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Filosofía del humor (y viceversa)

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Esto que voy a escribir no debería decirlo, primero porque en sí mismo no queda bien y, segundo, porque yo mismo, profesor de filosofía, debería ser el último en reconocerlo, aunque sólo fuera por prurito profesional. Pero, a pesar de todo, voy a lanzarme y, como dicen por ahí, que sea lo que Dios quiera. Voy a decirlo porque pienso que es así: cuando los filósofos se deciden a reflexionar sobre la risa y el humor en general –algo no muy frecuente en el gremio, dicho sea de paso– se ponen graves, solemnes, trascendentes. Adoptan el mismo tono que si estuvieran tratando del noúmeno o el Dasein. Más aún. No hace mucho señalaba yo en esta misma sección que, como si se hubieran puesto de acuerdo o se tratara de una ominosa conjura, los filósofos más circunspectos, envarados y pesimistas de la tradición occidental eran los que paradójicamente más atención habían dedicado en sus obras a preguntarse acerca de las causas, significados e implicaciones de la risa en el comportamiento humano.

En principio, no me parece mal, entiéndase lo que quiero decir. Al contrario, creo que el humor es una dimensión humana que tiene todavía recovecos importantes que explorar y bienvenido sea, venga de donde venga y sea como fuere, quien quiera adentrarse en este berenjenal. Pero no puede entrarse en el ámbito del humor del mismo modo que se penetra en otras parcelas de la realidad o de la existencia humana, porque debe evitarse a todo trance que el análisis sesudo y severo desnaturalice por completo aquello que tratamos de estudiar, definido y definible precisamente por lo contrario, es decir, el ingenio, la gracia, la distorsión, lo paradójico. Es verdad que yo mismo defiendo, como titulaba una entrega anterior, que «el humor es una cosa muy seria». Pero precisamente por ello ha de hacerse un esfuerzo por entenderlo y situarlo en las coordenadas que le corresponden. Si no es así, podemos no estar lejos de convertirnos en algo parecido al naturalista que examina meticulosamente el insecto disecado. Al igual que el estudio de la vida en un ser ya muerto, el estudio del humor sin incorporar sus resortes y mecanismos supone una contradicción en sus términos. Utilizando una metáfora nietzscheana, sería como querer mantener el agua en el cuenco de las manos. Incluso en el mejor de los casos, y con la mejor de las intenciones, corremos el riesgo de incurrir en lo que señalé no hace mucho al comentar el libro Mis chistes, mi filosofía, de Slavoj Žižek: que, al intentar glosar los chistes o situarlos en un contexto explícitamente trascendente, se pierda la esencia del humor, igual que se escurre el agua entre los dedos.

Podrán reprocharse muchas cosas a Eric Jarosinski, podrá o no sintonizarse con su sentido del humor, pero, desde luego, nadie podrá acusarle de no ser coherente en el sentido que antes he expuesto. Lejos de largarnos una lección magistral sobre la necesidad o trascendencia de la risa en el devenir humano, Jarosinski es de los pocos que se atreve a coger el toro por los cuernos y se cachondea de lo divino y lo humano (empezando, naturalmente, por la propia filosofía) en ese –por muchos conceptos– desconcertante volumen que se ha presentado en español, en la traducción de Juan de Sola, con el escueto título de Nein y el subtítulo apenas algo más explícito de Un manifiesto. En plan castizo, podría decirse escuetamente que la obra en cuestión no es más que la materialización del conocido dicho de que el movimiento se demuestra andando. En el librito –no llega a ciento cincuenta páginas mal contadas, que se leen en un suspiro–, su autor da rienda suelta a una imaginación caótica e iconoclasta, suelta aforismos como fogonazos, construye juegos de palabras y deconstruye silogismos, lanza epigramas rutilantes y definiciones imprevisibles, mezcla de modo irreverente a Freud con Magritte, se pierde por los cerros de Úbeda y –¿por qué no?– desliza también no pocas simplezas e incurre en algunos lugares comunes. En ocasiones, deslumbra y, en no pocas otras, irrita por su tendencia a lo facilón. Pero al final, el lector –o, por lo menos, este lector que les habla– tiende a ser indulgente con las debilidades y desfallecimientos del librito, porque le compensa de sobra la osadía del autor y el ingenio descacharrante de muchas de sus páginas.

Pero, a todo esto, ¿quien es este Jarosinski, un apellido que a la mayoría de ustedes les parecerá que corresponde a un delantero centro de un equipo de fútbol croata? Pues no, el tal Jarosinski es un norteamericano de Wisconsin, especializado, eso sí, en filosofía centroeuropea y, más concretamente, en la Escuela de Fráncfort. Cuenta él mismo que, mientras trataba de escribir un libro académico que le sirviera para obtener una plaza de profesor titular en una de las elitistas universidades norteamericanas, descubrió Twitter. Hasta ahí, nada que nos llame la atención. Lo que sigue, en cambio, sí es más sorprendente o, por lo menos, bastante más inusual. En vez de despreciar un vehículo de comunicación que limita el pensamiento –o, para ser más exactos, la expresión– a ciento cuarenta caracteres, nuestro amigo se lanza de cabeza a ese desafío tuitero y se convierte en algo que califica como aforista de Internet. Si se hubiera dejado llevar por la inercia profesoral, Jarosinski habría intentado trascendentalizar su conversión. De facto, apuesto cualquier cosa a que eso es lo que hubieran hecho el noventa por ciento de sus colegas. Lo que ya desde el principio hace que nos resulte simpático nuestro hombre son dos cosas: primero, que confiesa abiertamente que no tiene ni pajolera idea de qué es eso de «aforista de Internet», una etiqueta que parece que se ha inventado sobre la marcha sin encomendarse a ninguna autoridad ni coartada intelectual. La segunda resulta todavía más campechana: «Este librito –es decir, el que estamos comentando– es el resultado de un fracaso tirando a monumental». A partir de esas confesiones resulta muy difícil ponerse severo o purista con el bueno de Jarosinski y a poco que nos haga reír cada tres o cuatro páginas nos sentimos tentados a perdonarle su desenfrenada cháchara, ocurrente, sí, pero menos genial de lo que en el fondo pretende.

¿Y qué es lo que hace Jarosinski en el librito de marras? Bueno, ya pueden imaginárselo: un recorrido caótico, irreverente e iconoclasta por las grandes cuestiones del pensamiento occidental o, si bajamos un poco el tono, un repaso sucinto y burlesco de algunos de los tópicos más habituales en los manuales filosóficos al uso. El volumen se abre con una cita de Adorno que marca ya el carácter paradójico y rebelde que distinguirán las páginas que siguen: «El placer de pensar no es muy recomendable». Tras esta antiaristotélica carta de presentación, el lector se encuentra según va avanzando en el examen del libro la impresión justamente opuesta, es decir, que Jarosinski se lo ha pasado muy bien en esa tarea de pensar a la contra, no dejando títere con cabeza. Dividido en nueve capítulos arbitrarios, cuyos contenidos se superponen y apenas se diferencian, el librito va desgranando reflexiones –si así puede llamárselas– que ocupan por lo general cuatro líneas en cada página. Pongo algunos ejemplos:

#Llamadme Feuerbach.
Gracias por llamar a los filósofos.
En estos momentos estamos ocupados interpretando el mundo.
Si llama para cambiarlo, por favor, permanezca a la espera.
La Revolución le atenderá enseguida.

#Rojo relativo.
Radical: mi lectura de Marx.
Reaccionaria: tu lectura de Marx.
Revisionista: su lectura de Marx.
Realista: en verdad, ninguno de nosotros ha leído a Marx.

#AufWiederalgo.
Un mundo sin desorden.
Sin pobreza.
Sin injusticia.
Sin nosotros.

Como les decía antes, las ocurrencias de Jarosinski pueden gustar más o menos, pueden hacer gracia o simplemente irritar (depende de cómo llevemos ese tufillo pedantesco o autosuficiente que destilan muchas de sus bromas). En cualquier caso, me apresuro a confirmar –aunque ya a estas alturas imagino que la advertencia es completamente superflua– que no se trata de una lectura para todos los gustos. Y concedo también que, como suele ser usual en estos menesteres, el autor no puede o no quiere evitar caer en el chiste facilón, del tipo que sigue:

#Conserve el ticket.
Gracias por comprar en Nietzsche.
No se aceptan devoluciones ni eternos retornos.
Gracias por comprar en Freud.
Ha sido un placer llenar su incesto de la compra.

La parte final del librito es un pequeño glosario que mantiene la tónica de las páginas anteriores, es decir, algunas definiciones ingeniosas al lado de otras muy prescindibles. «Alemán: Un idioma inventado para la filosofía pero usado para fabricar automóviles». «Amor: Una tregua entre la indiferencia y el asco». «Angustia: Miedo a lo desconocido (Depresión: Miedo a lo conocido)». «Cultura: El cigarrillo que no te fumas después de no mantener relaciones sexuales». «Dios: Una deidad que se parece a Marx, fue declarada muerta por Nietzsche y envidiada por Freud». «Hegel: Un filósofo que como mejor se entiende es sin haberlo leído jamás». «Hermenéutica: La ciencia de leer sms. (Hermenéutica crítica: El arte de borrarlos)». «Historia: El regalo de los vencedores a los vencidos».

Bueno, yo creo que tienen ya suficiente como para hacerse una idea. La solapa del volumen que tengo encima de mi mesa destaca algunas frases elogiosas que han dedicado a nuestro autor, o a esta obrita en particular, algunas figuras de amplia proyección mediática, como Slavoj Žižek. Concretamente, este dice que Jarosinski es «como el Norman Bates de Psicosis en versión radical, atacando con unos tuits que son como veloces cuchilladas». Más aún, en la contraportada se insiste promocionalmente en esta visión: «¿Qué sucedería si un científico loco clonase en una sola persona a Woody Allen y a Slavoj Žižek? Probablemente, que surgiría el autor de este libro». Déjenme dudarlo. Creo que no es para tanto. Pero si no ponen el listón tan alto y les va esta marcha –que, repito, no es para todos los paladares–, no lo pasarán mal. Y, al fin y al cabo, apenas les ocupará una hora. Dense esa pequeña pausa entre tantas ocupaciones serias.

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