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La funesta manía de editar

Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento

Richard Ovenden

Crítica, Barcelona, 2021.

Traducción de Silvia Furió

368 p.

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Si hubiera que elegir un símbolo –uno tan solo- del conocimiento, yo no tendría la más mínima duda: optaría por el libro. En nuestra civilización, por lo menos hasta el último tramo del siglo XX, el libro ha representado sin la menor duda y sin rival a su altura, la expresión misma de la sabiduría y del avance de la humanidad. El libro era el retrato del mundo o, si se prefiere, era el mundo tamizado por la mirada humana. Por supuesto, no puedo desconocer que, de un tiempo a esta parte, desde hace algunos decenios, todo se ha trastocado con la revolución digital. A fuer de sincero, me veo obligado a reconocer que no sé bien si podemos aseverar que el libro ya no es -ni volverá a ser- lo que era o, dejándonos llevar por una corriente más optimista, su importancia persiste incólume, aunque se haya transformado el sustrato material. Como tampoco estoy seguro de si esta reconversión le ha hecho perder su naturaleza, como dicen algunos o, por el contrario, somos más bien nosotros, los humanos, los que andamos perdidos con los nuevos formatos y tarde o temprano nos reencontraremos con los libros en nuevos soportes casi como ha sido siempre.

No comparto dicterios catastrofistas, esos que se solazan, reclaman o lamentan con la supuesta sentencia de muerte del libro tal como lo hemos concebido hasta ahora. Pero es verdad que, quizá por prevención, yo mismo he querido titular este rincón Aún se escriben libros, que es como ponerse, por si acaso, el parche antes de la herida. El recurso irónico, reconozco, no vela en este caso una evidente desazón. No descarto que estemos viviendo los estertores de una manera de entender la cultura y, más pronto que tarde, nos veamos abocados a un nuevo escenario en que el conocimiento se transmita por otros medios que hoy ni vislumbramos. Pero dejemos de mirar hacia delante e incluso a nuestro propio presente y volvamos la vista atrás, cuando el libro, como dije al principio, reinaba como sublime materialización de la sapiencia, como goce estético o, sencillamente, como refinada expresión cultural.

Con las modestas consideraciones anteriores no pretendo decir nada nuevo o distinto de lo que han expresado, mucho mejor de lo que yo soy capaz de hacer, autores que han hecho del libro su objeto privilegiado de reflexión. Me refiero a ensayistas que han obtenido un merecido reconocimiento no solo entre bibliófilos y especialistas, sino entre el público en general, empezando naturalmente por el inevitable Umberto Eco y siguiendo con el erudito y brillante Alberto Manguel o, últimamente, la muy aclamada Irene Vallejo, cuyo infinito en un junco -¡magnífica metáfora!- ha conocido un éxito de ventas que parecía solo destinado a los premios Planeta y otros best-sellers de hábil confección pero escaso calado intelectual. Ahora me encuentro, en mi frecuente paseo por los estantes de novedades, con un libro que llama mi atención desde su portada, un fondo de color rojo vivo sobre el que destacan en negro y en grandes caracteres dos palabras: Quemar libros. El subtítulo me parece aún más expresivo, por cuanto alude a la historia de la destrucción deliberada del conocimiento. En cambio, confieso que el nombre del autor me es desconocido, Richard Ovenden. Por la información que aporta el propio volumen y por notas adyacentes, me entero de que el sujeto en cuestión es director de la Bodleian Library de Oxford y tiene una larga trayectoria como bibliotecario de prestigiosas instituciones británicas.

Para los letraheridos, quemar libros remite inevitablemente a Fahrenheit 451, la famosísima distopía que Ray Bradbury publicó en 1953. (Por cierto, consigno a nivel meramente anecdótico que la antes descrita portada del libro de Ovenden coincide sospechosamente con la del ejemplar que yo tengo en mi biblioteca de la versión española de la novela de Bradbury: ¿casualidad, copia o guiño?) Para los historiadores, en cambio, quemar libros nos retrotrae a los años treinta del siglo pasado, a los rituales siniestros del III Reich, a las piras nazis de la berlinesa Unter den Linden y las ceremonias similares que tuvieron lugar en otras ciudades alemanas. Para empezar, el mérito del ensayo de Ovenden estriba en que, aun tomando como punto de partida la conocida barbarie nazi, se plantea el tema –para decirlo en términos borgianos, otra referencia insoslayable en cuestiones de bibliofilia- como una historia universal de la infamia destructora del conocimiento, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. A lo largo de catorce capítulos de corta extensión (más una introducción y un apartado de conclusiones), la obra que nos ocupa da un repaso sintético a las variadas formas que han tenido las más heterogéneas sociedades de perseguir y aniquilar el conocimiento. No es, por tanto, tan solo una historia de las quemas de libros, para decirlo con la imprecisión de un título que, a la vista del contenido efectivo, se revela en exceso reduccionista. El viaje comienza con Jenofonte ante las ruinas de Nínive, episodio que permite recrear la gran biblioteca de Asurbanipal, y termina tratando los problemas actuales con el manejo de datos por partes de Wikipedia o Facebook. Como puede apreciarse, los problemas que aquí se tratan acerca de cómo preservar nuestras fuentes documentales van también mucho más allá del llamativo –pero, al fin y al cabo, limitado- delirio nazi.

En realidad, es el mismo autor quien confiesa en las páginas iniciales que el impulso para la escritura de este libro procede precisamente de su preocupación por el avance imparable en las propias sociedades democráticas de las verdades alternativas, las fake news y todas las campañas de bulos, manipulación y desinformación que han propiciado la nueva política populista y la eclosión de las redes sociales. Ovenden concibe los archivos y bibliotecas –no sé si de un modo un tanto candoroso- como el último reducto de la verdad y del conocimiento ante la embestida de esos nuevos enemigos que, en realidad, resultan ser nuevos solo en la medida en que usan hoy instrumentos más sofisticados que en el pasado. La historia humana, nos recuerda el autor, es desde hace miles de años la historia de los registros escritos. Estos constituyen nuestro nexo fundamental con el pasado. Desde la más remota antigüedad, tanta importancia se dio a lo que hoy llamaríamos labores de archivero o bibliotecario que tenían un carácter sagrado –sacerdotes- o, como mínimo, fuertemente especializado –escribas, amanuenses, administradores-. «Todavía se conserva una lista (…) de los hombres que desempeñaron el cargo de bibliotecario jefe de la Gran Biblioteca de Alejandría durante los siglos III y II a. C.; muchos de estos personajes eran también reconocidos como destacados eruditos de su tiempo: Apolonio de Rodas (…) y Aristófanes de Bizancio».

Pero la historia humana es también –complementemos la frase anterior- la historia de los ataques contra ese depósito de conocimiento. Constatemos en este punto que dicho depósito, como tal, es «vulnerable, frágil, inestable. El papiro, el papel y el pergamino son altamente combustibles. El agua puede dañarlos fácilmente al igual que el moho que se crea por la elevada humedad. Los libros y los documentos pueden ser robados, destrozados y manipulados». Aparentemente los modernos soportes y las nuevas tecnologías han superado esas limitaciones pero puede ser un espejismo que encubra una realidad más preocupante en el fondo: «La existencia de archivos digitales puede ser todavía más efímera debido a la obsolescencia tecnológica, la inestabilidad de los medios de almacenamiento magnético y la vulnerabilidad de todo conocimiento publicado en Internet». Sea como fuere, no es ese el único problema que ha traído el desarrollo tecnológico pues más de uno se percibe tentado a aplaudir la destrucción de unos arsenales de datos que ya literalmente nos desbordan y asfixian, reduciendo a la mínima expresión o incluso a la nada el derecho a la privacidad. En otro orden de cosas, la preservación de documentos en situaciones conflictivas o sociedades traumatizadas afecta además a uno de los asuntos centrales del debate político en casi todas partes, la recreación de una memoria histórica o la opción del olvido para cicatrizar las heridas. Aquí se cita, entre otros, el caso de Sudáfrica en el fin del apartheid, con la destrucción de miles de documentos que tendrían que haber servido de base para establecer las responsabilidades del régimen racista. Aunque Ovenden siempre aboga en términos un tanto simplistas por el conocimiento y la verdad, esas situaciones ponen de relieve, desde mi punto de vista, que las cosas no son tan sencillas y a veces la reconciliación en determinadas sociedades no se basa tanto en el saber como en la voluntad de ignorar (o de echar al olvido, que hubiera dicho nuestro Santos Juliá).

Tras la biblioteca de Asurbanipal que ocupa, como antes dije, el capítulo primero, le llega el turno a la legendaria biblioteca de Alejandría, cuya destrucción, envuelta en un halo mítico, se ha convertido a lo largo de los siglos en una de las imágenes más potentes de pérdida cultural o, como escribe el autor, «el poderoso símbolo de la barbarie que todavía hoy persiste». Más allá del mito, «la lección fundamental de Alejandría es que su desaparición se convirtió en una advertencia para las sociedades venideras». La leyenda de Alejandría consolidó la idea, tan extendida en el Medievo, de que las bibliotecas y archivos eran recintos cuasi sagrados de conocimiento y sabiduría. Pero abadías y monasterios también eran saqueados, incendiados y destruidos, de modo que los libros allí depositados sufrían el mismo destino. Tampoco era infrecuente, sobre todo cuando se desataban convulsiones doctrinales, como pasó con la Reforma, que fueran directamente los libros el objeto de la ira de los iconoclastas de turno: así, por ejemplo, los libros litúrgicos de la Iglesia Católica fueron sistemáticamente eliminados, en una labor de limpieza programada y patrocinada por las más altas instancias. Siempre en esos casos hubo personas que, aun con riesgo de su vida, salvaron de la quema –nunca mejor dicho- todo lo que pudieron. Ovenden juzga por todo ello que «la Reforma europea del siglo XVI fue en muchos aspectos uno de los peores períodos de la historia del conocimiento».

Ya en época mucho más cercana, el autor dedica un capítulo a la destrucción por parte de las fuerzas británicas de la Biblioteca del Congreso de Washington en 1814. El lector encontrará luego un curioso capítulo en el que se aborda la cuestión de qué hacer o cómo tratar los archivos personales, las memorias privadas y las obras escritas pero no publicadas de diversos personajes. Sobre todo si la voluntad de estos es que no vean la luz o no queden al alcance de todos los públicos. Se examinan en particular tres casos muy distintos, los de Cromwell, Byron y Kafka. En todas estas situaciones la postura de Ovenden, como ya se podrá colegir de todo lo dicho, es clara y puede quedar representada por las palabras que dedica al amigo de Kafka: «en ocasiones necesitamos el coraje y la lucidez de conservadores “privados” como Max Brod para que el mundo tenga acceso continuado a las grandes obras de la civilización». Tras este intervalo volvemos a la quema de bibliotecas, como la sufrida por la Universidad de Lovaina («la biblioteca que se quemó dos veces»: en 1914 y 1940, durante las dos grandes guerras del siglo), preludio ya para tratar la gran destrucción de libros durante el Holocausto («más de cien millones»), en particular de autores judíos, pero también de todos aquellos autores o sectores políticos y culturales ajenos a la doctrina nacionalsocialista. Como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia, el horrorizado «nunca más» del mundo civilizado –y de Europa en primer término- se convirtió tan solo en breve pausa, porque una vez más en el propio terreno europeo se desató la barbarie poco después, en esta ocasión durante la desintegración de Yugoslavia: para nuestra vergüenza, el siglo XX se cerró con la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo en 1992.

Los últimos capítulos del libro constituyen una mezcla un tanto arbitraria entre el tono ensayístico –reflexiones de un bibliotecario, podríamos decir- y nuevas incursiones al pasado próximo o remoto. Al final, lo que se termina imponiendo es la preocupación por el escenario al que nos llevan irremisiblemente las nuevas tecnologías. Entramos en un nuevo mundo a tientas y no sabemos bien cuáles son los parámetros en los que hemos de movernos, ni a escala individual –el problema de la privacidad- ni a escala colectiva, o sea, en cuanto a los límites políticos que no deben ser traspasados para convertir nuestra sociedad actual en el reino del Gran Hermano orwelliano. El problema ya no es tanto una cuestión de preservar o destruir los datos sino que el crecimiento desmesurado de estos amenaza con ahogar la posibilidad misma de conocimiento. Así como este no es posible sin un determinado umbral, la saturación se manifiesta como la otra cara de la misma moneda: no podemos ya manejar tal volumen de información como la que generamos a cada segundo. Así que la cuestión fundamental se desplaza hacia quien filtra la información o quién decide qué es relevante o prescindible. Son asuntos de primera magnitud para los que el autor no sabe o no puede ofrecer respuestas. Al fin y al cabo, Ovenden no es historiador ni tampoco filósofo y eso al final se nota, pues su evidente amor por los libros no termina de desembocar en un relato sólido y bien articulado, sino en un conjunto de pinceladas en las que se echa de menos un sustrato de más entidad y un propósito mejor definido. En la parte final se consigna una amplia relación bibliográfica y un impresionante aparato documental, es decir, un material de gran valor al que -desde mi punto de vista al menos- el autor no ha sabido sacarle todo el partido. A pesar de todo ello, el libro cumple una función estimable como obra de divulgación y para concienciar al gran público de unas cuestiones a las que no suele prestarse la atención que merecen.

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