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La era de las decepciones: de «reformistas» a líderes autoritarios

La era de los líderes autoritarios

Gideon Rachman

Ed. Crítica, 2022, trad. Efrén del Valle

320 pp.

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Gideon Rachman, analista de relaciones internacional del Financial Times, publica un libro que no es otro más de los que han aparecido últimamente sobre el populismo. En primer lugar, aporta testimonios sobre algunos líderes populistas, de ellos mismos o de personas de su entorno, y en segundo lugar, pone el acento en que los líderes autoritarios no son solo gobernantes como Vladimir Putin y Xi Jinping. Pueden surgir también en el seno de las democracias, bien sea las de reciente creación o las consolidadas como Estados Unidos y Gran Bretaña.

La era de las decepciones y de la polarización

En una de sus obras anteriores, Un mundo de suma cero, Rachman calificaba la época inaugurada por la crisis económica y financiera de 2008 como «la edad de la ansiedad», y ahora introduce la teoría de que, desde 2012, con la llegada al poder de Xi Jinping, ha comenzado la era de los líderes autoritarios. Un rasgo de este período estaría marcado, según Rachman, por las decepciones, pues algunos de ellos fueron tomados como líderes reformistas, llamados a cambiar el futuro de sus países afectados por severas crisis políticas, sociales y económicas. Más de un analista internacional llegó a afirmar que el pueblo había elegido con acierto a gobernantes llamados a cambiar la historia. Las ilusiones se perdieron pronto, pues nunca tuvieron un fundamento sólido, y el advenimiento de estos líderes ha servido para trastocar los cimientos de la democracia liberal. Con ellos, la democracia fue perdiendo su calificativo de liberal para transformarse, de modo implícito, en una democracia plebiscitaria, de aclamación y veneración por el líder, y que ha llegado a considerar como una amenaza para «el gobierno del pueblo» el estado de derecho y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales. No lo dice expresamente el autor, pero a mí me recuerda lo que se decía hace años del México del PRI: una dictadura democrática o una democracia dictatorial.

Lo cierto es que la democracia entendida como un marco de equilibrios y contrapesos es despreciada por los líderes autoritarios. Su actitud conspiranoica les hace considerar a las instituciones democráticas como un peligro para su poder, que ellos identifican con el del «pueblo», al que dicen amar hasta el extremo de considerarlo como un apéndice de ellos mismos. Con este planteamiento la posibilidad de alternancia, propia de la democracia liberal, queda absolutamente descartada, pues los gobernantes no ven en la oposición un adversario sino un enemigo, ya que están convencidos de que, si llegan al poder, pondrán patas arriba todas las leyes que el líder ha impulsado por el «bien» del pueblo. Las elecciones, por tanto, se convierten en un trámite tan fastidioso como necesario. No es extraño que esos líderes cultiven una política de la sospecha y fomenten la polarización, con continuas alusiones, entre otras, a las élites, instrumentos de ese monstruo de rostro indefinido llamado globalismo y que pretendería subyugar a las naciones.

Putin y Erdogan, dos nacionalismos con aspiraciones de potencia

Las decepciones están presentes en diversos capítulos del libro, en los que asistimos al momento en que el líder «reformista» se quita la careta y esgrime, sin ningún tipo de miramientos, la necesidad de perpetuarse en el poder para preservar un legado que se presenta como histórico. En el caso de Putin, una de las primeras desilusiones fue la de Bush, que tardó algo de tiempo en darse cuenta de que su relación no sería la misma que tuvieron Clinton y Yeltsin. Putin demostró ser un nacionalista irreductible, que enseguida convenció a una mayoría de sus compatriotas de que Putin y Rusia formaban un todo insuperable. Se trata de una postura rígida, inasequible a la evidencia de que el liderazgo del presidente ruso no ha estado marcado en los últimos años por los éxitos, incluyendo la guerra de Ucrania. Rachman recuerda que hace unos años Obama afirmó que Rusia era solo una potencia regional, algo que irritó al Kremlin, que ha intentado demostrar en el Oriente Medio o el África subsahariana su condición de potencia global, aunque los resultados prácticos hayan sido bastante limitados.

El autor señala que Recep Tayyip Erdogan, el presidente turco, ha edificado en Ankara un monumental palacio, superior en extensión a Versalles y al Kremlin juntos. Es un palacio digno de un sultán que ocupa el presidente de una república a punto de celebrar su centenario en 2023. Surge nuevamente la decepción en este capítulo, pues se recuerda que hace veinte años se consideraba a Erdogan como el político que pondría fin a largas décadas de una democracia tutelada por los militares. El fin de la influencia militar sería una gran oportunidad para las libertades, y no solo eso, pues el islamismo moderado del entonces primer ministro era presentado como una versión musulmana de la democracia cristiana, algo que constituiría un ejemplo para los vecinos de Turquía y le abriría las puertas de la UE. Sin embargo, la actitud de Erdogan fue la de querer emular las glorias del imperio otomano y dejar en un segundo plano la Turquía laica de Kemal Atatürk. A partir del golpe fallido de 2016 mostró a las claras su conducta autoritaria al desencadenar una violenta represión contra medios de comunicación, funcionarios sospechosos y adversarios políticos. Del fundador de la república se decía que buscaba tener «cero problemas con los vecinos», pero con Erdogan ha sucedido exactamente lo contrario, sobre todo con Siria y otros países árabes. Únicamente con la Rusia de Putin el presidente turco ha sabido mantener un delicado equilibrio, en el que el interés es mutuo, y la guerra de Ucrania es buen ejemplo de ello. Sin embargo, tal y como señala Rachman, el neootomanismo de Erdogan no le servirá para que su país se convierta en una gran potencia.

Xi Jinping y Narendra Modi, dos tipos de líderes autoritarios

La ascensión de Xi Jinping a la jefatura del estado y del partido comunista chino en 2012 fue saludada, según recuerda el autor de este libro, por un veterano corresponsal de la BBC, John Simpson, como el triunfo de un auténtico discípulo de Deng Xiaoping, el gran reformista del posmaoísmo. El periodista afirmó además que XI continuaría la política de «ascenso pacífico» de la China de Hu Jintao, a tenor de declaraciones como esta: «La teoría de que los países fuertes deban buscar la hegemonía no es aplicable a China». Según Simpson, la economía de mercado se afianzaría en el país asiático y en pocos años habría elecciones libres al parlamento. Sin embargo, Xi demostró muy pronto que el partido seguía siendo el único líder y puso el acento en la ideología. El culto a la personalidad y la prolongación del mandato de Xi vendrían después.

En el caso de Narendra Modi, primer ministro de la India, Gideon Rachman reconoce que él mismo se equivocó al considerarle en 2014 un reformador político que antes había sido un humilde vendedor de té. Con Modi llegó al poder el nacionalismo hindú, que siempre había cuestionado la India multicultural de Nehru y de la familia Gandhi. Desde entonces el hinduismo ha pretendido convertirse en el punto de referencia exclusivo del país, hasta el punto de presentar como culturas extrañas al budismo y al Islam, pues fueron traídas por dominadores extranjeros, no menos opresores que los británicos. Pese a todo, tal y como destaca Rachman, Estados Unidos y la UE han mantenido una actitud tibia hacia el autoritarismo de Modi, pues es un socio estratégico indispensable para frenar la hegemonía china.

Líderes autoritarios en democracias occidentales

Gideon Rachman insiste de continuo en que los líderes autoritarios pueden surgir incluso en países de la UE. Bien conocido es el ejemplo de Viktor Orban, primer ministro húngaro, que no ha tenido reparos en afirmar que su país es una «democracia iliberal». No deja de ser curioso que sea el mismo hombre que en 1989 defendiera la causa del liberalismo frente a un sistema comunista agonizante. Sin embargo, como bien recuerda el autor, las elecciones de 1994, que perdió su partido, le llevaron a la convicción de que había que echarse en brazos del nacionalismo húngaro, lo que inevitablemente le llevaría a cuestionar el estado de derecho, una actitud que comparte con el líder polaco, Jarolasv Kaczynski, vencedor de las elecciones legislativas de 2015, al que se le atribuye esta expresión: «El bien de la nación está por encima de la ley». Pero a diferencia de Orban, la actitud de Kaczynski no ha provocado ninguna sorpresa.

Con todo, en las democracias consolidadas pueden surgir líderes autoritarios, y el ejemplo más conocido es el de Donald Trump, del que pocos analistas creían que fuera a ganar las elecciones presidenciales de 2016. Pero Trump tampoco ha decepcionado, pues en el libro se recogen unas declaraciones suyas a Playboy en 1990, donde muestra sus simpatías por los líderes autoritarios y un cierto desdén por las reformas de Gorbachov, al tiempo que expresa su «comprensión» ante los sucesos de Tiananmen. Muchos años después, Trump tampoco ocultaría sus afinidades con Putin y Erdogan.

En uno de los capítulos Rachman coloca a Boris Johnson entre los líderes autoritarios, lo que no ha debido de gustar a parte de sus lectores británicos. Sin embargo, el autor dice hablar con conocimiento de causa, pues considera que Johnson es un maestro de la puesta en escena, que siempre ha apostado por lo imprevisible, concretamente por un euroescepticismo del que no dio excesivas muestras en los inicios de su carrera política. Finalmente, el Brexit fue su instrumento para llegar al poder. Su histrionismo contrasta con la hosquedad de otros líderes autoritarios, aunque, en cualquier caso, ha sido fiel toda su vida a lo que uno sus profesores en Eton dijo de él: «Es un buen tipo, pero no le afecta el conjunto de obligaciones que atañen a los demás».

Un elenco de líderes autoritarios en contraste con líderes de la democracia liberal

La lista de líderes autoritarios presentada por el autor se completa con el presidente filipino Rodrigo Duterte, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, el príncipe saudí Mohamed ben Salman, el presidente brasileño Jair Bolsonaro, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador y el primer ministro etíope Abiy Ahmed Alí. El autoritarismo de la mayoría de ellos tampoco ha constituido ninguna sorpresa, aunque tampoco han faltado decepciones como las del político etíope, galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 2019, y que ha llevado una guerra implacable contra la rebelión en Tigray. En contraste, Gideon Rachman presenta como los verdaderos representantes de la democracia liberal a Emanuel Macron, Angela Merkel y Joe Biden, que para él son la antítesis de los líderes populistas. Sus mayores simpatías son por Biden, que ha recuperado el papel de Estados Unidos como cabeza de las democracias occidentales, inconcebible con Trump y su eslogan de «America First».

El balance final del libro es la opinión de Rachman de que la era de los líderes autoritarios no es irreversible. Sus estudios de historia en la universidad de Cambridge le habrán enseñado que la historia es cambiante y que el éxito nunca es definitivo. De hecho, afirma: «El gobierno del hombre fuerte es una forma de gobierno inherentemente fallida e inestable». Seguramente piensa que perecerá víctima de sus propias contradicciones, tal y como escribiera George Kennan del sistema soviético, aunque también es consciente de que, mientras eso sucede, los líderes autoritarios seguirán provocando caos y sufrimiento.

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