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La seducción de los intelectuales

El fin de la inocencia. Willi Müzemberg y la seducción de los intelectuales

STEPHEN KOCH

Tusquets, Barcelona, 1997

Prólogo de François Furet; Trad. de Marcelo Covián

451 págs.

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La experiencia soviética, ha escrito François Furet, presenta como uno de sus rasgos más distintivos el ser «inseparable de una ilusión fundamental». Dicha ilusión no «acompaña» a la historia comunista, sino mucho más que eso, «es constitutiva de ella» y en cierta medida, a la vez, independiente de los hechos concretos, por tratarse de una actitud de índole religiosa potenciada en los moldes del cientifismo (el desarrollo necesario de la razón histórica). No en vano el célebre historiador francés ha titulado su conocido ensayo sobre la idea comunista El pasado de una ilusión (F.C.E., Madrid, 1995). Desde su perspectiva habitual, mucho más divulgadora, Jean-François Revel ha sugerido que toda historia global del comunismo, y de la URSS en particular, debía plantearse el reto de explicar cómo lograron los dirigentes soviéticos mantener indemne durante tanto tiempo la ilusión del paraíso socialista, en contraste además con la situación de miseria y terror internos. Aún hoy en día, desaparecido prácticamente el «socialismo real», cualquier denuncia frontal del mito soviético sigue sonando a muchos oídos como vacua cantinela de la peor retórica anticomunista.

De una manera más gráfica, Christian Jelen ha calificado de «ceguera voluntaria» la actitud occidental desde los primeros años del Estado soviético (La ceguera voluntaria: los socialistas y el nacimiento del mito soviético, Planeta, Barcelona, 1983). En efecto, ¿cómo denominar si no la actitud complaciente ante un régimen que, en nombre de un proletariado teórico y abstracto, persigue implacablemente a los campesinos y obreros reales, y aún más, a todos los grupos políticos que no se someten a sus dictados, incluyendo naturalmente a los que comparten el credo socialista? No vale cargar el muerto al estalinismo (en este caso, para ser exactos, los cientos de miles de muertos, que se convertirán en millones más adelante). Ni el partido único, ni la dictadura, ni la cheka, ni el aplastamiento de la disidencia (los marinos de Kronstadt o el comunismo libertario de Néstor Makhno), ni el fusilamiento masivo de campesinos famélicos son inventos del estalinismo, sino de Lenin y del exquisito Trotski, todo siempre cargado en la cuenta del acoso burgués y la agresión capitalista interna y externa.

Cierto es que los métodos leninistas son peccata minuta comparado con lo que vendrá, pero las bases del terror (desde la tortura sistemática al paredón como destino habitual de los opositores) ya estaban puestas cuando en 1924 Stalin accede al poder. Si aún un cierto sector de la intelectualidad occidental prefiere hablar de «excesos» estalinistas en vez de encarar frontalmente la realidad, ¿qué decir de los progresistas, los bienpensantes y hasta los liberales de entreguerras?: pues que no sólo negaron la evidencia del terror soviético, sino que se convirtieron de buen grado o por ingenuidad en activos portavoces de los intereses de Moscú, que en tiempos de fascismos rampantes era tanto como decir la «causa de la humanidad». Al fin y al cabo, frente a la grotesca irracionalidad nazi y fascista, el comunismo se proclamaba heredero de la Ilustración, adalid de la racionalidad e incluso –en el colmo del cinismo– abanderado de la democracia frente a la amenaza totalitaria. En buena medida, estos planteamientos ideológicos –esta monstruosa inversión de valores– fueron el resultado de la labor concienzuda de un personaje singular, Willi Münzenberg.

¿Quién era Willi Münzenberg? Probablemente el nombre no suene mucho, fuera del campo de los especialistas. Pero a historiadores y politólogos nunca les pasó inadvertida la relevancia del personaje. Ya la clásica Historia de la Rusia soviética del indiscutible historiador británico Edward Hallett Carr lo menciona en varias ocasiones como «ambicioso y hábil» dirigente de la Internacional de Juventudes Comunistas y de otras empresas bolcheviques (cf. por ejemplo La Revolución bolchevique. 3. La Rusia soviética y el mundo, Alianza, Madrid, 1973). En sus memorias, Arthur Koestler rinde tributo de admiración hacia el personaje y sus geniales manejos, hasta el punto de que le dedica todo un capítulo bajo el epígrafe de «eminencia roja» (Autobiografía. 4. El destierro, Alianza/Emecé, Madrid, 1974). Hijo de un tabernero alcohólico de Turingia, Münzenberg era uno de los escasos dirigentes comunistas que procedía de la clase obrera (por ello mismo, nunca se contagió de la hipocresía pequeño-burguesa de sus camaradas, y se rodeó desde el primer momento que pudo de todos los símbolos de su privilegiada posición, con un tren de vida que nada tenía que envidiar al de un gran empresario). Y es que, en el fondo, Willi no era el apparátchik tradicional, ni siquiera un teórico al uso, sino algo parecido a un ejecutivo, sólo que estaba al frente de una empresa muy peculiar… Cuando en 1914 tomó contacto con los dirigentes bolcheviques, entonces en el exilio suizo, Willi Münzenberg era ya un joven prodigio en sistemas secretos para transmitir información, métodos clandestinos y redes encubiertas (¡se asegura que tenía un topo en el mismo Vaticano!). Su período de esplendor, que dura unos quince años, empieza en 1921, fecha en la que el propio Lenin le encargó la organización de la ayuda internacional para paliar la terrible hambruna de la región del Volga. A nivel de escaparate, su misión no podía ser más irreprochable, incluso humanitaria. Estaba a cargo del Socorro Rojo Internacional y organismos similares. Pero como sucedería en casi todas las tareas en que Münzenberg intervino, el objetivo no era tanto la ayuda material como la constitución de una vasta red de propaganda que despertara y canalizara actitudes de solidaridad hacia una URSS «cercada por las potencias capitalistas». El Socorro Rojo se transformó así desde el primer momento en una tupida red de oficinas y comités destinados a moldear la opinión pública a conveniencia del régimen soviético. Hasta en países remotos como en Japón el trust de Willi controlaba directa o indirectamente 19 periódicos o revistas (Koestler, op. cit.).

Como jefe de propaganda del Komintern en Occidente, su carrera alcanzaría nuevas cotas. Así, desde 1925 Münzenberg se propuso desmontar el mito de América como tierra de promisión disparando sobre la misma línea de flotación de la democracia norteamericana. Fue Willi quien creó el caso Sacco y Vanzetti, y quien convirtió a los dos inmigrantes italianos en «inocentes» víctimas de un despiadado sistema penal. Todos los progresistas se tragaron el anzuelo, haciendo ya entonces realidad la posterior sentencia de Stalin sobre la colaboración nazi-soviética: «Europa se lo tragará todo». Esta alianza se venía fraguando mucho antes del pacto Ribbentrop-Molotov (1939), como pone de relieve la farsa del proceso por el incendio del Reichstag, el llamado caso Dimitrov (1933), en el que Münzenberg se midió con el maestro de propaganda del Tercer Reich, Goebbels, y lo venció en su propio terreno. La aparente confrontación (básicamente propagandística) entre nazis y estalinistas encubría, pues, la colaboración de fondo, que llegó, como muestra Koch, a la utilización por estos últimos de la mismísima Gestapo; por ejemplo, cuando por órdenes de Stalin se fraguaron las falsas pruebas para ejecutar al jefe supremo del propio ejército soviético, el mariscal Tukachevski (1936-1937). Un paralelismo de métodos y objetivos, digamos de paso, que nos remite necesariamente a la monumental obra de Alan Bullock (Hitler y Stalin: vidas paralelas, Plaza Janés, Barcelona, 1994).

Todavía el estalinismo conservaría el suficiente cinismo como para encubrir su convergencia de facto con Hitler montando el tinglado del Frente Popular en diversos países europeos, una causa que ganaría a románticos e idealistas de todo el mundo, deseosos de creer en la buena voluntad soviética (precisamente en los momentos en que se desataban los siniestros procesos de Moscú de 1936-1938, que llevarían la tortura y la abyección a unos grados de sofisticación absolutamente inéditos). Por esas fechas, Münzenberg rendiría su último servicio, ya caído en desgracia, con la guerra civil española. Despues, terminó como el noventa por ciento de sus camaradas, devorado por el terror que había ayudado a construir: Stalin no perdonaba, ni a los enemigos, ni a los amigos, ni a quienes más fielmente le sirvieron. En 1940 se encontró ahorcado su cuerpo en un bosquecillo cerca de Grenoble.

No basta con decir que Münzenberg fue un maestro del espionaje o un experto en cuestiones de propaganda, ello sería poco original y no daría la medida exacta de su talla. Fue en ciertos aspectos un adelantado, un visionario. Comprendió muy pronto que la revolución debía no sólo ganarse a las masas, sino también, incluso prioritariamente, a los intelectuales y en general a todos aquellos que generaban opinión. Esa atracción era compatible con el inmenso desprecio que el marxismoleninismo sentía hacia dichos «intelectuales burgueses»: por eso había que movilizarlos, apelando a su supuesto y decadente humanismo, halagar su vanidad, y manipularlos después como marionetas. El objetivo supremo de Münzenberg era sembrar en Occidente la idea de que el repudio a la URSS era una actitud reaccionaria, insolidaria, casi indecente. Su verdadera maestría consistía en la captación del simpatizante de la causa, el progresista, el «compañero de viaje». Willi sabía que la opinión pública occidental sólo podía ganarse para la órbita soviética desde la tribuna de los supuestos independientes (cuantos más prestigiosos, mejor). Inventó para ello una gama de adhesiones a la causa hasta entonces desconocida, desde los congresos de escritores antifascistas hasta los manifiestos, desde las marchas de protesta a los festivales artísticos.

Siguiendo las actividades de Münzenberg nos encontramos con un entramado en el que salen a relucir los ámbitos más destacados de la vida intelectual de Occidente, desde el grupo de Bloomsbury hasta Hollywood, desde la rive gauche parisina al Greenwich Village, y por supuesto aparecen los personajes más sobresalientes del momento, desde André Malraux a John Dos Passos, desde Louis Aragon a Dashiell Hammett, desde Lillian Hellman a Paul Nizan, desde André Gide presidiendo la tribuna de oradores en el gran funeral por Máximo Gorki hasta Hemingway haciendo de héroe romántico en España. Todos ellos formaban lo que el propio Willi denominaba el «club de inocentes». La denominación nos permite omitir otras consideraciones. Estaban también los menos inocentes, los famosos espías de Cambridge: Kim Philby, Guy Burgess, Anthony Blunt… De una u otra manera Münzenberg y sus secuaces andaban siempre entre bambalinas, moviendo en secreto los hilos, haciendo que cada uno cumpliera el papel que el partido previamente había dictaminado. La investigación de Stephen Koch no añade grandes novedades a lo ya conocido, pero confirma y documenta exhaustivamente algunos episodios, a veces incluso con exceso de datos y nombres propios, en detrimento de consideraciones más generales, que un público no especializado hubiera sin duda agradecido. Máxime cuando el desarrollo formal es a veces poco claro, incluso desordenado, con saltos temporales y reiteraciones que convierten en farragosas algunas páginas. Una objeción de más calado: hay excesivas especulaciones, introducidas con fórmulas como «probablemente», «casi con seguridad», «al parecer», «sin confirmar», «tal vez» o hasta «mi corazonada» (pág. 195). Cualquiera puede entender que Koch, como cualquier otro historiador, no ha podido consultar todos los documentos que hubiera deseado, máxime tratándose de los aún difícilmente accesibles archivos soviéticos, que nos depararán en el futuro auténticos tesoros y más de una sorpresa, pero precisamente por ello a veces se echa de menos una mayor contención o prudencia. En última instancia este es un problema que impregna ideológicamente la obra en un sentido harto discutible: su lectura produce la impresión de que existió un maquiavelismo omnipotente de Stalin y sus secuaces, cuando en realidad la política estalinista incurrió en múltiples fallos clamorosos, y hasta en auténticas chapuzas, que sólo el terror sistemático pudo compensar. Ya es hora de arrumbar la concepción rígidamente impersonal y determinista de la historia que el propio marxismo impulsó, pero no para convertirnos a la teoría conspiratoria o para aceptar, como provocativamente dice Furet en el prólogo, que «la historia es un complot».

Pero en definitiva, esas objeciones –cuestión de matices sobre todo– no empañan el valor y el interés de una obra que no es exagerado calificar de imprescindible. Queda tras su lectura un poso amargo, por tantos engaños militantemente aceptados, por tanta vanidad y vaciedad de los que se consideran cabezas rectoras, por tantas buenas causas podridas en el fondo. Pero, con todo, lo más dramático es que el libro se lee como si fuera una novela sobre andanzas mafiosas, sobre auténticos gángsters (lejos del altruismo que se les suponía a los consagrados a la causa), unos canallas que mienten y matan sin el más mínimo remordimiento, hasta que a su vez les llega el turno, porque nunca nadie está a salvo, excepción hecha, claro está, del padrino Stalin, creador en su delirio paranoico de un sistema perverso que devora a todos.

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