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Cómo salvar a España de su pasado

El dilema de España. Ser más productivos para vivir mejor

Luis Garicano

Barcelona, Península, 2014

192 pp. 17,90 €

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Escrito por un académico de reputación internacional en Economía de las Organizaciones, catedrático en la London School of Economics, el libro que nos ocupa propone reformas con las que salvar a España del peligro de perdición en que se halla actualmente. En los comentarios que siguen se revisan primero estas reformas y se discute, después, su relación con la salvación de España. Su argumento es que una cosa son las reformas, que pueden discutirse por sí mismas, tenerlas por mejores o peores, y llevarlas o no a cabo, y otra bien distinta proponerlas en conjunto como un programa de regeneración nacional.

Las reformas se proponen en la tercera parte del libro, clasificadas en económicas, educativas y políticas. Las primeras se resumen como «más y mejor mercado, menor pero mejor Estado». Desde luego, a la mejora del mercado y del Estado no resulta fácil oponerse. ¿Quién no va a querer que los mercados sean más eficaces y más transparentes, no intervenidos para el favoritismo y el compadreo, sino regulados con normas claras y universales? Y, ¿quién no aspira a tener un Estado más eficaz y más transparente, con los mejores ciudadanos a cargo del Gobierno y funcionarios capaces e imparciales a cargo de la Administración? Los peros y desacuerdos podrían versar, en todo caso, sobre la pésima opinión que tiene Garicano de los actuales políticos y funcionarios, y de los medios que propone para mejorarlos. Al frente de las principales instituciones tiene que haber, dice, reguladores independientes; a cargo del Gobierno, personas capaces de anteponer los intereses generales a los de partido, comprender las nuevas situaciones y abordarlas con creatividad; a cargo de la Administración, funcionarios seleccionados por su capacidad para resolver problemas reales, no para recitar temarios de oposiciones. Todo esto está muy bien, y hasta osaría decir que viene intentándose desde hace tiempo, incluso que se ha conseguido en buena parte: no hemos alcanzado el nivel de Dinamarca, pero quizá sí el de Francia o Alemania, y no estamos en un país «africano»,  ni hemos bajado últimamente el nivel de exigencia. Ahora bien, mejorar, digamos, hasta el nivel nórdico no parece fácil. Puede convenirse en que ayudaría que los ministros tuvieran doctorados por las mejores universidades de Estados Unidos y hablaran buen inglés (como en Chile), para lo cual a su vez convendría que los políticos tuvieran mejores sueldos (como en casi todas partes). Pero todavía habría mucho que hablar acerca de quién custodia a los custodios y de cómo remediar la «falta de incentivos para rendir cuentas» (p. 87); de si las mentes académicas más brillantes serían los políticos más prudentes (filósofos reyes) o los asesores más avisados; de si los no pocos doctores por Harvard y Minnesota que tenemos se dedicarían a la política si ganaran tanto como en sus otras ocupaciones; y también, desde luego, habría mucho que hablar de las ventajas de confiar la Administración a funcionarios estables seleccionados por oposición en un entorno tan plagado de nepotismo y favoritismos como el descrito por el autor.

Discutible casi por antonomasia es, en cambio, la parte de más mercado y menos Estado. Estamos, en efecto, ni más ni menos que ante la cuestión que conforma la divisoria política entre liberales y socialdemócratas, las tendencias políticas que logran alternadamente la mayoría en las elecciones de las democracias occidentales. ¿Alguien puede afirmar que una de estas ideologías sostiene algo evidente que la otra no acepta por necedad o maldad? Mucha gente es partidaria, por principio, de más mercado y menos Estado, mientras que mucha otra gente lo es, también por principio, de más Estado y menos mercado, y no faltan tampoco quienes se inclinan por buscar un equilibrio prudente de ambos en cada contexto. Aparentemente, Garicano se coloca, por principio, del lado de los liberales. Pero podría encontrarse realmente entre los «equilibristas» y proponer menos Estado sólo en la actual coyuntura española, quizá por lo horribles que le parecen los políticos y todo el resto de servidores públicos, y pese a que el gasto público en España es bajo en relación con el de Alemania, Holanda y Dinamarca, los países que ofrece como modelos.

El libro que nos ocupa propone reformas para salvar a España del peligro de perdición en que se halla actualmente 

Garicano propone más democracia en el interior de los partidos políticos, una idea que, por cierto, está teniendo mucha aceptación en algunos de ellos. De entrada suena bien. Pero convertir la mera práctica interna en norma jurídica general suscita ciertas aprensiones sobre las libertades, tanto de las personas como de los partidos. Haría falta, para empezar, otro «regulador independiente» con facultades para sancionar a los incumplidores sin ser acusado de parcialidad. Y, ante todo, habría que establecer desde fuera los límites del demos con derecho a voto, en lugar de desde dentro, como se hace ahora. Los partidos políticos son asociaciones voluntarias para llevar a cabo un programa político que tienen la potestad de admitir y expulsar a sus miembros. A cambio, quien no se sienta a gusto con los existentes, puede fundar otro distinto. Yo creo que el sistema de partidos se regula mejor mediante leyes electorales que con disposiciones sobre funcionamiento interno. Lo que debe lograrse es que la combinación de voz, salida y lealtad los reduzca a un número razonable. La experiencia española reciente muestra que no hay mucha dificultad para que nuevos partidos prosperen cuando hay gente descontenta con los viejos; y la más antigua revela una fuerte tendencia a renovar los cuadros dirigentes después de cada revés electoral, lo que supone un cambio generacional cada ocho años; la «ley de hierro» de la oligarquía se funde en cuanto se pierden unas elecciones. Al contrario que Garicano, podría pensarse que la rotación de cuadros y líderes es ya excesiva, que las luchas intestinas distraen la atención de los asuntos públicos, que el cultivo diario del favor de la militancia aumenta el riesgo de «incoherencia temporal» y un largo etcétera.

Tan discutible o más parece la propuesta estrella en materia educativa, consistente en poner al frente de los centros a directores con amplios poderes, incluyendo el de contratar, despedir y fijar salarios, autonomía que estaría controlada, de un lado, por los «consumidores» a través de la competencia y, de otro, por el Estado por medio de exámenes a los alumnos. La idea, apoyada desde hace algún tiempo por la OCDE y otros influyentes organismos internacionales, mezcla dos cosas distintas. Una es la competencia en un mercado, muy experimentada y conocida. Así funcionan, sin ir más lejos, las escuelas privadas españolas que han producido buena parte de los líderes y gestores que Garicano detesta. Otra es la competencia dentro de una organización, ensayada en la industria (sobre todo en la Unión Soviética), pero no en la enseñanza. ¿Por qué? Influye, sin duda, la dificultad de llevarla a la práctica, pues requiere medir el valor añadido a los alumnos por las escuelas y, peor aún, por cada profesor. También puede haber prejuicios ideológicos, pues la fórmula resulta atractiva para quienes entienden las escuelas como organizaciones productivas, pero repelente para quienes las ven como comunidades educativas, que son la mayor parte de los profesores y los padres. En todo caso, la incertidumbre sobre los resultados del modelo en el sector público se reduciría bastante si se encontraran empresas privadas u órdenes religiosas que hubiesen organizado así la gestión de sus centros.

No dejan, en fin, de ser discutibles algunas propuestas, por mucho que parezcan un tanto extravagantes. Entre ellas pueden contarse el adelanto de la hora oficial, para conseguir que los españoles se acuesten antes y estén más tiempo con sus hijos; la supresión de ayuntamientos, exigiendo al menos la reunión de veinte mil habitantes para formar uno, u obligar a los parados a aprender inglés en grupos, aunque no se explique bien qué tienen que ver estas cosas con el bienestar de las personas. Dado el carácter divulgativo del libro, es normal que muchas propuestas se justifiquen con pruebas externas. A veces la prueba es que la reforma se ha llevado a cabo en algún país que el autor admira, como la reducción de ayuntamientos en Dinamarca. Lo más frecuente es citar estudios de economistas. La referencia fundamental es la obra de Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, sobre la importancia de las instituciones para el crecimiento económico. Las reformas educativas se basan en varios trabajos de Eric A. Hanushek y Ludger Woessman sobre la influencia de las competencias de las personas –no del tiempo de escolarización– en el crecimiento económico, y sobre la importancia de la autonomía de los centros, auditados mediante exámenes externos, en las competencias de los alumnos. Garicano pretende que esto es tanto como fundamentar sus reformas en la evidencia, con lo que podría estarse de acuerdo a condición de que añadiera que esa evidencia es reinterpretable. Puede aceptarse que el capital humano causa el crecimiento económico antes que lo contrario, e incluso la precisión de que una DT (desviación típica) en las puntuaciones PISA incrementa «la tasa de crecimiento promedio anual del PIB en ¡dos puntos porcentuales!» (p. 19, nota). Pero ni siquiera Hanushek y sus colaboradores pretenden haber establecido en sus trabajos una relación general y relevante entre la autonomía de los centros y las competencias de los alumnos.

Quizá he dedicado demasiado espacio a justificar mi argumento principal, a saber, que las reformas en economía, política y educación que propone Garicano son discutibles una a una y no forman un paquete coherente, ni lógica ni ideológicamente. Es tiempo –y espacio– de volver a su relación con nuestra calamitosa situación actual. Garicano no las propone para meramente sacarnos de la crisis, sino para librarnos de un futuro peronista, chavista, o incluso franquista, en todo caso catastrófico, que nos espera si no mejoramos la productividad. ¿Qué argumentos nos ofrece para confiar en sus remedios? Realmente pocos. Se limita, en los dos primeros capítulos, a contar que el futuro depende de la innovación, que a su vez depende del capital humano y las instituciones «que protegen y aseguran a nivel económico y político los derechos y regulaciones clave», como los derechos de propiedad o la efectividad de los contratos, según han mostrado Acemoglu y Robinson. Ahora bien, esto no da cobertura a la mayor parte de las propuestas. Quedan fuera, no ya las referentes a los horarios, los ayuntamientos o el inglés de los parados, sino también la de menos Estado, cuestión que separa a los economistas «austeríacos» (el neologismo acuñado por Paul Krugman) de los keynesianos y las políticas europeas de las de Estados Unidos. En general, una cosa es que el capital humano y los derechos de propiedad importen, otra que las reformas concretas que se proponen lleven al aumento de la productividad, y todavía otra que el crecimiento de la productividad elimine, o por lo menos suavice, los ciclos económicos del capitalismo.

De todos modos, si el núcleo del libro consistiera en esto, no se diferenciaría de otros anteriores, por ejemplo el de Jorge JuanNada es Gratis. Cómo evitar la década perdida tras la década prodigiosa, Barcelona, Destino, 2011. Jorge Juan es el nombre colectivo de Samuel Bentolila, Antonio Cabrales, Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano, Juan Rubio-Ramírez y Tano Santos., del que Garicano es coautor. Tendríamos un relato sobre la crisis que comienza con la entrada en el euro, el dinero barato y el boom de la construcción, y continúa en clave económica hablando del endeudamiento privado y de la crisis de la banca, o del alza de los costes laborales y el deterioro de la balanza comercial, para acabar proponiendo medidas como la «devaluación interna», el recorte del gasto público o como las que aquí mismo (capítulo10) se proponen para el euro. La diferencia de El dilema de España radica en la pretensión de que sus reformas corrigen los vicios que nos llevaron hace poco a la crisis y pueden llevarnos ahora a una catástrofe peronista. La segunda parte del libro constituye un relato del ciclo económico en el que se injertan las carencias morales e institucionales que amenazan con convertir a España en «la Venezuela de Europa».

Este «injerto» de causas morales en el relato económico adopta por lo menos tres versiones de distinta intensidad. En la Introducción, el relato comienza con la entrada en el euro, el dinero barato y el boom de la construcción. La «burbuja», consecuencia económica de todo ello, causó a su vez la devaluación de los estudios y corrompió las instituciones políticas y económicas: «los políticos desmontaron sistemáticamente todas las instituciones independientes para ponerlas a su servicio» (p. 65).
Esta versión es, digamos, plausible, aunque sin duda lo de «todas» es algo exagerado y lo de «políticos», algo parcial. Incluso se reconduce fácilmente a términos objetivos. Si el deterioro de la educación y de las instituciones es resultado de la burbuja, la crisis debería haberlo detenido, e incluso revertido. En educación ya ha sido así: la falta de trabajo ha devuelto a las aulas a los jóvenes descarriados por el dinero fácil de la construcción. Ha funcionado la simple lógica de los incentivos: la demanda de educación depende del coste de oportunidad de estudiar, cuyo componente principal es lo que deja de ganarse trabajando. En los comportamientos morales, el proceso está en marcha. La corrupción se investiga y se persigue, la laxitud resulta cada vez más intolerable, los controles se acentúan, el rigor y la exigencia crecen. Verdad es que en esto no se funciona por incentivos, sino por procesos de «diálogo» y consenso social en el seno de las comunidades. En realidad, el mal no afecta a las instituciones propiamente dichas, que son las mismas de antes, sólo que funcionan peor con el auge y mejor con la crisis, dependiendo de los comportamientos que nos toleramos mutuamente. El propio libro de Garicano –con su exageración de los riesgos futuros– puede verse como un producto de este contexto y una parte de este proceso de estabilización automática.

En la segunda versión, el desvío a lo moral se produce antes de la burbuja, siendo también ella consecuencia de fallos en las instituciones y los sujetos. «Había factores estructurales importantes (como la caída de los tipos de interés, la inmigración, la demografía) que contribuyeron al origen de la burbuja, pero también hay importantes razones de economía política que resultaron cruciales en su desarrollo. Particularmente importante es el triángulo entre Gobiernos locales y regionales, promotores y Cajas de ahorro» (pp. 57-58), puesto en marcha, por cierto, no por la Ley del Suelo de 1998, sino por la «desafortunada» sentencia del Tribunal Constitucional de 2001 que la derogó. Según esto, parte del crecimiento provocado por la entrada en el euro habría sido bueno, y otra parte malo, producto de defectos en la organización territorial o en la Ley de Cajas de Ahorro, quizás de nivel y naturaleza análogos a los del diseño del euro, que se discuten en el capítulo 10, o a peculiaridades institucionales en otros países, como la rigidez de la protección social en Francia (sin llegar a la contabilidad creativa de los griegos). Este segundo injerto de lo moral en la cadena de causalidad económica no la destruye, pero la reconduce fuertemente. Serviría para explicar que la crisis en España esté siendo peor que en otros países, o la aparición de reacciones políticas como el separatismo catalán, y animaría a reformas en las Administraciones territoriales (que, por cierto, quedan sin concretar). Pero no justificaría la refundación del capitalismo y la democracia (p. 20) que el autor nos propone, ni tampoco los augurios catastrofistas.

El autor insiste en que salir del euro pondría a España en manos de populistas irresponsables

En la tercera versión, las malas instituciones y la falencia moral estaban ahí desde el principio, y se manifestaron por omisión: no cortando los efectos de la entrada en el euro. Desde 1995 España crecía más que Estados Unidos o la Eurozona, pero crecía mal: aumentando el empleo, no la productividad. El impulso moral por entonces bastaba: «Los años anteriores a la entrada del euro habían supuesto una profundización del impulso reformista. La posición fiscal española estaba consolidada. Había tenido lugar una oleada de privatizaciones. España contaba con fuertes multinacionales y el sistema financiero era sólido, competitivo y bien capitalizado». Desgraciadamente, la entrada en el euro y el crecimiento por la vía del empleo relajó este esfuerzo reformista e interrumpió las reformas. «Crecer a base de modernizar la economía hubiera requerido reformar los mercados que todos sabíamos que no funcionaban (empezando por el de trabajo), además de la educación y de la Administración de justicia. Era un camino duro, lleno de espinas. En vez de elegir ese camino, España se embarcó en una furiosa huida hacia adelante» (p. 57). Como puede verse, en esta versión el crecimiento fue malo y el error se cifró en que los políticos no crearon las instituciones adecuadas para romper la cadena causal puesta en marcha por la entrada en el euro. España no iba bien cuando el PIB crecía gracias al aumento del empleo, y las autoridades debieron cortarlo mediante las «reformas estructurales» que «todo el mundo» sabía necesarias.

Esta versión fuerte parece la única coherente con la propuesta del libro: aumentar la productividad antes que el empleo. Pero, como ya hemos dicho, es innecesario este nexo entre futuro y pasado. Podemos orientar el futuro a la productividad sin renegar del empleo creado en el pasado. Con lo que es coherente esta tercera versión fuerte –que achaca todos los males, en definitiva, a debilidades de la voluntad y fallos en las elites– es con la lógica, digamos «regeneracionista», de que la crisis es el precio que pagamos por no haber seguido la dolorosa senda de la virtud. Consideremos el caso de la «reforma estructural» por antonomasia, la reforma del mercado de trabajo, a la que se dedica el capítulo 4. Vienen proponiéndola desde hace tiempo «algunos de los mejores economistas del trabajo del mundo». Consiste en introducir un contrato único con indemnizaciones crecientes por año trabajado a fin de acabar con la dualidad entre fijos y precarios, pues la dualidad obstaculiza el crecimiento, tanto porque la rigidez de los convenios estorba la innovación como porque la precariedad desincentiva la formación en el empleo.

Ahora bien, estos economistas son tan viejos que ya propusieron su reforma para salir de la crisis de los noventa, no aumentando la productividad, que entonces crecía, sino el empleo, que era lo que entonces estaba estancado. Tuvieron algún éxito, pero no la inmodestia de atribuirse todo el crecimiento del empleo que se produjo entre 1994 y 2007 (de doce a veinte millones, algo nunca acontecido en la historia de España y quizá de Europa). La lección parece clara: la reforma laboral no era necesaria para que creciera el empleo. El «mercado» de trabajo puede facilitar el ajuste de oferta y demanda, pero apenas influye en la magnitud de una u otra. Más en general: el crecimiento se produjo con las mismas normas laborales, las mismas instituciones, los mismos funcionarios, los mismos horarios, las mismas costumbres y la misma educación que había durante la crisis anterior y que hay durante la actual. Pero, en vez de reconocer que su pronóstico falló, el profeta nos dice que la realidad se equivocó… por culpa de la debilidad de los políticos.

Por muchas otras razones, este tercer relato moral del ciclo económico me parece sumamente objetable. Tiene un grave problema de lógica. Si antes del euro las instituciones eran insuficientes, pero la voluntad buena, y tras el euro falló la voluntad, lo lógico es atribuir el problema a la entrada en el euro. Parece excesivo, en efecto, decir que la burbuja «fue el resultado de una decisión consciente de las Administraciones españolas» tan solo porque, una vez en el euro, no tuvieron el valor de cortar la prosperidad que provocó; pero nadie negará que la entrada en el euro fue una decisión consciente que podría no haberse tomado. El hecho de que sea una decisión muy costosa de revertir, según se nos dice en la Introducción, no significa que fuera acertada (al contrario, la hace aún más estúpida), sino sólo que el remedio, una vez más, no siempre está en deshacer las causas.

Planta carnívora floreciendo

Fuera el error entrar en el euro, o lo fuera no cortar la dinámica de aumento del empleo que comportó aquella entrada, su causa, según este tercer relato, hay que buscarla en las personas. No en los españoles de a pie (buenos vasallos cuando tienen buen señor, según han demostrado dejando de fumar: capítulo 6), sino en los gobernantes, o, como mucho, en las instituciones que los seleccionan. De ahí, seguramente, la insistencia del autor en que salir del euro es poner a España en manos de populistas irresponsables que la llevarían por el camino de Venezuela o Argentina, y que en ningún caso debe dejarse que España se gobierne sola. De este modo, el capítulo 5, No listen the ask, resulta ser el núcleo del libro. Ahora bien, esto implica un enorme voluntarismo. Al final, todo depende de la virtud de los individuos, que se dotan o no de instituciones ‘buenas» dependiendo, ¿de qué? Nuestro autor pretende mantenerse en la teoría utilitarista de la acción, dedicando incluso el capítulo 6 a mostrar que no se trata de genética, ni siquiera de cultura, sino que, con los debidos incentivos, sí podemos (por ejemplo, el carnet por puntos ha disminuido la velocidad en carretera). Pero entonces hace falta incentivar a los gobernantes para que manejen adecuadamente los incentivos, con lo que volvemos a la cuestión de quién custodia al custodio o. más propiamente, de quién incentiva al incentivador. Un problema para el cual, como hace años intentó explicar Talcott Parsons, no hay solución en la concepción utilitarista de la acción. Garicano lo concede al explicar que la clave está en combinar las sanciones «con un claro apoyo social», y al proponernos «emprender una revolución de los hábitos y costumbres más arraigados en España para adaptarlos al mundo en que vivimos» (p. 20). No cabe, desde luego, situar a Garicano entre los «economicistas» o los «materialistas»: las instituciones no funcionan sin la virtud de los ciudadanos.

Mi discrepancia radical con este relato, con todo, no tiene que ver con su lógica ni con su voluntarismo, sino con su desprecio por el crecimiento a través del empleo. De acuerdo en que siempre es mejor conseguir un crecimiento dado trabajando menos que trabajando más (hay muchos que ven esto bien para casa, pero mal para el mundo). Pero, en primer lugar, no está nada claro que, tras la entrada en el euro, estuviéramos en situación de elegir. Las cosas fueron como fueron, y la alternativa al crecimiento por empleo parecía, simplemente, no crecer. Supongamos, de todos modos, que la opción existía, si no para los menguados dirigentes españoles, sí para otros más ilustrados y decididos capaces de aprovechar las buenas condiciones objetivas. Si, en vez de esperar a que estallara sola en 2008, el Gobierno hubiera pinchado la burbuja unos años antes, quizá la recesión habría sido «pequeña» en vez de «grande», pero muchos puestos de trabajo nunca se habrían creado. ¿Habría aumentado por ello la productividad de los ya existentes? ¿En cuánto? ¿Tanto como para compensar el producto de los puestos no creados? Por otra parte, en el cómputo del bienestar, ¿consideramos sólo a los residentes al entrar en el euro o incluimos a los inmigrantes que vinieron gracias a la «burbuja»?

Esta última pregunta remite a una cuestión crucial, que queda aquí sólo apuntada por obvios motivos de espacio. De modo análogo a como el euro exige construir un consenso moral sobre el conflicto entre los intereses nacionales y los del conjunto de la Unión Europea, la elección entre crecer aumentando el empleo y crecer aumentando la productividad sobrepasa el marco de España y exige decidir hasta qué punto las políticas económicas deben tener en cuenta el bienestar no ya de los ciudadanos, o de los residentes en el país, sino también de los no residentes. En otra jerga, se trataría de cuáles son las externalidades de los modelos nacionales de crecimiento en el resto del mundo. Todavía en otra más, la cuestión sería si las políticas económicas deben orientarse por una ética universal o por una ética meramente ciudadana, o nacional.

Me gustaría terminar con una observación biográfica. Garicano cuenta que no se ocupó de España hasta el año 2007 porque había crecido en la creencia de que era un país normal. Quizá por ello, pienso, su reacción ante el desastre posterior sea proponer una regeneración general, desde la educación hasta los horarios. Quien esto firma tiene unos veinte años más que Garicano, suficientes para haber crecido en la creencia de que España era diferente y haber aprendido después, con la experiencia y el estudio, que era un país tan normal y tan diferente como los demás (si acaso un poco más afortunado por haber tenido menos problemas de fronteras que Alemania, Francia o los países eslavos). Quizá por ello miro ahora a mi alrededor y no veo aquí nada que no encuentre en otros sitios. Quizá por ello veo tan claro que una cosa es salir de la crisis –lo que espero que hagamos con el resto de Europa, un poco antes o un poco después, sin poder decidir qué políticas económicas ayudaron y cuáles perjudicaron– y otra bien distinta es mejorar las costumbres y mejorar las instituciones, algo que creo más conveniente hacer una a una y sin urgencias.

Julio Carabaña es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense. Es autor de Educación, ocupación e ingresos en la España del siglo XX (Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1983), Escalas de prestigio profesional (Madrid, CIS, 1996), con Carmuca Gómez Bueno, Dos estudios sobre movilidad intergeneracional (Madrid, Argentaria-Visor, 1999) y Las desigualdades entre países y regiones en las pruebas PISA (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2008).

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