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Una sombra más que alargada

La sombra de la leyenda negra

María José Villaverde Rico y Francisco Castilla Urbano (dirs.)

Madrid, Tecnos, 2016

544 pp. 25 €

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Tal vez más de uno se pregunte si todavía tienen cabida en el nutrido anaquel de la Leyenda Negra otras quinientas páginas más fruto del esfuerzo de nada menos que quince autores. La ocurrencia fácil consistiría en proclamar ya mismo que las sombras acostumbran a magnificar la entidad de los objetos que las producen. Casi un centenar de aquellas páginas, por ejemplo, constituyen el «Estudio Preliminar» de los editores, quienes también contribuyen con dos de los catorce capítulos que completan el volumen. Se comprende la pertinencia de tamaña introducción: no es fácil dotar de coherencia a semejante cantidad de materiales. De éstos abundan los debidos a historiadores de distinto pelaje (de la ciencia, de la literatura, del pensamiento político), como es lógico, historiadores que cubren las edades moderna y contemporánea anunciadas en el título. Comparecen también un sociólogo y un antropólogo. Los hay –mayoría– que profesan en universidades españolas y americanas (al norte y al sur de río Grande), pues no en vano la sombra americana de la leyenda así lo exige, mientras que apenas se toca el foco emisor que en su día representó la acción hispana en los Países Bajos (capítulo 2), o la facilidad con que dicho discurso caló al otro lado del Canal (ocasión perdida para un repaso a La Leyenda Negra en Inglaterra, de William S. Maltby). Otra historia fue la que se desplegó en la Nueva Inglaterra, bien narrada en las veintitantas páginas debidas a Alicia Mayer. Echo en falta, por lo demás, ante las quinientas páginas de esta obra, un capítulo sobre el impresionante catálogo de ilustraciones que acompañó a lo largo de más de tres siglos la letra de la leyenda; todo el mundo podía conmoverse ante las imágenes de Théodore de Bry, pero bastantes menos ante los textos de Bartolomé de las Casas.

Nada nuevo respecto a los principales ingredientes utilizados en la fabricación de la Leyenda, a saber, fundamentalmente la acción colonizadora de los españoles en América descrita por De las Casas y sus epígonos hasta el siglo XVIII, más –en segundo plano– las protagonizadas por el Santo Oficio de la Inquisición. De este material se da cuenta en la mencionada Introducción, cuya «Conclusión» dejará al lector un tanto frío: «La leyenda negra ha sido una realidad [sic] por varios motivos», que se resumen en el énfasis puesto en «los aspectos negativos de la historia de España, obviando deliberadamente los positivos». ¡Pues claro! De donde se deduce que si a día de hoy en Estados Unidos «los juicios negativos sobre los españoles y los hispanos no se han erradicado totalmente» es porque los fabricadores de la leyenda han sabido hacer muy bien su trabajo. Comenzando por el propio De las Casas, cuya obra (me refiero a la traducción al holandés de 1578) acaso no hubiera tocado las alturas que tocó de no haber mediado la Revuelta Holandesa, el saqueo de Amberes y la Pacificación de Gante (1576). Editado por vez primera en 1552, el texto en cuestión pasó entonces por completo inadvertido, mientras que entre 1578 y 1648 conoció veinticinco ediciones sólo en holandés. El número total de ediciones en esta lengua de la obra del dominico (de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias y otras) a caballo entre los siglos XVI y XVIII supera al de todas las ediciones en los restantes países europeos. Es obvio que el hereje europeo tomó el lugar del indígena americano como principal sufridor de la «tiranía» española, y que el argumento religioso, unido al político cuando la ocasión lo permitió, constituyó un caldo de cultivo ideal para que la Brevísima se erigiera en «ejemplo y aviso a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos» de lo que cabía esperar de la tutela hispana .

El otro semillero para la leyenda, cronológicamente a continuación de la Revuelta Holandesa, fue el proporcionado a principios del siglo XVII por la expansión colonial de potencias como las mismas Provincias Unidas o Inglaterra. Fue aquí, en ésta, donde «más traducciones» se hicieron de la obra de De las Casas (p. 176). En realidad, Inglaterra cimentó buena parte de su expansión colonial sobre un sustrato de neta matriz hispana en varios de sus componentes fundamentales, bien para evitarlos, bien para servirse de ellos. Lo hizo, por ejemplo, reaccionando contra una evangelización a su entender mal diseñada y peor ejecutada, y reclamando, en consecuencia, el derecho a intentarlo de otro modo («el auténtico evangelio»). Que De las Casas hubiese sido dominico reforzaba el eslogan. Aunque también es cierto que hubo quien afirmó que «en comparación con los misioneros españoles o franceses, en situaciones similares, los clérigos puritanos, nunca ha[bía]n tenido tanta energía o sido tan sacrificados como ellos». Difícil de olvidar, por otra parte, el recurso al Derecho de Gentes o la crítica jurídica a la donación papal sobre la que España pretendía fundar su monopolio religioso, comercial y territorial. Pueden haber influido más Francisco de Vitoria o Fernando Vázquez de Menchaca que el célebre fraile a la hora de empujar a unos y a otros hacia las Indias Orientales u Occidentales. Estos juristas ofrecían a la altura de 1600 una arquitectura que permitía combatir de forma extraordinariamente eficaz los «errores» de quienes habían llegado primero. «Regeneración» (p. 185) en cuanto entraña acción de volver a generar, a crear, es quizás el vocablo que mejor encaja en esta reinterpretación de un modelo de colonización como el pretendido por Inglaterra a partir de la fundación de Jamestown (1607).

He de insistir en el buen trabajo de los fabricadores de la leyenda. Tan es así que, en este volumen, el énfasis se desplaza hacia tiempos en los que uno estaría tentado de pensar que el fuego se hubiese apagado ya un tanto. Nada más lejos. Una Segunda Parte, con más páginas que la Primera, afronta el «renacer» de la Leyenda Negra en el siglo XVIII, lo cual es sólo una verdad a medias, habida cuenta de que los tres últimos capítulos de la obra permiten a sus respectivos autores olfatear esencias de leyenda negra hasta en los discursos del presidente Obama. En este sentido, resulta un tanto diluido –acaso con razón– el siglo XVII, si bien tal vez resulte pertinente señalar aquí que esta momentánea incomparecencia dio pasó a otras leyendas no menos negras que las que hasta entonces ingleses y holandeses, principalmente, habían divulgado sobre los españoles. En otras palabras, que cuando unos y otros se decidieron por fin por dar rienda suelta a su élan colonial, no les resultó nada fácil sustraerse a la misma práctica de un catálogo de «barbaridades» como la que años atrás habían voceado sobre españoles y portugueses. Me refiero a episodios no tan conocidos como las masacres perpetradas por los españoles en México o Perú, pero que en la época causaron no menos espanto, por ejemplo en Inglaterra, como cuando en 1623, en la isla de Amboyna (actual Indonesia), personal de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se despachó a gusto contra sus colegas de la homónima inglesa y unas cuantas docenas de japoneses que pasaban por allí. El episodio viene a cuento porque la descalificación inglesa pintó a los holandeses como dignos herederos de los españoles, con el agravante de que éstos masacraban infieles y aquéllos, cristianos. Como la rivalidad anglo-holandesa precedió y no cesó después del aludido incidente, Inglaterra fabricó una leyenda negra antiholandesa en línea con la que unos y otros habían endosado a los españoles. Un panfleto inglés de hacia 1650 se refería a los «tormentos [infligidos] sobre los bravos ingleses, [que] excedían a los de Pizarro o cualquier otro español en las Indias Occidentales» . Hubo quien prefirió recurrir al paralelismo de las salvajadas contenidas en el célebre Book of Martyrs de John Fox (1563), en esta ocasión sufridas por los protestantes ingleses a manos de sus compatriotas papistas, lo que automáticamente convertía a los holandeses en católicos redivivos. Si se añade que el despliegue gráfico del Book of Martyrs nada tenía que envidiar al de la Apología de Guillermo de Orange, la ecuación se resuelve en un notable efecto bumerán sobre los antepasados fabricantes de la genuina leyenda.

Tras este interludio de pugna entre los principales fabricadores de la leyenda negra antiespañola del siglo XVI, comparece un «renacer» en el que Francia parece haber llevado la iniciativa. María José Villaverde Rico compone una muy pedagógica introducción a propósito de esta actitud (pp. 203-239); relata la ofensiva y da cuenta de la reacción defensiva; examina qué es lo que queda –algo, más bien poco– de De las Casas (cuyo nombre ya no figura en la Enciclopedia) y en qué consiste lo nuevo. También cómo el frente exhibe sus primeras grietas, de manera que, por ejemplo, la catastrófica mortalidad antes imputada a la acción de los españoles se torna ahora, para algunos, fruto de una suma de factores tanto ecológicos como fisiológicos nada propicia para la supervivencia de individuos físicamente cabales. Había aparecido por fin el «animale malinconico», el humano afligido por una «apatia costituzionale» susceptible de doblarse al mínimo esfuerzo , un espécimen que ya en 1741 no había pasado inadvertido al jesuita Joseph Gumilla, autor de una obra (El Orinoco ilustrado, y defendido. Historia natural, civil y geographica de este gran rio y de sus caudalosas vertientes, goviernos, usos y costumbres de los indios sus habitadores), en la que se presentaban como evidentes tasas distintas de natalidad entre las indígenas dependiendo de que éstas se unieran con indígenas (menores) o europeos y mestizos (mayores). Jonathan Israel completa el decorado glosando la obra de algunos de los autores ya tocados en el capítulo anterior e introduciendo otros de circulación menos habitual. Cierto es que no han podido evitarse ciertos solapamientos entre ambos capítulos, incluso con el siguiente (a propósito de figuras como las de Juan Nuix, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, Francisco Javier Clavijero o el abate Raynal, por ejemplo). A éstos se añaden los capítulos propios que, a juicio de los editores, parecen haber merecido figuras como las del reverendo escocés William Robertson (1721-1793) o el valenciano Juan Bautista Muñoz (1745-1799). Tal vez una sobredosis de autores, obras e ideas que no cesa en capítulos sucesivos, y que sólo comienza a despejarse cuando se franquea el año 1800.

De los dos siglos hasta Obama dan cuenta un relato del peso de la Leyenda Negra en la configuración del pensamiento independentista americano, obviamente, y otros que a grandes rasgos cubren los siglos XIX y XX. El primero no está del todo libre de Raynal o Robertson, si bien es cierto que el grueso del argumento gira sobre la presencia de la Leyenda Negra en los escritos más o menos formales de los protagonistas del proceso independentista. La conclusión es clara: el mensaje en torno a 1800-1810 es del mismo rancio carácter que el de 1600 en otras latitudes, a saber: «el carácter sanguinario de la conquista […] y el despotismo oscurantista de los tres siglos de dominio colonial» (p. 459-460). Aderezó la mezcla una «pulsión “prehispanista”» que hizo precipitar la fórmula. El autor (Tomás Pérez Vejo) anota con la necesaria precisión cronológica las fases más recientes de los altibajos experimentados por los contenidos de la Leyenda Negra desde 1800 hasta hoy, para concluir que éstos vuelven a alimentar ahora mismo una perspectiva indigenista «acompañada en muchos casos de una explícita voluntad de refundación nacional, presente en varios de los proyectos políticos de los inicios del siglo XXI». Larga vida, pues.

Sólo de forma tangencial toca el tema la contribución de Javier Fernández Sebastián, mientras que José Álvarez Junco repasa, desde Guillermo el Taciturno hasta Barack Obama, la responsabilidad de un friso de personajes, obras, actitudes y/o situaciones en la configuración de la imagen de España a lo largo de los últimos cuatro siglos y pico, en los que la Leyenda Negra aflora o se desvanece según soplen humores y operen circunstancias. En conclusión, tal vez demasiadas páginas para el tema, y no pocas reiteraciones a lo largo de nada menos que catorce capítulos, todo lo cual configura un conjunto de lectura no precisamente fácil de afrontar.

Juan E. Gelabert es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria. Es autor de La bolsa del rey. Rey, reino y fisco en Castilla (1598-1648) (Barcelona, Crítica, 1997), Castilla convulsa (1631-1652) (Madrid, Marcial Pons, 2001) y ha coeditado, con José Ignacio Fortea, Ciudades en conflicto (siglos XVI-XVIII) (Madrid, Marcial Pons, 2008).

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