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El premio Nobel de Física 2015: los avatares de los neutrinos (I)

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Usted sale por la mañana a pasear a su perro. Lo lleva con su correa y con su bozal, para cumplir con las normas municipales. El trayecto que recorre dura, ida y vuelta, unos veinte minutos. Algo extraño empieza a ocurrir. A medida que camina, su perro va transformándose progresivamente en un gato. A medio camino, el cambio es total: lo que lleva con la correa es un gato (que le obedezca o no es cuestión en la que no entraremos ahora). Da media vuelta para regresar a su casa y el fenómeno vuelve a producirse, pero ahora en sentido contrario. Al llegar delante de la puerta de su casa al cabo del paseo, usted entra tranquilamente con su perro.

¿Ciencia ficción? Nada de eso. Con la misma inevitabilidad que el otoño nos trae la caída de las hojas de los árboles caducifolios de nuestras latitudes, octubre ha traído la progresiva atribución de los premios Nobel de este año. La imagen anterior sintetiza el meollo del comunicado de prensa de la Real Academia Sueca de Ciencias del 6 de octubre, que afirma, en su comienzo, que se otorga el premio Nobel de Física de 2015 a Takaaki Kajita, de la Colaboración Super-Kamiokande de la Universidad de Tokio y a Arthur B. McDonald, de la Colaboración Sudbury Neutrino Observatory de la Queen’s University de Kingston (Canadá), «por el descubrimiento de las oscilaciones de los neutrinos, que demuestran que los neutrinos tienen masa».

Kajita demostró que las misteriosas, fascinantes y esquivas partículas elementales llamadas neutrinos –de los que existen tres tipos, o sabores en el lenguaje de los físicos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones culinarias– oscilan entre ellas, pasando de un sabor al otro; McDonald, que una discrepancia observada desde los años sesenta entre el número calculado de neutrinos producidos en las reacciones nucleares en el interior del Sol y el número medido en detectores en la Tierra se soluciona teniendo en cuenta el resultado obtenido por Kajita.

En su consideración más importante, la Real Academia Sueca de Ciencias señalaba: «Para la Física de Partículas ha sido un descubrimiento histórico. Su Modelo Estándar de la estructura más íntima de la materia ha tenido un éxito increíble, pasando todos los tests experimentales durante más de veinte años. Sin embargo, como considera que los neutrinos carecen de masa, las nuevas observaciones muestran claramente que el Modelo Estándar no puede ser la teoría completa de los constituyentes fundamentales de la naturaleza».

¡Caramba! ¿Al traste los fundamentos de nuestra comprensión de la estructura fundamental de la naturaleza? El asunto tiene su enjundia. Parafraseando al sociólogo Norbert Elias, la contribución original de cualquier persona, sea la que fuere, se apoya en un conocimiento preexistente al que prolonga; la situación no es distinta en el conocimiento sobre los neutrinos. Bajo este prisma, abordemos los tres logros que resalta el Nobel de este año: ¿qué es eso de las oscilaciones de neutrinos, qué tienen que ver las susodichas con su masa y en qué consiste el problema del déficit de los neutrinos solares?

Para mejor avanzar, retrocedamos antes. En el tiempo. ¿Destino? 1930, cuando nace el neutrino. Seamos puristas: se postula.

Wolfgang Pauli: nacimiento del neutrino

En el mundillo de los físicos, la anécdota es archifamosa. En un congreso en Tubinga, el físico Wolfgang Pauli propone una idea para resolver un problema que traía a los asistentes de cabeza. A comienzos del siglo XX se estudió el proceso radiactivo llamado desintegración beta (descubierto por el matrimonio Curie en el radio, y por el neozelandés Ernest Rutherford en el uranio), en el que ciertos núcleos atómicos se convertían en otros, emitiendo al mismo tiempo dos partículas: un protón y un electrón (el protón siendo casi dos mil veces más pesado que el electrón). Midiendo cuidadosamente la energía del electrón emitido, se obtuvo un resultado sorprendente: aparentemente no se cumplía la ley de conservación de la energía, sacrosanta donde las haya en el mundo de la Física. Hasta el mismísimo Niels Bohr, el padre espiritual máximo en la naciente Mecánica Cuántica, señaló que a lo mejor habría que abandonarla en el mundo submicroscópico.

Para reconciliarla con lo medido, Pauli propone una medida drástica: la existencia de una nueva partícula emitida con el protón y el electrón, que carece de carga eléctrica, tiene una masa muy pequeña («en cualquier caso no superior a una centésima de la del protón») y es muy difícil de detectar. El mismo Pauli juzga su idea disparatada («he hecho una cosa terrible. He postulado una partícula que no se puede medir») y la llama neutrón.

El nombre dura muy poco: se lo birlan enseguida. En 1932, James Chadwick descubre una partícula neutra a la que, aunque no responde a las exigencias de Pauli (su masa es análoga a la del protón), se la bautiza con tal nombre. Enrico Fermi, cuya fama es ya considerable y en poco tiempo (1938) obtendrá el premio Nobel por sus estudios de reacciones nucleares precisamente con neutrones lentos, propone entonces la alternativa neutrino para la esquiva y prácticamente indetectable partícula de Pauli. Fermi desarrolla una teoría muy atractiva para explicar la desintegración beta, aventurando, además, que el neutrino puede carecer de masa. En cualquier caso, tiene que ser menor que la del electrón.

Habemus, pues, (el nombre): neutrino.

Frederick Reines: la detección del neutrino. De las bombas atómicas a los reactores nucleares

Dada la enorme dificultad para detectarlos, durante muchos años no sucede nada: sin novedad en el frente de los neutrinos. Los cálculos basados en la teoría de Fermi indicaban que la probabilidad de choque de un neutrino con la materia era bajísima, por lo que se necesitaba la conjunción de dos hechos favorables para ponerlo en evidencia: una fuente que produjese muchísimos neutrinos con la esperanza de que alguno chocase (como jugar a la lotería: cuando más números tengamos, mayores probabilidades tenemos de ganar) y un aparato adecuado para detectar lo que sucede en el choque.

En 1951, Frederick Reines, que había trabajado antes y después de la Segunda Guerra Mundial en ensayos nucleares y buscaba un buen tema de investigación, tuvo una gran idea para la fuente de neutrinos: emplear una bomba atómica, que se sabía que los generaba en el momento de la explosión en enormes cantidades. Dándole vueltas –Fermi fue uno de sus principales interlocutores–, se le ocurrió otra mejor: sustituir la bomba por reactores nucleares, que entonces iniciaban su andadura. Tendría así una fuente constante y controlable de neutrinos. Junto con su colaborador Clyde Cowan, diseñaron un ingenioso experimento llevado a cabo en un reactor nuclear en el río Savannah, en Estados Unidos. Empleaba una técnica novedosa: un líquido que, al ser atravesado por los neutrinos y provocar el choque de alguno de ellos, emitía luz, que se recogía señalando el paso de aquél. En 1956, enviaron un telegrama a Pauli que decía: «Nos complace comunicarle que el neutrino ha sido detectado a partir de los fragmentos de fisión observando la desintegración beta inversa del protón». Veintiséis años habían transcurrido desde la disparatada propuesta de Pauli de una nueva –y muy extraña– partícula hasta su detección experimental. Desde la creación hasta el descubrimiento. Como dijo Reines, «la teoría era tan atractiva explicando la desintegración beta que la creencia en el neutrino como una partícula “real” era general». Pese a ello, la aparente indetectabilidad del neutrino llevaba a describirlo como «elusivo, un poltergeist».

Casi cuarenta años después, en 1995, Frederick Reines recibió el premio Nobel «por la detección del neutrino». No así Clyde Cowan, que ya había fallecido (los Premios Nobel no se conceden a título póstumo). Vivir para ver…

Raymond Davis y John Bahcall: a la búsqueda de los neutrinos solares

Las ideas en ciencia no son propiedad de nadie. Frente a un problema, los caminos para resolverlo pueden ser múltiples. Entre otros, fecundarse o ignorarse. Al igual que Reines, Raymond Davis, químico-físico de formación, decidió, después de la Segunda Guerra Mundial, dedicarse a la investigación. Leyendo un informe sobre neutrinos en 1948, le pareció un tema abierto e interesante. Tras hacer sus deberes e informarse del estado de la cuestión, eligió, en 1951, una técnica de detección completamente distinta a la de Reines, basada en una idea introducida en 1946 por el físico Bruno Pontecorvo, discípulo de Fermi. Los neutrinos podían capturarse con cloro (el isótopo Cloro-37), que se convertía en argón radiactivo (Argón-37). Contando los átomos de argón producidos, podía estimarse el número de neutrinos detectados. Buscando una fuente intensa de neutrinos, colocó su detector al lado del de Reines y Cowan cercano al reactor nuclear de Savannah. Sin embargo, no detectó ninguno.

Hoy sabemos que no pudo porque los reactores producen antineutrinos y no neutrinos. Como dijo Davis, buscando el lado positivo del asunto: «Mi experimento demostró que el neutrino no era su propia antipartícula». Al enterarse de que Reines se le había adelantado, tuvo que reorientar su investigación. Tenía una técnica y un savoir-faire experimental puestos a punto durante varios años. ¿Cómo utilizarlos para estudiar en detalle las propiedades de la recién descubierta partícula? En busca de luz que le inspirara, se volvió a la fuente natural de aquella que empleamos los seres humanos: el Sol.

El Sol

¿Por qué brilla el Sol? La comprensión moderna arranca con un magnífico artículo de Hans Bethe en 1939: «La producción de energía en las estrellas». Siguiendo una sugerencia del astrofísico Arthur S. Eddington, quien asumió que la energía necesaria proviene de la quema de hidrógeno mediante la fusión nuclear, en la que cuatro átomos de hidrógeno se convierten en uno de Helio-4, liberando la energía que mantiene al Sol caliente y brillante, Bethe estudió en detalle los procesos que hacen dicha conversión posible. El interior del Sol, según esta teoría, es una bomba termonuclear controlada a escala gigantesca. Los cálculos se refinaron en las siguientes décadas. Logró disponerse de una teoría bastante satisfactoria que predecía cómo brillan las estrellas y evolucionan en el tiempo. Pero todavía quedaban muchas incógnitas por resolver, sobre todo en forma de datos experimentales que corroborasen la teoría.

El resultado más interesante para los propósitos de Davis es que la energía liberada lo hace en forma de dos partículas: nuestros conocidos los neutrinos, por un lado, y los fotones (la luz ordinaria son fotones de determinada energía, los rayos X y los rayos gamma son fotones muchísimo más energéticos), por otro, introducidos por Albert Einstein en 1905 para explicar el efecto fotoeléctrico (por lo que recibió el Nobel en 1921). Los fotones los «medimos» con nuestros ojos cuando acaban llegando a la Tierra en forma de luz visible. En cuanto a los neutrinos, aunque los cálculos mostraban también que el Sol es una extraordinaria fuente de los mismos (Hoy sabemos que por nuestro pulgar pasan cada segundo unos ¡cien mil millones de neutrinos provenientes del Sol!), ponerlos de manifiesto con el detector de Davis era tarea peliaguda, porque la energía de los neutrinos dependía del proceso en que se producían. Y no estaba claro que hubiese algunos con la energía adecuada para «verse» con el detector de Cloro-Argón. Davis se hallaba en un impasse.

La situación se desatascó en 1963 gracias –como ocurre frecuentemente– a una confluencia de intereses con beneficio mutuo. Aparece la figura que dominaría los cálculos solares durante las próximas décadas, John Bahcall, quien estaba empeñado en demostrar de manera convincente que la idea de la fusión termonuclear en el interior del Sol era correcta. Si entendemos cómo se originan los neutrinos en el interior del Sol –razonó–, podemos calcular cuántos se medirán en la Tierra con un detector como el de Davis. Si coinciden, ello probará que nuestra teoría es acertada. Estudiando un proceso en el que se crea Boro-8, sus cálculos indicaban que se emite un neutrino con la energía suficiente para ser observado en el detector de Davis. ¡Bingo! ¡Manos a la obra!

Davis y Bahcall formaron la perfecta alianza teoría-experimento. Juntos propusieron un experimento en 1964 que esencialmente era una versión mucho mayor y más sofisticada del anterior experimento de Davis. Se trataba de un gran detector Cloro-Argón (378.000 litros) construido en el interior de la mina Homestake Gold en Dakota del Sur, a mil quinientos metros de profundidad (para eliminar procesos que interfiriesen con los de los neutrinos a detectar). Si los cálculos de Bahcall sobre lo que ocurría en el interior de nuestra estrella eran correctos, podrían detectarse varios neutrinos solares cada día.

En 1967 empezó su andadura.

¡Los neutrinos no son todos iguales!

Mientras Reines y Davis estaban enfrascados buscando neutrinos, el mundo de las partículas seguía avanzando por varios derroteros. En 1936 se descubrió el muón, muy parecido al electrón en sus propiedades, pero 207 veces más pesado. En 1947 el pión, responsable de la fuerza que mantiene a neutrones y protones juntos en el núcleo atómico, 273 veces más pesado que el electrón. Ninguna de las dos es estable: el muón se desintegra rápidamente en un electrón y dos neutrinos, y el pión en un muón y un neutrino. En estos dos procesos distintos en que se creaban, para ser exactos, partículas que parecían neutrinos, se asumía que tales partículas eran del mismo tipo en todos los casos. Únicamente surgía una sombra de duda. Si todos los neutrinos eran iguales, debía observarse la desintegración del muón en un electrón y un fotón, lo que no era el caso. Ello acabó llevando directamente a una conclusión inesquivable: la existencia de diferentes tipos de neutrinos.

La característica de la ciencia es que la libertad de expresión es absoluta. Pueden postularse, para la resolución de un problema, las teorías que a uno se le ocurran, aunque a primera vista sus colegas las juzguemos absurdas, sin sentido o disparatadas (como hizo Pauli consigo mismo al proponer la existencia del neutrino). El único límite viene fijado por la realidad exterior si sabemos interrogarla convenientemente. Es decir, sólo faltaba hacer un experimento adecuado para salir de dudas. Como ocurre en ocasiones, lo más insensato a primera vista puede acabar siendo lo más acertado.

En 1962 se llevó a cabo y quedó claro que el neutrino asociado a un electrón era de un tipo distinto al producido asociado a un muón. La base del experimento consistió en la creación de un haz de neutrinos provenientes de la desintegración de piones–un auténtico tour de force en sí mismo– que se hacía incidir sobre un blanco de berilio. Si ambos tipos de neutrinos –los producidos por los muones y los producidos por los electrones– fueran idénticos, observaríamos que en el choque se producían tanto muones como electrones. No fue así: sólo se vieron muones. Ergo, los neutrinos muónicos eran distintos de los neutrinos electrónicos.

El trío compuesto por Melvin Schwartz, Jack Steinberger y Leon Lederman recibieron por ello el premio Nobel en 1988. Por primera vez el (o los) neutrino (-s) accedían a semejante honor. Ya hemos visto que con Reines lo hicieron una segunda vez, en 1995. No sería la última; otras se hallaban en camino.

El jardín de los senderos que confluyen

Estamos, pues, en 1967, cuando Davis pone en marcha su experimento de búsqueda de los neutrinos solares. Ignorábamos entonces que todavía nos hallábamos lejos, bastante lejos, de responder a las tres preguntas con que iniciábamos este artículo. Vamos a ver cómo, en el abigarrado jardín de las partículas de entonces, los senderos explicativos construidos por los físicos, que parecían zigzaguear sin saber muy bien adónde dirigirse, acaban confluyendo exactamente treinta y cinco años después, y las preguntas –al precio de ingentes y cuantiosos esfuerzos– obtienen entonces una respuesta clara y evidente. Como las indudables verdades cartesianas.

Lo que seguirá en la próxima entrada de este blog es la historia de cómo ocurrió.

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Ficha técnica

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