima expresión de los años de plomo. En tres años ETA comete el 35% del total de los atentados mortales.

Ese año se cruzaba en España la tercera ola democrática, según la periodización de Samuel P. Huntington (74), con la tercera ola terrorista, con varios grupos violentos en escena. Los de extrema derecha pretendían impedir la Transición y los adscritos al nacionalismo radical, aprovechando la debilidad de un Estado en recomposición y su virtual ausencia en el País Vasco (93, 227),aspiraban a desestabilizar al gobierno (133) para obligarle a hacer concesiones; se ha señalado al 23-F como “el mayor éxito de ETA” (252).

El libro consta de un prólogo (Luisa Etxenike), una introducción, 15 capítulos, dos anexos y los apartados correspondientes a bibliografía, notas, perfil de los autores, abreviaturas e índice onomástico. Es un trabajo sólido en el que la solvencia académica se completa con fotos y detalles biográficos de víctimas, las grandes ausentes de la atención pública entonces (284).Tal apreciación invita a prestar atención a la historicidad de los fenómenos sociales. Desde las pautas de hoy resulta difícil ver un Congreso envuelto en nicotina o, especialmente, la ‘normalidad’ de formas extremas de brutalización y deshumanización como las bombas en el pecho de Viola y Bultó, la agonía de Miguel A. Blanco, la imagen concentracionaria de Ortega Lara o la evidencia brutal de la tortura, ejemplificada en el cuerpo maltratado de Joseba Arregi Izagirre (29, 249). También chocarían hoy fotos como las que ilustraban las portadas hace cuarenta años (362). Por otra parte, no debemos olvidar que esos años tan alejados son presente para cientos de personas, como Rosario Escalante (363), Charo Muela (411), Fernando Altuna, a quien el trauma llevó al suicidio en 2017(299) o los familiares de Yolanda González (184).

Los autores –especialistas en historia, el periodismo y la ciencia política– ofrecen un acercamiento a ese año desde distintos planos que cabe agrupar en tres bloques: visión panorámica, actores políticos y respuestas sociales. En el primer bloque se inscriben la introducción, los capítulos I (La violencia política (y sus víctimas) durante la Transición, de Gaizka Fernández), III (El mito de la Transición sangrienta: el caso español en el contexto internacional, de Juan Avilés), XIV (El terrorismo en cifras. 1980 en el contexto de la Transición española y los “años de plomo”, de Rafael Leonisio y XV (El mapa del terror de 1980, de Inés Gaviria). Estos capítulos presentan el telón de fondo sin descuidar la perspectiva comparada; especialmente el III, también presente en I, VII, XII o XIV.

A caballo entre bloques se encuentra el capítulo II dedicado a las tensiones en UCD, que abocaron a la dimisión de Suárez (1980. El año en que la Transición pudo naufragar, por Pablo Pérez), mientras que el cuerpo del bloque se centra en los agentes violentos: el capítulo IV versa sobre ETA y afines (ETApm, los CAA y sus imitadores en 1980, por Gaizka Fernández), el V sobre las estrategias de los anteriores (“Guerra de desgaste”. La campaña terrorista de ETA militar al filo de la Transición, de Florencio Domínguez), el VI sobre el terrorismo de izquierda (Los GRAPO y otras bandas, de Matteo Re), el VII sobre el terrorismo de signo ideológico opuesto (El terrorismo parapolicial y de ultraderecha, de Xavier Casals), el VIII se solapa ideológicamente con el anterior (La incitación al intervencionismo militar contra el terrorismo en El Alcázar y Reconquista, de Laura González).

El último bloque acoge diferentes respuestas ante la violencia. El capítulo IX se ocupa de la del actor principal (El nuevo Estado democrático frente al desafío terrorista, de Roberto Bolaños), el X de la actitud de la sociedad (La respuesta social ante la violencia terrorista en el País Vasco, de Irene Moreno), el XI de las víctimas (El rostro humano de las víctimas, de María Jiménez), el XII de la retórica agonista subyacente (La imagen del enemigo en el nacionalismo radical vasco y norirlandés, de Barbara van der Leeuw) y el XIII del tratamiento mediático del terrorismo (La prensa en 1980: hechos, interpretaciones, fotos y ausencias, de Carmen Lacarra y Javier Marrodán).

A la pluralidad de acentos que corresponde a la autoría múltiple subyace un esquema interpretativo que vendría a aglutinar los siguientes elementos:

– La notable violencia que acompañó a la Transición es imputable a la tercera ola de terrorismo. No se trató de una violencia excepcional (37) a pesar de la insistencia en este mito (393), sino que afectó a Europa occidental (78-82) y buena parte de América. En todo caso no desautoriza el carácter pacífico de la Transición en el sentido de que ni el gobierno ni la oposición reformista recurrieron a ella (84).

– La existencia de violencia no supone una impugnación del carácter democrático del régimen político resultante. A mediados de los ochenta la española era una democracia asentada (395).

– La violencia de extrema izquierda, además de ser de menor intensidad, desapareció en esos años de acuerdo con el final del ciclo de la tercera ola, como la de extrema derecha; persistió la violencia nacionalista, que enlazó con la cuarta ola, la del terrorismo yihadista (43), hasta 2005 (IRA) y 2018 (que es cuando ETA anuncia su disolución, en 2011 había anunciado el fin de la actividad armada).

– El hecho diferencial del terrorismo vasco se cifra en dos aspectos: el apoyo social del que gozó, que da cuenta de su longevidad (esta apreciación es justificadamente recurrente y es abordada específicamente en el capítulo X) y la impunidad que proporcionaba el santuario francés –refugio y base de operaciones– hasta bien entrados los ochenta, lo que explica su vigor en los años del postfranquismo (128, 138, 153, 230)Sintomáticamente aprecio en el libro una ausencia: la comparación entre los dos territorios en que se reparte la población étnica vasca, en cuyo nombre ETA decía luchar. En cualquiera de los indicadores (renta, autonomía, etc.) la parte española puntúa por encima de la francesa, pero la violencia se ha ejercido solo en la primera, lo que desafía tanto la narrativa del conflicto como las explicaciones hidráulicas (la correlación entre violencia y subordinación)..

– Así como la violencia ultra careció de una estructura organizativa y perdió pronto incidencia (169), la parapolicial (especialmente después con el GAL) tuvo un enorme impacto en términos de legitimación (181, 246, 329)“el terrorismo privó a la joven democracia de su ‘edad de oro’, forzándola a infringir de inmediato los principios fundadores de nuevo régimen y hasta a legitimar de nuevo el empleo de la violencia ilícita por el Estado, en nombre de la salvación de la democracia” (181)..En este rubro no puede olvidarse la lacra de la tortura, definida por Sophie Baby como el “punto ciego de la Transición” (247). Hay que añadir tres detalles que en nada aminoran la gravedad de lo que la tortura significa: 1) que fue disminuyendo progresivamente pero siguió siendo utilizada como “elemento deslegitimador de la lucha antiterrorista hasta nuestros días” (249); 2) que se animaba a los activistas a denunciar torturas de forma sistemática (248), y que en función de la correlación entre las valoraciones y la adscripción identitaria (caps. X y XII) la saliencia de la tortura dependía de a quien afectara; esto quedó de relieve en el llamado “caso Almería”, cuyas víctimas eran ajenas al reparto de actores de la plantilla del ‘conflicto’Estas dos particularidades son de interés porque el caso Almería, que constituye “la acción más extrema de este tipo de violencia contraterrorista” se produjo fuera del ámbito tanto territorial como de adscripción vascos (87, 247). En efecto, los cadáveres de Luis Montero, Juan Mañas y Luis Cobos, que aparecieron carbonizados tras haber sido torturados y asesinados por miembros de la Guardia Civil el 10 de mayo de 1981, eran de jóvenes naturales o afincados en Cantabria. Gracias al empeño del colectivo de historiadores Desmemoriados, el Parlamento Cántabro, con presencia de las familias, les dedicó un acto de homenaje en 2018 (Desmemoriados 2018, ISBN: 9788494445286, Santander 2018, pp. 61-73; El Diario Montañés, 10/05/2018; https://www.eldiario.es/norte/cantabria/politica/Desmemoriados-decepcionante-Gobierno-Caso-Almeria_0_819268189.html). En la medida en que este caso no encajaba en las cuadernas narrativas del conflicto no mereció en el País Vasco la reacción social que suscitaban los muertos abertzales. Recientemente Jon Iñarritu (Amaiur/Bildu) ha formulado preguntas al respecto en el Congreso y el Senado. Significativamente Iñarritu es quien ha mostrado más sensibilidad hacia las víctimas de ETA..

– La violencia terrorista fue el acicate intencionado de las llamadas involucionistas a tomar el poder (90 y 92) dentro del esquema acción-reacción-acción. Basta recordar los abucheos al gobierno en los funerales de mandos militares (24 asesinatos en 1977-1980, pp. 207-210).

– Las víctimas de ETA no tuvieron el calor social de que disfrutaban las víctimas nacionalistas; fueron aisladas y estigmatizadas bajo el expediente del “algo habrá hecho” (286, 365) y hasta finales de los noventa no obtuvieron el reconocimiento institucional (284). El espacio de las víctimas venía definido por una lógica schmittiana de suma cero (309-311) caracterizada por tres rasgos: el apoyo social al terrorismo; la respuesta diferencial en las movilizaciones (100% contra la de extrema derecha o parapolicial, entre el 14 y el 20% contra la de ETA, p. 273) y la táctica de la antimovilización, la presión contra los colectivos o personas críticas de la violencia (267). El miedo fue una herramienta fundamental para disciplinar, acallar (espiral de silencio) e inmovilizar a quienes se atrevían a disentir en público del credo nacionalista radical (capítulo X) y es expresión de una sensibilidad totalitaria.

– Los rasgos totalitarios resultaban sin embargo externalizados (eran ‘fascistas’ los asesinados y asesinables; hasta el PCE fue tildado de fascista, revisionista, traidor, cómplice de la represión o colaboracionista de la opresión colonial, pp. 145, 267) gracias a una ingeniería semántica congruente con la matriz identitaria y que monopolizaba las referencias nobles, hasta el punto de que ETA reivindica el atentado de Ispáster, que costó seis vidas, alegando que no estaba “animada por sones de guerra sino de paz” (23, 334) mientras que para Mario Onaindia la paz habría de hacerse “no precisamente contra la violencia, sino fundamentalmente en contra del centralismo” (271).

– En relación con lo anterior y también con la dualidad argumentos/narrativas, aparece la cuestión de la importancia del lenguaje como soporte de legitimación, en su variante de discurso de odio (309) o de segregación axiológica entre los otros-malos y los nuestros-excelentes (319, 325, 371).

– La creencia de que las medidas democráticas y de autogobierno (la Ley de amnistía, la legalización de la ikurriña, la Constitución, el Estatuto -votado favorablemente por el 90% de la población-, la participación electoral y luego el Concierto y la policía autónoma), cegarían la vía violenta se vio recurrentemente desautorizada (99, 132, 231, 235, 272, 334). Esta observación enlaza con otra que, desaparecido el terrorismo, constituye una amenaza para el desenvolvimiento de la igualdad para el conjunto de la ciudadanía: el gobierno de UCD se aseguró el apoyo de los nacionalismos periféricos a cambio de concesiones en la cuestión autonómica (65). Desde entonces se ha venido observando que determinadas asunciones del nacionalismo son difícilmente solubles en la democracia. Así, la cuestión de la política lingüística.

La narrativa del imaginario vasco radical se nutre de dos mitos. Uno es el del antifranquismo, que los capítulos de este libro impugnan de manera categórica: ETA no fue antifranquista sino antiespañola. Ello queda en evidencia, en primer lugar, por la propia declaración de ETA, que en su “Carta abierta de ETA a los intelectuales vascos”(septiembre de 1963) celebra que España fuera una Dictadura y no una República democrático-burguesa, en segundo lugar por la constatación de que hasta principios de los setenta “el franquismo tenía en el País Vasco y Navarra un grado de aceptación social nada desdeñable” (313) y en tercer lugar porque ETA perpetró el 95% de sus atentados después de la muerte de Franco. El segundo es el de la opresión colonial que hubiera necesitado, para su desmontado, una atención al tema de la estratificación tanto territorial (flujos migratorios, origen de los asesinados…) como de clase. En el libro encontramos algunas pinceladas sueltas, como las condiciones infrahumanas de los cuarteles (181, 237); pero solo esta referencia directa: “muchas de las víctimas del terrorismo en esa época eran personas humildes […] el terrorismo en el País Vasco surge como una manifestación de una sociedad que vive en bienestar, los actores sociales que lo apoyan se sitúan, en términos económicos por encima de la media”, pp. 289-290. Lo que hace pensar en el poema de Pasolini“El PCI a los jóvenes”. Una mirada desde el prisma de clase no solo desmonta el trampantojo colonial, sirve también para poner de relieve la incongruencia del apoyo de cierta izquierda a las políticas alimentadas por una mixtura ideológica de connotaciones xenófobas y aporófobas congruente con el extractivismo del “nacionalismo de los ricos” y la redistribución inversa.

Por la amplitud de los temas abordados, hubieran resultado útiles unas páginas finales de conclusiones. Desde el punto de vista formal se observanalgunas deficiencias menores. Se cita a González Pacheco (177) sin mencionar su apodo, Billy el niño.En la bibliografía McKittrick aparece después de McSherry y Muro después de Núñez. En las notas, Baby 2019(482) debe ser Baby 2018, el capítulo VII de la p. 486 es el VIII, la sigla ALA (490-492), que corresponde a [Archivo del general] Ángel de Losada y de Aymerich, no figura en la lista de abreviaturas, tampoco APA (492); Mentre Delgado (491) no figura en la bibliografía, y lo mismo ocurre con Delgado Parra (497). En las páginas de abreviaturasfalta FAC (Front d’Alliberament Catalá, 422) y figura equivocada la referencia de GAR: Grupo Antiterrorista Rural, luego Grupos de Acción Rápida, no Grupos Armados Revolucionarios. En el índice onomástico se echa en falta, ordenados aquí según el apellido, los nombres de Cándido Azpiazu (citado en pagína 301), Pedro Baglieto (301), capitán Batista (223), Carlos Castillo Quero (87), Concepción Fernández Galán (295), Alfonso Guerra (62), Francisco Letamendía (434), Rosario Muela (301, 411), Manuela Orantos (291, 298), Consuelo Ordóñez (300), Avelino Palma (291) y Antonio Tejero Verdugo (211). 1101 en Tejero Molina es 110 y en el caso de Yolanda González Martín no aparece recogido el bloque principal (184-187). Resulta incómodo un sistema de notas en el cual buena parte de las marcas llevan a referencias que reenvían a la bibliografía; hubiera sido preferible reservar este sistema notas para aclaraciones o precisiones e introducir las referencias en el cuerpo. Por último, hubiera venido bien una lista de tablas y gráficos.

Son cuestiones nimias. Cerraré con dos notas para apuntalar la valoración global. La primera con palabras del teniente coronel Fernández Monzón: “No es cierto, como afirmó bárbaramente en una ocasión el señor Fraga y afirma tanta gente gratuitamente, que el terrorismo se acabará cuando haya más muertos de ETA que de la Guardia Civil; eso sería colocarse a su altura y darles la victoria. Lo que debe equilibrar definitivamente la partida es esa máxima rigurosidad judicial […] y ese respeto exquisito de las Fuerzas de Seguridad por la Ley” (250). Las instituciones del Estado han forzado el desistimiento de ETA sin sucumbir a la tentación de esa contabilidad macabra que hubiera resultado letal para la democracia. La otra nota: la posición ejemplar de las víctimas, que no han recurrido a la violencia ni apelado a la venganza. Ninguna crónica fidedigna de lo ocurrido puede desentenderse de ellas con revisionismos o postverdades (302). Tampoco de la responsabilidad indelegable de quienes las convirtieron en víctimas; porque, efectivamente y como mostró la disolución de ETApm, “todo podía haber sido diferente” (95) y no cabe equiparación posible entre quienes disparaban y quienes caían. Las víctimas son la evidencia contundente de lo que no debió ocurrir; por eso constituyen, desde la encarnadura de sus vidas rotas, la prueba fáctica contra los apologetas del conflicto. Porque muestran en toda su crudeza la absoluta asimetría de los papeles. Es un acierto que el Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, al que pertenecen dos de los autores, les haya dedicado este trabajo e impulse iniciativas editoriales de calidad.

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