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La nueva guerra fría

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Toda clase de X-ólogos, soci-ólogos a la cabeza, andan hoy frenéticos en pos de un nuevo sintagma: la guerra fría que, como la normalidad posterior al virus de Wuhan, va a ser también nueva y da mucho tono sólo de mentarla. Creo haber oído de ella en enero de 2019 a través de Robert D. Kaplan, un geopolit-ólogo, que se jactaba de haberla catalogado en junio 2005 en The Atlantic. Luego me llegaron otros antecedentes que, a su vez, remitían a otros. Aunque uno se esfuerza, no puede leerlo todo y, además, qué demonios, en cada uno de esos casos la nueva guerra fría era otra y distinta de la anterior. Eso necesita un repaso.

En 1997 se habló de un eventual gran conflicto entre la Rusia ex soviética y la OTAN a raíz de la admisión en su seno de varios países de Europa oriental que habían pertenecido al Pacto de Varsovia. Rusia, empero, tragó sin mayor problema y de esa guerra fría —finada antes de nacer— nunca más se supo.

En 2005 la nueva guerra fría incluía ya a China. «El Oriente Medio no es más que un parpadeo del radar. Lo que definirá al siglo XXI será la pugna con China en el Pacífico. Y China será un adversario mucho más formidable de lo que nunca lo fuera Rusia». En 2019 el futuro se conjugaba ya en presente. «La nueva guerra fría ha devenido permanente por una multiplicidad de factores, axiomáticos para generales y estrategas, aunque aún menospreciados por los negociantes y financieros que se reúnen en Davos». Poco después, en ese mismo año, Kathy Gilsinian explicaba cómo Estados Unidos podría perder una guerra con China

Todo es posible, pero no todo es probable. El terror nuclear contuvo por largos años un conflicto armado que sólo estuvo a punto de saltar durante la crisis de los misiles en Cuba 1962. Los dos geopolit-ólogos me disculparán, pero si su guerra sigue la misma pauta y estalla, pongamos, a finales del XXI, ni yo, ni mis hijos, ni, casi seguro, mi nieta, seremos testigos de esa hecatombe. Tampoco la verán Kaplan ni Gilsinian, talluditos ya hoy. Y los azares que se plantean a 80-100 años solemos tomarlos, razonablemente, a beneficio de inventario.

En tanto que conflicto bélico la nueva guerra fría es una posibilidad, sí. En 1957, tras haber declarado a Estados Unidos un tigre de papel, Mao Zedong peroraba en Moscú: «No temo a una guerra nuclear. La población mundial son 2,7 millardos; si algunos mueren, no importa. En China somos 600 millones; así muriese la mitad, aún quedarían 300. Nada me asusta». Es cierto que Mao sigue siendo el sol que ilumina nuestros corazones, ese estribillo que todos los chinos incluían en sus comunicaciones escritas durante la Revolución Cultural para que la censura no las tachase. Basta leer la renovada constitución del Partido Comunista Chino. No es menos cierto que la política de Pekín hacia Taiwán y en el mar del Sur de la China es de una agresividad creciente. También que la China de Xi ha consagrado enormes inversiones a la renovación de la flota, extendiendo su sombra hacia el Pacífico. Pero los jerarcas de Zhongnanhai son perfectamente conscientes de que, así contaran con un perfecto bunker, el paisaje a su salida de una guerra nuclear sería el de un mundo invivible. Por eso creo que los supuestos de Kaplan y Gilsinian son, por el momento, trabajos de amor perdido.

Hay otras fuentes de tensión que merecen mejor ese apelativo de nueva guerra fría en el presente, pero su índole es económica e ideológica. Ya antes del virus de Wuhan, Xi Jinping no ocultaba su deseo de descartar el avance lento, como a la chita callando, de China en la escena internacional recomendado por Deng Xiaoping. Xi es el dirigente más ambicioso que ha dado China desde la era del Gran Timonel y tiene su propia lógica. 

China se ha convertido en la segunda economía del mundo y, según se la mire, en términos de PPP puede ser ya la primera. Su tránsito desde la abyecta pobreza material y moral en que la sumió Mao Zedong hasta una sociedad con pujos de acomodada se ha hecho en prácticamente los veinticinco años (1990-2013) que van de la matanza de Tiananmen a la subida al poder de Xi. Veinticinco años es un cuarto de siglo y eso «le da a una que pensar», como reflexionaba Sugar Kowalski en Some like it hot.

En esos veinticinco años, sobre la base de la independencia nacional en 1949 —nacimiento de la República Popular de China—, la construcción del socialismo de rasgos chinos asentó los cimientos del así bautizado sueño chino: China ocupará el centro de la escena mundial y su pueblo aportará una cornucopia de tesoros económicos y morales a la especie humana. Esa fue la meta a la que Xi dedicó su interminable perorata ante el Decimonono Congreso del Partido Comunista Chino en octubre 2017.

No era cosa de poco, pero a la hora de detallar los hitos del camino, salvo por algunos apuntes de trazo grueso, Xi tomó el olivo. «Para el tiempo en que celebremos nuestro primer siglo como Partido [2021] habremos convertido a China en una sociedad moderadamente próspera […] Y luego, en los próximos treinta años, cuando festejemos el centenario de la República Popular [2049] culminaremos su puesta el día; la convertiremos en un país socialista moderno». La segunda etapa, a su vez, se dividirá en dos. Entre 2021 y 2035 China consolidará su prosperidad y en los quince años siguientes logrará nuevos avances materiales, políticos, culturales, éticos y ecológicos que harán la vida de los chinos más feliz, más segura y más saludable. Como Groucho Marx: y dos huevos duros más.

Es lógico que ese memorial se lo crean sus camaradas del Partido y hasta muchos de sus súbditos chinos. Por distintas razones. Del agrado de Xi dependen las canonjías y las coimas con las que redondean sus parcos sueldos funcionariales los primeros. A los otros, las pajarillas se las alegra la expectativa de convertirse de nuevo en lo que China siempre debió ser: ??, en pinyin Zh?ngguó o poder del centro.

Qué fuera el centro o de qué, varió según las épocas históricas. En general, se trataba de una extensa zona geográfica —del río Amarillo a los Himalayas— fuera de la cual se mantenía a raya a otras etnias menores, pero altamente belicosas. Granjeros contra ganaderos como en los westerns. Al norte coincidía, más o menos, con los límites interiores de la Gran Muralla de China. Al sur, vaya usted a saber.

La muralla de los diez mil li contra los bandidos errantes del Norte (un li es una medida de longitud hoy estandarizada en medio kilómetro) resultó ser tozudamente inútil. Por el Norte la rebasaron los mongoles de la dinastía llamada Gran Yuan (1271-1368) y por el Nordeste los manchús de la del Gran Qing (1644-1912). El emperador Kangxi (1654-1722) extendió las fronteras de China hasta los límites en que más o menos se halla hoy.

A mediados del siglo XIX llegaron por el sur y por mar otros advenedizos de lejanas tierras occidentales que aherrojaron a Zhongguó durante los Cien Años de Oprobio, de la primera guerra del Opio (1839) a la creación de la República Popular en 1949. Mientras a los Yuan y a los Qing acabó por vérselos como parte de la propia historia de Han (nombre de la etnia mayoritaria en China), los gweilo o demonios extranjeros somos tradicionalmente objeto de gran desprecio.

Xi Jinping enlaza con el sueño chino de ampliar Zhongguó. ¿Hasta dónde? Hasta que se pueda, pero con la mira puesta, por qué no, en Eurasia hasta Finisterre y el cabo de San Vicente portugués y, por el Este, en la primera hilera de islas que va desde las Kuriles al Norte hasta Papúa-Nueva Guinea al Sur. Esa meta no entraña necesariamente conquistas militares inmediatas; sí la restauración del antiguo régimen tributario, un sistema que antaño consistía en la práctica de que otros estados independientes reconociesen la primacía del Hijo del Cielo en la tianxia (todo bajo el cielo, algo parecido a lo que los griegos definían como mundo sublunar). A cambio de la postración ritual (kowtow) y de la entrega de presentes por sus enviados, a esos poderes exteriores se les aseguraba paz y participación en la red comercial de la tianxia. El ejemplo más elocuente en la actualidad es Camboya, siempre dispuesta a defender las tesis chinas en ASEAN, la plataforma que incluye a los países del Sudeste asiático. Myanmar va camino de lo mismo. A cambio, ambos países reciben importantes inversiones chinas. 

Algo parecido a eso sería lo que se entiende como nueva guerra fría comercial y de eso hablaremos en otra ocasión. Pero hay otra dimensión no menos peliaguda: la ideológica.

Tan solo la semana pasada, Matt Pottinger, un portavoz de la Casa Blanca, recordaba la contribución de tantos chinos a los ideales ilustrados y a los valores liberales. Unos participaron en la redacción de la Declaración de Derechos Humanos de los 1940s; otros, entre ellos 20 sacerdotes católicos se negaron a someter su Dios al Partido. No olvidemos tampoco a los millones de ciudadanos de Hong Kong que se manifestaron a lo largo de 2019 en defensa del imperio de la ley. Concluía: «el cliché de que el pueblo chino no necesita de la democracia es la menos patriótica de todas las ideas». Arremetida fulminante de Pekín: «Piensa que entiende a China, pero es obvio que no. Esa declaración es sólo la prueba de sus prejuicios».

La anterior confianza entre ambas partes, resumen los analistas, ha desaparecido y la respuesta a la pandemia de Wuhan es sólo el último jalón hasta el momento. Los expert-ólogos, como es su costumbre, la explican con múltiples bobadas, algunas de las cuales pueden verse aquí.   

Pero eso no es una nueva guerra fría. Sólo la última iteración de la profunda incompatibilidad que separa a los sistemas democráticos de los totalitarios.

Doy la palabra a Ma Jian. Ma es un escritor chino hoy exiliado. Los que se interesan por estas cosas sabrán que es el autor de varias novelas alumbradas durante su anterior vida de súbdito comunista y recordarán con especial cariño —al menos yo lo hago— dos traducidas al castellano: El camino oscuro (Literatura Random House, 2014) y Pekín en coma (Literatura Random House, 2008). En 1983 fue detenido durante la campaña Anti-Polución Espiritual, y tras recuperar la libertad se embarcó en un largo viaje de tres años por su país. Luego de varios encuentros con la censura, Ma se mudó a Hong Kong, aunque en 1989 volvió a Pekín y se sumó a las protestas prodemocracia que acabaron con la matanza de Tiananmen. Tras el traspaso de Hong Kong a la soberanía china, partió hacia Europa y finalmente se asentó en Londres.

Allí le entrevistaban hace unos días (mayo 11) para The Spectator . «Su más reciente novela, China Dream, es una brutal sátira de esa grotesca realidad de la gobernación comunista que se esconde tras la hermosa mentira del “Sueño Chino de Rejuvenecimiento Nacional” del presidente Xi. Sus libros —prohibidos en China todos ellos— se enfrentan con el miedo colectivo de China a la verdad, como él lo llama», le presentaba su entrevistador. Una buena síntesis.

Algunos destellos verbatim.   

Ma Jian «Xi Jinping y el Partido Comunista Chino son los principales responsables de esta catástrofe global. Tratando de encubrir el brote durante las cruciales tres primeras semanas, su régimen permitió que el virus se multiplicase exponencialmente. Si no se hubiese perdido esa oportunidad, podrían haberse evitado 95% de los casos […] En una sociedad normal, [el Dr. Li Wenliang] hubiera inmediatamente trasmitido su preocupación a los directivos de su hospital y el público hubiera sido informado de inmediato. Pero China no es una sociedad normal. Al Dr. Li lo silenciaron. Se impidió que se supiese la verdad y se prohibió su libre expresión; al público se lo mantuvo en la inopia».   

MJ «Las autoridades chinas notificaron a la OMS un brote de “neumonías sin causa conocida” en diciembre 31, pero ocultaron su peligro al pueblo chino. Dijeron que no había razón para la alarma porque el virus no se trasmitía de persona a persona. Taiwán, por el contrario, no compartió esa falsa seguridad y empezó inmediatamente a hacer tests a todos los pasajeros con origen en Wuhan. En los momentos difíciles la reacción natural del gobierno chino es ocultar la verdad».

MJ «Xi Jinping estuvo involucrado en el asunto desde el principio. Como “presidente vitalicio”, el líder más poderoso desde los tiempos de Mao Zedong, la última responsabilidad es suya […] Tuvo que haber sido informado del peligro del virus a finales de diciembre por lo menos […] En febrero, Xi se refirió en un discurso a que había estado siguiendo la evolución de la epidemia desde enero 7 […] ¿Por qué esperó hasta enero 20 para revelarla?».

The Spectator «Algunos doctores en el Oeste han alabado a China, en particular el Dr. Richard Horton, director de The Lancet, quien dijo que el gobierno chino informó rápidamente al mundo y que Gran Bretaña y Estados Unidos no prestaron suficiente atención a sus avisos […] Algunos intelectuales occidentales han dicho que deberíamos parecernos más a China. ¿Qué les diría?».

MJ «Les diría que se han convertido en defensores groseros de un régimen inhumano. ¿Cómo se puede defender a un gobierno que informó a la OMS, pero ocultó la verdad a su propio pueblo, permitiendo un crecimiento exponencial del virus y su extensión al resto del mundo? Un gobierno que acalló a los médicos valientes al pie del cañón y “desapareció” a los periodistas que intentaron informar objetivamente de los contagios. A un régimen que dejó tirados en la calle a muchos contagiados, que los metió en camionetas como si fueran ganado, que encerró a muchas familias en sus casas y atrancó las puertas con barras de metal. Si China hubiese contado con una prensa libre, libertad de expresión y dirigentes que respetasen el valor de la vida, no hubiera sido necesario ese confinamiento draconiano que impusieron en enero».

The Spectator «¿Está en peligro el régimen? ¿Se convertirá el Dr. Li en el símbolo de un nuevo movimiento político?».

MJ «Me temo que domésticamente el régimen esté más fuerte que nunca […] La propaganda ha funcionado y las masas han vuelto a la apacible ilusión del sueño chino de Xi Jinping. Se han apropiado del Dr. Li para redefinirlo como un héroe y un mártir maltratado por unos dirigentes provinciales que ya han sido castigados. Todos los disidentes han desaparecido. Si la economía china acaba por recomponerse, el Partido devendrá intocable».

Personalmente no estoy convencido de que esto último vaya a suceder indefectiblemente. Pero tiendo a ser un optimista mal informado.

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