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Una herejía sin dogma

MODERNIDAD. LA ATRACCIÓN DE LA HEREJÍA DE BAUDELAIRE A BECKETT

Peter Gay

Paidós, Barcelona

Trad. de Marta Pino, Antón Corriente, Carmen Artime y Eva Almazán

590 pp.

40 €

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Peter Gay nació en Berlín hace ochenta y cinco años. En 1941 se exilió a los Estados Unidos. Estudió filosofía e historia y fue profesor de Historia y Ciencia Política en las Universidades de Columbia y Yale, de donde en la actualidad es profesor emérito. Es, pues, además de un hombre ilustre con un espléndido historial, uno de los últimos exponentes de la generación de entreguerras. Experto en Freud y seguidor de las teorías psicoanalíticas, es un reconocido especialista en historia social de las ideas y en historia cultural, siempre interpretadas bajo el prisma freudiano. Se dio a conocer en el mundo académico en 1966 con una obra amplia y muy estimable sobre la Ilustración. Para el lector no especializado seguramente es más conocido por La cultura de WeimarLa cultura de Weimar. La inclusión de lo excluido, trad. de Nora Catelli, Barcelona, Argos Vergara, 1984., un excelente recorrido por el breve y vertiginoso período que vivió Alemania, entre el final de la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del nazismo, a través de los acontecimientos políticos y, sobre todo, las manifestaciones culturales en el terreno de la arquitectura (la Bauhaus), la literatura (Thomas Mann), la música (Kurt Weill), el teatro (Bertolt Brecht), el cine (Metrópolis, El gabinete del doctor Caligari) o la ciencia (Einstein). Un censo abrumador abocado a un final trágico.

El libro que ahora nos ocupa sigue un plan similar con resultados distintos, como no podía ser de otro modo dadas las características del tema. La república de Weimar es un período histórico temporalmente acotado por dos acontecimientos claros, transcurre en un país y está definitivamente concluido, lo que permite ponerlo en perspectiva.

Con la modernidad (el período e, incluso, el concepto mismo), sucede lo contrario. Los límites temporales del fenómeno son discutibles, afecta a todo el mundo occidental, y aunque se vislumbra un consenso acerca de su extinción o al menos de su agonía, todavía vivimos inmersos en él, hasta que no lo cancele un movimiento nuevo o hasta que lleguemos a la conclusión de que no hay alternativa a la modernidad, salvo el manierismo próximo al kitsch que puede verse en la galería Saatchi o en las exposiciones temporales de la Tate Modern, por citar sólo dos paradigmas de la modernidad crepuscular. El hecho de que ahora un hombre de la trayectoria, el prestigio y, con todo respeto, de la edad de Peter Gay se haya embarcado en la aventura incierta y colosal de abarcar tanto en un volumen de quinientas páginas puede deberse a un exceso de modestia o de temeridad. Pero, sea cual sea el móvil, el resultado es a la vez escaso y excesivo.

El libro tiene una estructura doble: el orden cronológico (etapa fundacional, clásica y final) y el orden sectorial (pintura, poesía, música, teatro, cine, etc.). Previamente hay una introducción, poco original pero clara, acerca de las circunstancias socioeconómicas que hicieron posible la eclosión renovadora en todos los campos artísticos e intelectuales: la emergencia de una burguesía numerosa, rica y culta que, a su vez, dio origen a unos intermediarios culturales (marchantes, galeristas, críticos) decisivos para el éxito de las nuevas obras. Y, naturalmente, unos medios de información y difusión que permitieron por primera vez la existencia de un arte transnacional.

En el terreno sectorial, la cosa se complica. Ante la imposibilidad de abarcar lo que sería una lista interminable de artistas y obras, Peter Gay ha optado por seleccionar unos cuantos y colocar a los otros en órbitas concéntricas a la manera de un sistema planetario. El método es seguramente el mejor, o quizá el único viable, pero el resultado no es del todo satisfactorio. Por una parte, es limitado o reduccionista. Por otra parte, la selección es excesivamente obvia, y el lector no puede dejar de pensar posibles alternativas que habrían llevado a conclusiones distintas. Por ejemplo, ¿tiene sentido elegir a John Cage o a Charles Ives como representantes de la música norteamericana y no hacer ni una sola mención del jazz, tan influyente en los compositores europeos del siglo XX? Cada lector puede hacerse mil preguntas como ésta, lo que en principio puede resultar estimulante, pero a la larga devalúa el conjunto de la obra.

Aun reconociendo que el movimiento es gradual y colectivo, Peter Gay fija el inicio de la modernidad en 1857, no tanto por la publicación de Las flores del mal como por el escándalo suscitado por esta obra de Baudelaire, figura clave por su obra poética y teórica y por su vinculación a los artistas plásticos que en esos mismos años provocaban el rechazo y la censura de la crítica y el público en los salones de París.

El elemento del escándalo es uno de los factores decisivos de la modernidad y el eje que articula la tesis de Peter Gay. Para él, la modernidad, a diferencia de los movimientos artísticos precedentes, se caracteriza por la voluntad manifiesta de subvertir el orden social, en este caso el orden burgués. Está rebelión (la «herejía» a que alude el subtítulo de la obra) constituye, según el autor, la marca distintiva que permite clasificar una obra como perteneciente o no a la modernidad. El libro analiza las obras que cumplen este requisito, pero no aquellas que se ajustan a la ortodoxia, sin aclarar si entre estas últimas se da el mérito artístico o si la falta de rebeldía es sinónimo de falta de calidad. Aunque este comentario puede parecer malicioso, no lo es en la medida en que plantea una disyuntiva que me parece fundamental, a saber: si lo que define la modernidad es el deseo de innovación o de antagonismo. Peter Gay parece inclinarse por esta última opción, puesto que incluye entre los padres fundadores de la modernidad a Oscar Wilde, no tanto por su obra, convencional desde todo punto de vista, como por su condición de maldito; una condición, dicho sea de paso, que Wilde nunca buscó y que le fue impuesta por razones del todo ajenas a su obra, con la que la sociedad burguesa estaba encandilada. En cambio, en ningún momento se menciona a Gaudí, por citar un caso, que fue un arquitecto innovador en grado sumo, pero hombre de conducta e intenciones pacatas, siempre en armonía con la burguesía y la Iglesia. ¿Es Wilde moderno y no lo es Gaudí? Es cierto que cuando se aborda un tema de dimensiones tan amplias no puede matizarse mucho y es inevitable incurrir en generali¬zaciones. Cualquier metodología es válida como punto de partida, siempre que no se enrede en discrepancias terminológicas, pero a veces las simplificaciones crean más problemas de los que resuelven o llevan el debate por un camino torcido.

La visión de Peter Gay no proviene del mundo de la teoría del arte, sino del mundo de la psicología freudiana, como ya he dicho. No rechazo esta visión, pero la considero complementaria. En mi opinión, un artista auténtico actúa movido por un deseo de investigación formal o recurre a formas heterodoxas con objeto de expresar percepciones para las que los cánones en uso no sirven o han dejado de servir, con independencia del contexto histórico o social en el que trabaja y de la aceptación o el rechazo de la sociedad. Es cierto que a veces el sentimiento de rebeldía, justificado o no, puede estar en el origen de una determinada obra, pero atribuir el impresionismo, la Bauhaus o el Ulises de Joyce a un puro deseo de escandalizar, es llevar las cosas demasiado lejos. Y no deja de ser extraño que Peter Gay, que todo lo analiza a través del prisma freudiano, no apunte una explicación de por qué la burguesía, que había reemplazado al Ancien Régime por un Estado de derecho y de respeto por la libertad individual, concitaba un desprecio y una hostilidad tan profunda y tan unánime.

A decir verdad, el propio Peter Gay admite desde el principio la aparente contradicción de que las obras de la modernidad, por más que causaran un escándalo general, siempre gozaron de un sólido respaldo dentro de la propia clase burguesa, lo que en definitiva permitió su afianzamiento y su desarrollo. No habría existido la moder¬nidad si no hubiera habido alguien dispuesto a sustentarla a menudo con una generosidad rayana en la abnegación. Probablemente en esta mezcla de financiación –generosa o intere¬sada: es lo mismo– y notoriedad que le proporcionó el escándalo radica el éxito de la modernidad, su larga permanencia, su difusión y su capacidad de eliminar cualquier conato de contradicción.

En este factor, el del patrocinio o la clientela, radica otra de las dificultades del estudio de Peter Gay cuando trata de abarcar todas las manifestaciones culturales y aplicarles un criterio homogéneo. Porque es obvio que las artes plásticas necesitan el patrocinio de unos cuantos individuos adinerados y perspicaces o simplemente excéntricos, mientras que otras manifestaciones artísticas sólo son rentables si las valora y consume un público relativamente numeroso. Y aun dentro de éstas habría que diferenciar entre las que tienen un coste de producción insignificante, como la literatura o la música, y las que requieren una inversión, como el teatro y la danza, a veces elevadísima, como el cine o la arquitectura. De esta diferencia fundamental se deriva el hecho de que, mientras las artes plásticas pudieron romper moldes con rapidez y de un modo creciente, puesto que nunca les faltó un coleccionista que las adquiriese, las otras tuvieron que aceptar que los experimentos más osados no tuvieran continuidad o hubieran de convivir con otras formas consagradas por la tradición. La yuxtaposición a que el libro somete las diferentes manifestaciones artísticas, si bien proporciona una panorámica interesante, por fuerza se convierte en un concurso en el que las artes plásticas salen ganando ampliamente, y el cine, por más cariño que le profese Peter Gay, hace un triste papel: el de un arte advenedizo, cuya evolución va ligada a los avances de la tecnología y cuyos conatos experimentales (El año pasado en Marienbad, al que Peter Gay dedica un análisis) han quedado como mera anécdota.

La última parte del libro, la que se refiere al final del movimiento analizado, es igualmente decepcionante y un tanto confusa. La modernidad es, según el autor, «un período histórico con etapas de prosperidad y turbación, confianza y autoflagelación. Abarca desde la década de 1840 hasta comienzos de la de 1960». Luego se extingue, aunque siempre aparecen obras «demasiado pronto o demasiado tarde» que rompen con unos esquemas temporales. A lo que añade: «Aceptar que el pop art [es decir, básicamente Andy Warhol] suponga el toque de difuntos de la modernidad no tiene por qué hacer que nos sorprenda descubrir obras […] importantes que aparezcan con posterioridad al supuesto fin de su ciclo en ésta. El caso es que durante la segunda mitad del siglo XX hubo indicios intrigantes de vida después de la muerte de lo moderno». Entre estas apariciones post mortem, Peter Gay incluye el Museo Guggenheim de Bilbao, al que dedica una «coda» entusiasta, y en la que describe sus propias emociones, pero no analiza lo que significa esta pieza singular, o toda la arquitectura de Frank Gehry, dentro de la etapa posterior a la muerte de la modernidad. Por supuesto, no se puede exigir a nadie que despeje una incógnita de esta envergadura de un modo taxativo, pero sí que se pronuncie sobre los argumentos que él mismo ha expuesto a lo largo de la obra. ¿Por qué acabó la modernidad sin que nada hasta ahora la haya sustituido, ni de un modo antagónico ni derivativo? ¿Ha habido un cambio en la estructura social que en su momento propició el nacimiento de la herejía moderna? ¿Pervive la misma estructura, pero la clase social que entonces se escandalizaba ante la Olimpia de Manet y acto seguido la compraba ha perdido todo interés, salvo el meramente especulativo o representativo? ¿Por qué un arte que resistió la oposición violenta del nazismo y el estalinismo no ha sido capaz de renovarse a sí mismo? ¿Tenía razón Picasso cuando afirmaba que el arte moderno era un acopio de destrucciones, y ya no queda nada por destruir? Son preguntas que Peter Gay ni siquiera plantea.

En conclusión, el libro defrauda no porque sea malo, sino porque viniendo de quien viene, y después de una introducción prometedora, crea unas expectativas que luego no cumple, aun reconociéndole el mérito de haber construido un mapa, siquiera rudimentario, de este tema intratable. A pesar de todo ello, se trata de una excelente introducción al tema, una buena guía para neófitos y un texto que haría mucho bien aplicado a la docencia, y que también puede servir de repaso para quienes se han interesado en este campo y están perdidos después de recorrer sus infinitos vericuetos. También es muy de agradecer el ensayo bibliográfico que cierra la obra y que consiste en una selección de obras de referencia en varios idiomas, acompañada de comentarios y recomendaciones de mucha utilidad. La edición es cuidada: el papel, la encuadernación y las ilustraciones son de calidad; la letra y los márgenes, ¬cómodos. Cosas que vale la pena resaltar en los tiempos que corren, y más en una obra voluminosa. La traducción de Marta Pino, Antón Corriente, Carmen Artime y Eva Almazán es inmejorable: correcta, rigurosa, clara y fluida.
 

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Ficha técnica

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