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La transformación de Europa

La lucha por el poder. Europa 1815-1914

Richard J. Evans

Barcelona, Crítica, 2017

Trad. de Juan Rabasseda

1.006 pp. 38,90 €

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Apenas un año después de la magnífica síntesis de Ian Kershaw que cubre el período 1914-1949, aparece dentro de la misma serie, The Penguin History of Europe, un voluminoso libro sobre el siglo que transcurre desde el final de las campañas napoleónicas hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. Puede sorprender el encargo de este libro al autor de una trilogía sobre el Tercer ReichThe Coming Of The Third Reich, London, Allen Lane, 2003, The Third Reich In Power, 1933-1939, New York, Penguin, 2005, The Third Reich at War: How the Nazis Led Germany from Conquest to Disaster, London, Allen Lane, 2008, edición en castellano Barcelona, Penísula, 2005, 2007 y 2011 respectivamente, seguidas de nuevas ediciones revisadas o en distintos formatos. Su libro The Third Reich in History and Memory, Little, Brown, 2015, ha sido publicado en castellano por la editorial Pasado y Presente, Barcelona, 2015., uno de los grandes especialistas en la historia de Alemania desde principios del siglo XX hasta el final de la Segunda Guerra MundialSu importante papel como experto en el proceso judicial iniciado en 2000 por David Irving contra la historiadora Deborah Lipstadt, a favor de esta última con el fin de rebatir las tesis «revisionistas» del primero que negaban el Holocausto, es muy conocido sobre todo desde su aparición en la película Denial (2016), dirigida por Mick Jakson y basada en el libro de History on Trial. My Day in Court with a Holocaust Denier, de Deborah Lipstadt, que en España se estrenó el pasado año con el título de Negación.. Richard Evans sale al paso al decirnos que durante décadas dio clases en diversas universidades de Historia de la Europa del siglo XIX, antes de trasladar su interés al siglo XX tras su llegada a la Universidad de Cambridge, en la que, como sabemos, fue Regius Professor desde 2008 hasta su jubilación en 2014.

Las expectativas que crea La lucha por el poder son grandes. Toma como referencia obras relevantes como las de Eric Hobsbawm, Christopher Bayly o Jürgen Osterhammel, pero intenta una aportación original. Por un lado, mantiene la pretensión de una historia global y transnacional; por otro, considera que Europa tiene «una existencia claramente definible como entidad colectiva». Su enfoque pretende abarcar la constante ampliación del campo de estudio de la investigación histórica, de modo que comprenda casi todos los aspectos de la actividad humana del pasado. Además, para Evans, la síntesis ha de concebirse ahora de un modo distinto. Debe dar cohesión a los diversos temas, pero no por medio «de un argumento básico general cuyo meollo estaba en el desarrollo y la influencia determinante del capitalismo», como hizo Eric Hobsbawm. Los historiadores de comienzos del siglo XXI, nos dice Evans, sienten que ese tipo de argumentos han quedado desprestigiados y lo más que hacen es trazar «líneas de desarrollo», como ha hecho Tim Blanning en el volumen precedente, dedicado al período entre 1648 y 1815Tim Blanning, The Pursuit of Glory. The Five Revolutions that Made Modern Europe: 1648-1815, Londres, Allen Lane, 2007..

¿En qué medida se cumplen las expectativas? El lector encuentra una enorme cantidad de datos y descripciones que sacan a la luz múltiples aspectos de la vida humana. El primer capítulo del libro comienza con los desastrosos efectos de las guerras que trajo la revolución de 1789 y el imperio napoleónico, cinco millones de muertos en veintitrés años, lo que, sobre el conjunto de la población, supone una proporción igual o superior a la de la Primera Guerra Mundial, pero en un período de tiempo mucho más dilatado. A continuación vemos el legado positivo del período revolucionario y la leyenda de Napoleón entre escritores, políticos, oficiales del ejército y estudiantes favorables a las ideas liberales. Se entra luego en un tipo de historia política que, en este capítulo («Los legados de la revolución») y en otros tres más adelante (el tercero, «La primavera europea», el séptimo, «El desafío de la democracia», y el octavo, «El precio del imperio»), relata de un modo convencional lo sucedido en el terreno de las relaciones internacionales y en la política interior de los diversos Estados.

Se añade a esa historia política otra de tipo social en los capítulos segundo («Las paradojas de la libertad») y cuarto («La revolución social»). Los protagonistas son ciertos grupos y clases sociales: los campesinos que se emancipan de la servidumbre en el centro y en el este de Europa o dan origen a numerosas revueltas, también en la parte meridional; la nueva elite que surge de la decadencia de la vieja aristocracia y del ascenso de una nueva burguesía, con títulos que van unidos cada vez menos a una riqueza procedente de sus fincas y más a los negocios capitalistas; el «triunfo de la burguesía» como nueva clase social y la extensión de la «pequeña burguesía»; el aumento constante del proletariado de trabajadores manuales asalariados «hasta convertirse en la clase social más numerosa en muchos países industrializados»; la alarma generalizada por la aparición de las «clases peligrosas» como consecuencia del incremento de la criminalidad. También a esta historia social y económica pertenece lo escrito sobre industrialización, pauperismo y cuestión social, demografía, urbanización y emigración, en especial a ultramar.

Un aspecto del siglo XIX al que, por fortuna, se le da mucha importancia es el del cambio cultural. De ello trata el quinto capítulo, «La conquista de la naturaleza». Los lobos salvajes dejan de formar parte de las preocupaciones de los aldeanos y quedan reducidos a pequeñas manadas en regiones marginales. Una gran variedad de animales empiezan a estar en peligro de extinción, como los osos y los zorros, por las cacerías más o menos continuadas. Las grandes cordilleras no dividen el continente como lo hacían antes y la superficie cubierta por bosques densos disminuye considerablemente. El espacio se mide ahora con precisión y de un modo uniforme con la adopción del sistema métrico decimal. Se amplía considerablemente al viajar en barcos de vapor, que recorren también los océanos, o por tierra, gracias al ferrocarril y, en particular, al transiberiano, o en los nuevos vehículos a motor (en vertical, con el ascensor; en el cielo, por medio de globos y aeronaves). Las comunicaciones son cada vez más rápidas y acortan considerablemente el tiempo necesario para recorrer grandes distancias. Es posible recibir información casi al instante, gracias al telégrafo y después al teléfono. La estandarización de los horarios sincroniza los relojes, al utilizar medidas longitudinales basadas en el meridiano de Greenwich. El tiempo se agranda en el pasado, debido a las investigaciones geológicas, y en el presente se contrae y resulta cada vez más apremiante y manipulable, como no pocos pintores ponen de relieve a principios del siglo XX. El universo descrito por Newton, en el que el tiempo aparece como uniforme y absoluto, fluye en una sola dirección y sustenta la idea de progreso, empieza a resultar maleable, mutable e incierto, y la teoría de la relatividad de Einstein, expuesta por primera vez en 1905, da un fundamento científico a este otro modo de pensarlo. En este mundo transformado por la ciencia y la tecnología desaparecen o entran en declive las grandes epidemias y algunas enfermedades muy mortíferas, sobre todo gracias a la vacuna contra la viruela y a los descubrimientos médicos basados en la teoría microbiana de las enfermedades infecciosas y a las medidas tomadas para evitar el contagio. Sin embargo, la muerte sigue muy presente en la existencia de las personas. Todavía es un mundo en el que apenas hay hospitales. Las enfermedades mentales comienzan a estudiarse de un modo científico, pero la división entre «cuerdos» y «locos» estigmatiza a estos últimos y tiende a encerrarlos en manicomios. Atrás quedan los rituales públicos de ejecución en la horca o en la guillotina y de flagelación, el suplicio de la rueda y no pocos castigos corporales, pero la reforma carcelaria da pocos frutos o fracasa en gran parte de Europa.

En ese mundo en plena transformación se produce un cambio en la expresión de las emociones humanas y en la representación de la vida en la literatura y en las artes, del que nos habla el capítulo sexto («La era de la emoción»). El Romanticismo, al poner énfasis en las emociones, deja el camino expedito para que la religión se libere del desprecio de los racionalistas ilustrados y recupere terreno en la corriente cultural mayoritaria. La revitalización de la piedad y de la fe está vinculada a la profunda crisis de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sobre todo en la Europa católica, e intenta contrarrestar los efectos de la secularización y de la aparición del materialismo científico. En la Europa del siglo XIX, no obstante, aún predomina una cultura mayoritariamente religiosa. La pasión por el conocimiento viene acompañada de la progresiva adopción del realismo en la novela, en la pintura, en la escultura y en la ópera, lo que en muchos países coincide con el surgimiento del nacionalismo cultural.

Al inicio de cada uno de los ocho capítulos, el lector conoce la historia personal de otros tantos individuos, cuatro hombres y cuatro mujeres, de distinta procedencia social y con diferentes creencias y experiencias. Así, toma contacto enseguida con la dimensión humana que el autor pretende dar a esta síntesis. Son personajes desconocidos, como el cantero Jacob Walker (1788-1864), soldado de infantería en el ejército de Napoleón Bonaparte, que escribe sus memorias, o como Savva Dimitriévich Purlevski (1800-1868), un siervo de una aldea del centro de Rusia. Son mujeres como la escritora y revolucionaria Flora Tristán (1803-1844), o como Hermynia Isabella Maria (1883-1951), condesa de Crenneville, hija de un diplomático católico del imperio austrohúngaro, casada con un noble alemán del Báltico de religión protestante, del que se divorcia durante la revolución rusa. En 1919 está en Alemania, ingresa en el Partido Comunista, se gana la vida traduciendo novelas del francés y del inglés al alemán y contrae matrimonio con el escritor judío Stefan Isidor Klein (1889-1960). Hermynia abandona Alemania en 1933, cuando los nazis llegan al poder, y se marcha a Inglaterra, donde muere pobre en el más absoluto anonimato.

Todo ello, y mucha más información, se vierte en el libro de Evans de un modo narrativo en el que domina la descripción y se echa en falta una estrategia interpretativa que vaya más allá de señalar «líneas de desarrollo». Además, esas «líneas de desarrollo» podemos entreverlas con dificultad debido a la excesiva acumulación de datos, que a veces hace tediosa la lectura, y a una estructura que lo dificulta. La mitad de los capítulos son de historia política (1, 3, 7 y 8) y siguen un cierto orden cronológico: el primero llega hasta 1830, el tercero va de 1830 a 1871, el séptimo de 1871 a 1914 y el octavo se ocupa del imperialismo a lo largo del siglo XIX. La otra mitad del libro la integran dos capítulos de historia económica y social (2 y 4) y dos de historia «cultural» (5 y 6), y en cada uno de ellos el tema que les confiere cierta unidad recorre todo el siglo XIX. De esa manera los componentes socioeconómicos, políticos o culturales de un mismo proceso se separan en diferentes capítulos y perdemos la visión de conjunto. Así ocurre con la situación de las mujeres. Uno de los apartados del sexto capítulo se refiere a cómo eran consideradas inferiores a los hombres en un siglo, nos dice Evans, de «sexualización de la emotividad». La «virilidad» masculina, en la cultura burguesa decimonónica, expresada a través de la barba o el bigote, la indumentaria y la expresión imperturbable del rostro, se contrapuso a la supuesta falta de apetencia sexual de la buena madre de familia, que con su abstinencia favorecía una eficaz forma de control de la natalidad, mientras que el marido podía desahogarse lejos del matrimonio con otro tipo de mujeres. En el capítulo séptimo, el autor nos dice que los derechos de la mujer mejoraron algo en la vida privada, pero ni siquiera en los pocos países en que se legalizó el divorcio por motivos de adulterio o las mujeres fueron reconocidas como personas independientes, a efectos de sus ingresos y de su patrimonio, ellas podían votar. Su lucha a favor de la igualdad de derechos y, en particular, por el sufragio femenino dio lugar a numerosas asociaciones y acciones políticas de diverso carácter, que en vísperas de la Primera Guerra Mundial adquirieron un relieve notable en el espacio público, sobre todo en Gran Bretaña y en Alemania, por más que la división existente les restara eficacia.

También esta estructura temática separa en capítulos distintos la estrecha relación entre descubrimientos científicos, innovaciones técnicas, globalización económica y nuevo imperialismo, o reparte el nacionalismo o el movimiento obrero en secciones diferentes dedicadas a la historia política, la historia económica y social o a la historia cultural. Todo ello impide percibir con claridad las variantes y los cambios a lo largo del siglo XIX en diversas partes de Europa. Semejante división viene acompañada a veces de ideas equivocadas acerca de lo sucedido, como ocurre en el caso de España. En el primer capítulo, por ejemplo, se nos dice que, tras la muerte de Fernando VII, su hija ascendió al trono con el nombre de Isabel II y que, al cabo de tres años, los líderes revolucionarios «siguieron los pasos de los jacobinos franceses de comienzos de la década de 1790, quemando conventos, asesinando a los presos encerrados en las cárceles locales y atacando a los aristócratas conocidos» (pp. 117-118). Hay que esperar al capítulo segundo para saber que precisamente entonces estalló en España una guerra civil, la primera guerra carlista, en opinión de Evans porque «los campesinos descontentos se unieron alrededor de la figura del hermano del rey», lo que puso de manifiesto «el odio de las clases humildes rurales hacia los liberales que habían asumido el poder en la década de 1830» (p.159). En el capítulo cuarto, la falta de conocimientos históricos actualizados sobre la historia del siglo XIX en España, tal como acabamos de ver, se convierte en disparate cuando el autor afirma que «la adquisición por parte de la clase media de bienes inmuebles pertenecientes a familias nobles empobrecidas» fue un fenómeno muy extendido en el siglo XIX y pone el ejemplo de España «a raíz de la desamortización» (p. 380).

En consecuencia, la lectura de La lucha por el poder resulta muy provechosa por la información de interés que proporciona sobre una enorme cantidad y variedad de aspectos de la vida humana. Sin embargo, en algunos casos comete errores de bulto, no incorpora los conocimientos de gran cantidad de estudios históricos no traducidos al inglés o la información se incluye en apartados que dan la impresión de algo que no sucedió entonces, como cuando uno de ellos se titula «La aparición del Estado del bienestar» y cubre los años del cambio del siglo XIX al XX (pp. 707-714). Con dificultad encontramos «líneas de desarrollo» repartidas por los distintos capítulos del libro, pero, a la hora de entender mejor los procesos y los acontecimientos principales del siglo XIX en Europa, esta síntesis se encuentra por detrás de la de Christopher Bayly y de la de Jürgen Osterhammel, y queda lejos de la de Ian Kershaw sobre la Europa de la primera mitad del siglo XX.

Pedro Ruiz Torres es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Su último libro es Reformismo e Ilustración (Barcelona y Madrid, Crítica y Marcial Pons, 2008), y es editor de Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2015).

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