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Encantador, delicado, insustancial

La flor azul

Penelope Fitzgerald

Madrid, Impedimenta, 2014

Trad. de Fernando Borrajo

320 pp. 21,95 €

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Ya lo tengo pedido. En mi próxima vida, si soy escritor, quiero nacer en Estados Unidos o en Inglaterra (como mínimo, en un país angloparlante). ¿La razón? Que todo lo que hacen los escritores estadounidenses o ingleses alcanza un eco universal. Es como si ellos tiraran piedrecitas a un estanque que fuera el estanque del universo, mientras que los demás tiráramos piedrecitas en un charco pequeño y maloliente. Porque piedrecitas las tiramos todos: no hay mucha diferencia en las piedrecitas en sí, aunque las suyas logren hacer unas ondas que alcanzan, por un lado, a Japón y, por otro, a Patagonia.

Digo esto porque lo pienso, claro, pero también porque me siento incómodo. Paso por las librerías, las buenas librerías, quiero decir, y veo La flor azul de Penelope Fitzgerald siempre entre los «libros destacados». A todos mis amigos les encanta La flor azul, de Penelope Fitzgerald. Jonathan Franzen dice que «adora esta novela». ¿Qué puedo decir yo, entonces? No es que Franzen sea para mí una gran referencia. Es un gran novelista, pero como ensayista dice a veces cosas realmente extrañas. Y no lo conozco como crítico. No conozco sus gustos. Una vez en Argentina se pasó una tarde entera defendiendo a Galdós y a Fernández. Que defienda a Galdós me parece bien, pero ¿quién diablos es Fernández, aparte de uno de los dos detectives de Tintín?

Pero volvamos a La flor azul. Es la última novela de Penelope Fitzgerald, una escritora nacida en 1916 y muerta en el año 2000, y que tuvo un tardío florecer, ya que su primera novela no apareció hasta el año 1977. Fitzgerald escribió primero una serie de obras autobiográficas y luego, según propia declaración, decidió abandonar los recuerdos como materia de ficción y se puso a escribir sobre temas alejados de su experiencia vital. Es dentro de este ciclo donde debemos situar La flor azul, que el año de su aparición ganó el National Critics Award y que fue, además, declarado Libro del Año en el Reino Unido.

Su tema es el relato de la infancia y juventud de un noble alemán, Friedrich von Hardenberg, que andando el tiempo adoptaría el nombre artístico de «Novalis» y se convertiría en uno de los grandes autores del romanticismo alemán, autor de los Himnos a la noche y de la novela Enrique de Ofterdingen.

La flor azul es un libro ejecutado con enorme delicadeza por una escritora de amplia cultura, poseedora de un espíritu refinado y dotada de un oído prodigioso para las texturas, el clima, los vegetales, la ironía o los detalles, aunque no tanto para las voces, ya que Fitzgerald no ha hecho el menor intento por que sus personajes hablen como lo harían en su época. Pocas veces una portada ha captado mejor el espíritu de un libro que este de Impedimenta, con su gatito encantador, las doradas hojas de parra, el muchacho de rosados labios. Un mundo preciso de nítidos perfiles y acabados detalles, perdido en la rumorosa Europa germánica de finales del siglo XVIII. Pero, ¿es todo esto suficiente? ¿Equivale la experiencia de una preciosa tienda de antigüedades a la de un museo, aunque sea un museo de segunda clase? Un marco de un cuadro puede parecernos exquisito y bello, pero, ¿en el mismo sentido que puede parecernos exquisito y bello el paisaje que enmarca? Es el viejo dilema de la foto de una rosa y la rosa.

El libro está escrito con una gran ligereza. Los capítulos son muy breves. Las conversaciones salpican la página. La acción es continua, aunque insignificante. Los personajes viajan continuamente y entran y salen sin parar. Uno se pregunta, de hecho, por qué tienen que viajar tanto. Entran, salen, charlan, se marchan, regresan, deciden quedarse, deciden marcharse. Es como un espejismo la acción de este libro: todo está en movimiento, pero en realidad todo está inmóvil. Los elementos narrativos son como los multicolores peces de una pecera: se mueven, en efecto, pero siempre por los mismos lugares y en el mismo espacio. Es, en este sentido, un libro muy «realista», ya que hemos de suponer que la realidad es así, un ballet de repeticiones de cosas insignificantes que poco a poco van componiendo una época, una vida.

Es evidente que Penelope Fiztgerald se ha documentado bien para recrear esta infancia y juventud del que luego sería el poeta Novalis, pero, ¿es la documentación suficiente? ¿Se puede crear una verdadera novela sólo con datos?

Fritz, el protagonista, resulta absolutamente encantador. Ha estado en Jena estudiando filosofía con Fichte, y su conversación está salpicada de intuiciones geniales y de esas frases brillantes de las que sólo son capaces los jóvenes. Estos comentarios filosóficos, estas discusiones sobre temas candentes en la época son, para mí, lo más apasionante de la novela, quizá porque es lo que está más vivo. Vemos a Fritz como un joven impulsivo, soñador, generoso, ligeramente egoísta, incapaz de ver lo que tiene al lado a causa de su inclinación a lo sublime. ¿Una metáfora del intelectual? ¿Del poeta?

Fritz es enviado por su padre a Tennstedt para que aprenda negocios con un magistrado local llamado Coelestin Just, ya que ha decidido que su hijo será el administrador de sus minas de sal. Se hospedará en la casa de los Just, donde también vive una sobrina, Karoline, y una niña de doce años, Sophie. Pronto será considerado como uno más de la familia. Karoline es una joven hermosa, inteligente y sensible que enseguida cae enamorada de Fritz, pero él, que la trata con amable indiferencia y la considera una simple amiga, no se da cuenta de nada. El día que la conoce, Fritz le dice que está preciosa. La muchacha sale de la habitación, turbada. Fritz asegura que la presencia de la joven lo ilumina todo, y que la razón es que él no ha visto el ser físico de Karoline, sino su ser espiritual. Pero es completamente incapaz de darse cuenta del efecto que causan en los demás frases como estas. Es el poeta como un ser autista, encerrado en una esfera de belleza que le impide ver el efecto de sus acciones.

¿Es esta una crítica a los poetas, al romanticismo, a Novalis? Karoline afirma que no le gusta la Mignon de Goethe, y Fritz afirma que esta niña misteriosa y romántica «muere porque el mundo es poco sagrado para ella». No cabe duda de que el mundo también es poco sagrado para Fritz, y que por eso ha de inventarse una realidad que no existe.

Las conversaciones literarias, las especulaciones filosóficas, los pensamientos del joven aprendiz de escritor y el contraste de su trémula imaginación con el prosaísmo de las personas que lo rodean, da como resultado una serie de escenas muy divertidas y, a veces, conmovedoras. Si la realidad se empeña en ser tan obtusa y tediosa, ¿cómo no rechazarla?

Fritz es infatigablemente inteligente: «El lenguaje sólo hace referencia a sí mismo, no es la llave que nos abre las puertas de un universo superior». «Fichte nos explicó que sólo hay un yo absoluto, una sola identidad para la humanidad entera». Todo esto es fascinante, como lo son las disquisiciones de Schlegel sobre la forma mecánica y la forma orgánica. Asistimos aquí al nacimiento del romanticismo, a la gran transformación estética que llevará del arte normativo del pasado al arte libre de la modernidad.

Y entonces a Fritz le sucede algo. Es lo que va contándole a todo el mundo, a Karoline, a su hermano Erasmus, a su amigo Wilhelm: «Me ha pasado algo». Todos se preocupan, pero lo que ha sucedido es que Fritz ha visto en la niña Sophie a su ángel ideal, a la encarnación de su Sofía, y se ha enamorado. Erasmus se sube a un caballo y cabalga sin descansar hasta la casa de los Just para conocerla, y a su regreso le grita a su hermano que Sophie es estúpida. No es que sea realmente estúpida, sino que es una niña de doce años que no sabe nada y no entiende nada. Cuando Fritz, temblando de amor, le habla a su Sofía, a su Sabiduría, de la transmigración de las almas y le pregunta si le gustaría volver a nacer, ella piensa un instante y dice: «Sí, si tuviera el pelo rubio».

No sucede mucho más. Leemos fragmentos del diario de Sophie. Goethe hace una gran aparición, como corresponde a un personaje de su categoría. Fritz contrata a un pintor para que pinte a su amada, y este, después de semanas de tomar apuntes y hacer bocetos, decide marcharse, desesperado: no es capaz de pintarla. Erasmus, el hermano de Fritz, se enamora de la niña que en un principio le había parecido estúpida. Fritz se prepara para trabajar en las minas de sal, y escribe al mismo tiempo el principio de un cuento sobre una flor azul, que andando el tiempo se convertirá en su novela Enrique de Ofterdingen, que, de cualquier modo, nunca llegará a terminar. Hay muchas frases maravillosas. A Fritz no le importa nada trabajar como inspector de minas, ya que «un poeta es siempre un poeta, haga lo que haga».

Espero haber dado una visión lo suficientemente amplia e imparcial del libro, y haber dejado claro por qué a mí este libro no me gusta mucho (aunque tiene muchas cosas que me gustan) y por qué supongo que a muchos de mis lectores les encantará y lo leerán con sumo placer (aunque también, seguramente, perseguidos por la sombra de un bostezo). Muchas hojas juntas no forman un árbol: tiene que haber un tronco, y el tronco tiene que tener savia y raíces. Este es un libro delicado y encantador, y se lee con facilidad. Seguramente un par de calas, de esas que se dan fácilmente de pie, en la librería, le informarán de si le atrae o le repele.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009), La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Brilla, mar del Edén (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014).

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