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Chapuza mexicana & jeitinho brasileiro

La silla del águila

CARLOS FUENTES

Alfaguara, Madrid, 384 págs.

Impávido coloso

DANIEL SAMPER PIZANO

Alfaguara, Madrid, 240 págs.

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A Carlos Fuentes, desde que escribió y publicó que Grocio (*1583) habría tenido una gran influencia en el pensamiento jurídico de Francisco de Vitoria (*1492) y su tocayo, el gran Suárez (*1548), la verdad es que no le tengo mucha confianza como historiador, así es que consecuentemente tampoco se la abono como futurólogo o profeta. Y eso es grave a la hora de enfrentarse con una novela suya que transcurre en el año 2020, siendo presidenta de los Estados Unidos una tal Condoleezza Rice. ¡Qué pesimismo histórico el de este hombre! Pero vayamos al grano.

El día de Año Nuevo del 2020, en su mensaje al Congreso, el presidente mexicano pide que las fuerzas de ocupación estadounidenses abandonen Colombia, y anuncia la prohibición de exportar petróleo nacional a Estados Unidos a menos que Washington pague el precio establecido por la OPEP. «La respuesta –leemos en la novela– no se hizo esperar. Amanecimos el 2 de enero con nuestro petróleo, nuestro gas, nuestros principios, pero incomunicados del mundo. Los Estados Unidos, alegando una falla del satélite de comunicaciones que amablemente nos conceden, nos ha dejado sin fax, sin e-mails, sin red y hasta sin teléfonos. Estamos reducidos al mensaje oral o al género epistolar». Tal es el punto de partida de La silla del águila, novela dizque epistolar.

Su trama es ciertamente interesante, y está bien planteada y resuelta, a no ser ese horrendo parche epilogal de un monólogo interior que casi reclama a gritos, al final, el «and yes I said yes I will Yes» de Molly Bloom, al menos como reverencia al maestro Joyce. Y la trama es interesante porque Carlos Fuentes es un escritor del establishment, en el doble sentido de la expresión: nació dentro de él y escribe acerca (y desde muy cerca) del mismo. Con bastante conocimiento de causa. Entonces, en este entrevero de cartas que van y vienen, puede seguirse con zoom el desarrollo de un vacío de poder en la cúpula mexicana, y también el cañamazo subyacente de intereses personales que mueven a los protagonistas. Santo y bueno. Lo que pasa es que no hay manera de creérselo por un fallo delirante del mecanismo narrativo, a saber: la falta de credibilidad interna resulta más que evidente porque son unos mexicanos quienes explican a otros mexicanos ciertas cosas que en realidad están escritas para lectores no mexicanos y por lo mismo desconocedores de los intríngulis de la política del país. El efecto que se deriva de ello es como si en una posible novela española homologable, Felipe González le escribiese una carta a Alfonso Guerra contándole lo que fue el congreso de Suresnes, y Cristina Almeida le enviara una cassette a Julio Anguita explicándole quién es La Pasionaria. ¡Amos, anda!, que diría un castizo. Lo que nos lleva a la conclusión de que el recurso a la novela epistolar no es más que hacer un paripé, para seguir en la onda castiza.

En La silla del águila el indudable dominio narrativo del autor queda eclipsado por la ausencia de una polifonía de voces (todos los personajes escriben como Carlos Fuentes) y por la absolutamente prescindible endogamia de los conocimientos que esos corresponsales intercambian. Así las cosas, hasta pueden pasarse por alto negligencias tales como ciertas citas chuecas en latín (pág. 243) y alemán (pág. 315), o la de afirmar que en materia de corrupción «la diferencia con México es que en Europa o en Estados Unidos se castiga»…, si luego resulta que en la novela se nos presenta a Miss Rice como inquilina de la Casa Blanca. Y ya que volvemos al pesimismo histórico, habría que señalar que como chiste no es malo, pero eso de que Fidel Castro siga gobernando Cuba en el 2020, e inaugure además, a sus 93 años, el Parque Temático de la Sierra Maestra, es de una crueldad gratuita para con el pueblo cubano. Y de este más bien negativo acercamiento a lo que me atrevo a calificar como chapuza mexicana, retrocedamos ahora con otra novela, Impávido coloso, de Daniel Samper Pizano, al tiempo de una cruenta y olvidada dictadura del siglo XX : la que gobernó el Brasil con puño de hierro entre 1964 y el comienzo de los ochenta.

No debo restar importancia al hecho de que Impávido coloso me haya gustado tanto por haberla leído literalmente a renglón seguido de La silla del águila. Pero es mucho más lo que puede decirse a favor de esta road novel –a la que llamo así por mímesis con los road movies–: hasta el punto de que no distraen de su lectura voraz los despistes evidentes en materia de citas literarias (pág. 37), de jerarquías militares (pág. 165) y de calendarios deportivos (pág. 73 pássim).

La historia que se cuenta en primer plano es la de un viaje que un grupo de periodistas de la prensa internacional realiza por el Brasil, invitados de manera principesca por el gobierno para que vean y certifiquen los progresos conseguidos en el país desde el derrocamiento en 1964 de Jango Goulart (quien, dicho sea de paso, fallecería en circunstancias nunca aclaradas, años después, en Buenos Aires, segura víctima de la criminal Operación Cóndor). Y, al igual que siempre sucede en este tipo de viajes «informativos», sobre todo durante una dictadura, el grupo se encuentra bastante bien controlado por varios funcionarios que sólo dejan ver lo que el gobierno quiere que se vea, y sólo dejan preguntar aquello que el gobierno puede responder mostrando nada más que el lado chocolate –como se dice en alemán– de la situación.

La historia que no se cuenta, pero que palpita detrás de todo el relato, es la de una represión brutal y que no se para en barras. Pero no llevada a cabo del modo troglodita de un Pinochet o un Videla, no. Fue también por eso que el Brasil logró salir con menos traumas que Argentina o Chile de las dos interminables décadas que duró el régimen militar. Y todo ello se trasluce en la trama de Impávido coloso, donde las tragedias no se nos explicitan, sólo se nos sugieren, haciéndolas si cabe más terribles.

Cuenta mucho en el saldo positivo de esta novela el hecho de que Samper es un humorista de muchos quilates. Ojo: no es que el relato esté contado en clave humorística, que no lo está, sino que el narrador sabe contar las cosas pespunteadas de tal manera con el humor, que si el lector se descuida puede creer que está en presencia de un texto casi escapista, lo que no es. En esa difícil apuesta de hablarnos de una realidad trágica, escondida tras unas bambalinas Potemkin, ahí reside quizás el mayor mérito de Impávido coloso. Como sucede también con algunas letras de Chico Buarque de Holanda acertadamente citadas muy a propósito por Daniel Samper, y a las cuales la dictadura de Castelo Branco, Costa e Silva, Garrastazu Médici, Geisel y Figueiredo (así reza el palmarés de la infamia brasileña) no pudo oponer otra cosa sino la prohibición impotente: la gente las seguía cantando y hasta les sacaba unos dobles sentidos que Chico a lo mejor nunca había imaginado, practicando así lo que llaman «o jeitinho brasileiro», el arte de encontrar una solución a lo que aparentemente no la tiene.

La silla del águila refleja, posiblemente, la decepción de Fuentes porque la derrota del PRI por la 21th. Century Fox no sea otra cosa que un trueque de perro y no de collar, olvidando así la sabia lección del príncipe gatopardo: aquella según la cual todo debe cambiar para que todo siga igual. Más modestamente, Daniel Samper, en Impávido coloso, pone el dedo en la llaga y la pasa de matute por las aduanas de la dictadura, llevándosela impresa en su huella dactilar.

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Ficha técnica

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