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El nudo del mundo según Putnam

La trenza de tres cabos. La mente, el cuerpo y el mundo

HILARY PUTNAM

Siglo XXI, Madrid

Trad. de José Francisco Álvarez

276 págs.

3.100 ptas. 18,63

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Hilary Putnam es, sin duda alguna, uno de los filósofos más conocidos e influyentes de la actualidad. Su labor intelectual y su prestigio han llevado a Rorty, otro de los grandes pensadores contemporáneos norteamericanos, a compararlo con Bertrand Russell, tanto por la extensión de su obra y la amplitud de las cuestiones que ha abordado como por la decisiva influencia que ha ejercido en el ámbito de la filosofía analítica y también fuera de ella. No es fácil presentar la filosofía de Putnam: John PassmoreTanto el juicio de Rorty como el de Passmore se citan en la biografía de Putnam escrita por Lance P. Hickey, accesible en http:// www.utoledo.edu/philosophy/putnam.htm.ha escrito que intentar una caracterización de sus ideas es como «capturar el viento con una red de pesca». No se trata, sin embargo, de un caso parecido al que, según Schopenhauer, afectaba a la filosofía de Hegel: que sus escritos son tales que el autor pone allí las palabras y el lector el sentido. Nadie se ha esforzado más que Putnam en aclarar el sentido y el alcance de sus análisis, si bien ocurre que esa elucidación le ha llevado a modificar en muchas ocasiones sus puntos de vista, a presentarlos tan de otro modo que no cabe hablar de un único Putnam, en realidad, ni siquiera del último. En varios de sus escritos más recientes aparecen criticadas con rigor varias ideas sostenidas por Putnam con idéntica pasión en obras anteriores, pues, como él mismo ha declarado (no sin humor ni sin motivos), algunas de las ideas que critica y que fueron previamente defendidas por él, son propias no de él mismo sino de alguna de sus personalidades anteriores. En cualquier caso, el pensamiento de Putnam aparece orientado por una clara influencia de «sentido común»: abandonar las formas de pensar que implican construcciones metafísicas innecesarias e insostenibles para atenerse a lo que realmente se sabe, que en el fondo se reduce a lo que nos enseña la ciencia y a lo que nos hace ver el análisis riguroso de las cuestiones.

Esta obra de Putnam es de lectura realmente trabajosa, además de por la dificultad de los temas que en ella se ventilan y por el estilo del autor, también seguramente por esa afición putnamiana a discutir incluso lo que él mismo había dado por sentado (para elogiar a Jaegwon Kim, con quien discute a lo largo de casi todo la segunda parte de este libro, dice: «Una de las cosas que admiro en Kim es la disposición a revisar sus puntos de vista»). En su empeño en la precisión incluye nada menos que 353 notas al pie, algunas de las cuales supera la media página, notas, además, en las que frecuentemente se incluyen variadísimas referencias bibliográficas; el hecho de que los editores tengan la explicable tendencia a colocar estas notas al final del libro tampoco facilita precisamente la tarea.

El libro que ahora comentamos recoge buena parte de las cuestiones de que se ha ocupado Putnam (cuya obra publicada alcanza la veintena de libros y supera los dos centenares de esa clase de escritos que A. MacIntyre«La relación de la filosofía con su pasado», en R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner (eds.), La filosofía en su historia, Paidós, Barcelona, 1990, pág. 51.ha considerado como «el más excéntrico de todos los géneros filosóficos: el artículo destinado a una revista especializada») y constituye una buena muestra de sus preocupaciones actuales que, dicho con sus propias palabras, se centran en «la búsqueda de un camino intermedio entre la metafísica reaccionaria y el relativismo irresponsable». Putnam cree (y probablemente ha creído siempre) que «no tiene verdadero sentido la asignación precisa de los problemas filosóficos a diferentes "campos" filosóficos. Suponer que la filosofía se divide en compartimentos estancos etiquetados como "filosofía de la mente", "filosofía del lenguaje", "epistemología", "teoría de los valores" o "metafísica" es una manera segura de perder todo el sentido sobre cómo están conectados los problemas, lo que significa perder toda comprensión de las fuentes de nuestras dificultades», y, consecuentemente con ello, aborda en este libro dos órdenes de problemas íntimamente relacionados y absolutamente básicos en el centro mismo de la filosofía: la relación entre nuestro conocimiento y aquello a que se refiere (tratando de decirlo del modo más neutral) y la forma de abordar las perplejidades que siempre ha planteado la relación (si es que se trata de alguna relación) entre el cuerpo y la mente.

La investigación de Putnam se enmarca en un objetivo bien definido: superar la idea de que existe alguna clase de abismo entre el mundo que nos es conocido y el mundo objetivo, y que la percepción constituye una especie de interfaz mediador entre esas dos esferas. Así descrito, este programa es el común a muchas de las filosofías del siglo pasado, pero Putnam sostiene que buena parte de los intentos de superación (especialmente en el sector analítico) se han hecho de tal modo que no se ha abandonado en realidad el marco dualista de partida. Desde el punto de vista de la metafísica, se trata de revisar lo que se entiende por realismo, y desde el punto de vista de la filosofía de la mente se trata de mostrar que en buena medida los intentos de reduccionismo y de materialismo que se han desarrollado desde el neopositivismo hasta el funcionalismo (criatura putnamiana donde las haya) siguen siendo versiones de lo que Putnam llama cartesianismo materialista. En ambos casos, el tratamiento de Putnam se acoge a la inspiración pragmatista de James y Dewey y, especialmente en el primero de los propósitos, se inspira también en las ideas de Austin en Sense and Sensibilia, una posibilidad sobre la que le llamó la atención César Gómez con motivo de una estancia madrileña de Putnam en 1988 y que le proporcionó una pista que el filósofo agradece muy especialmente en el prólogo del libro.

La primera parte de La trenza detres cabos se ocupa de la cuestión del realismo (o, dicho de otro modo, del problema central de la metafísica) para defender un realismo de sentido común que le permite enlazar con el pragmatismo, una posición a la que Putnam se remite, sobre todo, al final de su análisis. Putnam sostiene, efectivamente, que lo que la filosofía tiene que hacer cuando se encuentra con conceptos íntimamente ligados como los de percepción, comprensión, representación, verificación, verdad, es explorar ese círculo y no tratar de comprimir en uno todos sus puntos.

Frente a la tradición que ve una contradicción entre la imagen científica y la imagen manifiesta del hombre en el mundo, por decirlo con la terminología de SellarsWilfried Sellars, Ciencia, percepción yrealidad, Tecnos, Madrid, 1971, especialmente el capítulo primero., Putnam dice que afirmar que hay algo anticientífico en relación con el realismo natural es una ilusión, y que nada nos fuerza a aceptar que la percepción consista en la creación de una imagen mediadora entre las cosas y nosotros. Putnam sostiene que no existe conflicto entre el realismo natural y la ciencia, aunque, según él, para mostrarlo sigue siendo necesario abordar los problemas de la percepción. Putnam afirma que fue William James el primer filósofo moderno que propuso esta idea (desconoce al Bergson de Matiére et Memoire, lo que no es defecto raro entre norteamericanos), aunque menciona a Husserl y se refiere también a la inspiración de Ludwig Wittgenstein (cuyo argumento sobre el lenguaje privado considera que es habitualmente mal interpretado) y, como ya hemos indicado, a John Austin. A Putnam le parece que el progreso en filosofía exige una recuperación del «realismo natural del hombre común» y que esa posición no consiste en un retroceso, una táctica que, según nuestro autor, tienta frecuentemente a los filósofos sin servir claramente para mejorar las cosas.

La segunda parte de La trenza detres cabos se ocupa más específicamente de las relaciones entre mente y cuerpo. Putnam es bastante crítico con las teorías reduccionistas (la identidad, el monismo anómalo, el funcionalismo y el materialismo eliminativo) y, por supuesto, es aún más reticente con el dualismo previo porque cree que la idea de mente considerada como un objeto inmaterial que «interactúa» con el cuerpo es un ejemplo excelente de posición ininteligible. Para Putnam, los supuestos más insostenibles del dualismo están subrepticiamente presentes en las posiciones reduccionistas. Su argumento básico contra las identificaciones (incluido su previo «funcionalismo») es que «la noción de identidad no tiene ningún sentido en este contexto», debido a que no se ha presentado ninguna manera de discutir de forma científica el tema de la identidad, ni tampoco ninguna explicación que permita otorgar un significado determinado (en el contexto cuerpo-mente) a la idea de propiedad computacional, y, en consecuencia, todo lo que se pueda decir sobre su aplicación a la cuestión de la mente está en el terreno de la ciencia ficción. Putnam afirma que la orientación dominante en la actual filosofía angloamericana de la mente es un extraño híbrido fruto del cruce de un padre desconocido (las ideas sobre lo mental, como un teatro interno), y el materialismo de matriz fisicalista, y le parece que es Jaegwon Kim quien mejor y más coherentemente defiende sus posiciones en ese escenario que Putnam rechaza. Pese a que las argumentaciones de Kim le parezcan las más sólidas, Putnam sostiene que la refinada idea kimiana de estado psicológico interno y sus argumentos a favor de la superveniencia suponen la reaparición de la mente como teatro interno.

Putnam señala que cuando esas ideas aparecen en los escritos de los filósofos de la «ciencia cognitiva» resultan confusas, pues pretenden usarlas como hipótesis científicas, sin que estén dotadas de contenido científico alguno. Putnam afirma que su rechazo de las ideas epifenomenistas (que reaparecen en los debates contemporáneos al negar que los estados mentales carecen de eficacia causal) no implica la vuelta al «dualismo» porque rechaza completamente la idea de que la cuestión misma tenga sentido. Las críticas de Putnam son también muy ácidas con los chomskyanos: «Decir que la "gramática universal del cerebro" genera la "competencia semántica", cuando los valores de ciertos parámetros se han "establecido adecuadamente por parte del entorno", es lo mismo que decir que ¡no sabemos qué es lo que hace algo que no conocemos, cuando no sabemos lo que ha ocurrido!».

Al rechazar las formulaciones habituales del materialismo contemporáneo y no querer saber nada del dualismo, Putnam se coloca en una situación que no se deja calificar con facilidad. Para entender desde fuera (es decir, al margen del acuerdo o la discrepancia con su argumentación lógica) la posición de Putnam es conveniente tener en cuenta dos referencias básicas. En primer lugar, que Putnam, que se declara judío practicante, no considera que el debate sobre estas cuestiones haya de tener connotaciones religiosas, si bien reconoce que las ideas cartesianas surgen con cierta naturalidad de la imagen del mundo que ofrecen los creyentes. Sostiene específicamente que «puede parecer que, lejos de rechazar por completo la inteligibilidad de la imagen religiosa del mundo, no podremos cuestionar la inteligibilidad de la hipótesis post-cartesianas», aunque éste no es el caso para él. Su posición es estrictamente wittgensteiniana: «la mente no es una cosa. Hablar de nuestras mentes es hablar de las capacidades que tenemos y las actividades que realizamos en nuestra conexión con el mundo».

La segunda referencia esencial es la que tiene que ver con la ciencia. A veces se ha acusado a WittgensteinPor ejemplo, entre nosotros, Ferrater Mora en De la materia a la razón, Alianza, Madrid, 1979, pág. 42.de ser un tanto naïf y de ignorar las enseñanzas de la neurofisiología. Putnam no se dejaría afectar fácilmente por esa objeción, pues tiene claro que los simples retoques lingüísticos no sirven para nada. Las referencias a la ciencia que aduce Putnam, sin embargo, podrían sonar algo retóricas, aunque Putnam trate de ser bien explícito al respecto: «Ni siquiera una palabra de toda la argumentación que se desarrolla en este libro debería entenderse como opuesta a la investigación seria relacionada con las bases físicas de nuestra vida mental. Algunos de los mejores estudios sobre esas bases los han hecho científicos que son plenamente conscientes de la diferencia que hay entre encontrar procesos físicos que sirven como medios para el pensamiento, los sentimientos, la memoria, la percepción, etc., y las demandas reduccionistas (tomen éstas la forma de insistencia en que el pensamiento, los sentimientos, etc., son "idénticos" a procesos cerebrales o aparezcan en forma de "materialismo eliminativista" que considera que todo el vocabulario mentalista ordinario es un puro sinsentido)». Putnam trata de salvar el trilema planteado por la alternativa de Kim, o 1) sacrificamos la causalidad mental (que es lo que hace el epifenomenismo que a Putnam le parece una locura), o 2) la reducimos a la física (lo que a Putnam le parece ahora ininteligible una vez que el funcionalismoSobre el que Francis Crick (La búsqueda científica del alma, Debate, Madrid, 1994, pág. 94) ha escrito que es una postura «tan estrafalaria que hay muchos científicos que se asombran al saber que de verdad existe».le parece ciencia ficción), o 3) tenemos que sacrificar «la clausura causal de lo físico». Putnam afronta el reto declarando que no tiene «ninguna intención de seguir el camino fácil».

En el estrecho sendero que se marca, Putnam mantiene que es imposible y absurdo eliminar toda la filosofía a favor de la ciencia natural, y espera que esto sea algo que no estemos dispuestos a hacer. No está demasiado claro, sin embargo, cuál es la ciencia de que habla Putnam, una ciencia en la que no se puede hablar de cosas (como la mente, por ejemplo) porque el compromiso ontológico está vedado por la buena filosofía y que, sin embargo, se mueve continuamente entre ellas porque es difícil hacerlo de otra manera si se quiere hacer investigación empírica. Sin embargo, como nuestro autor dice, «la confusión filosófica se extiende más allá de los límites de quienes estudian filosofía, ya sea profesionalmente o como simples aficionados», pero bastantes problemas tienen los investigadores de bata como para que pretendamos que se pierdan entre las sutilezas de la escolástica analítica. Las dificultades de la posición de Putnam se ven, tal vez, con especial claridad cuando se trata de hablar de la conciencia, del enigma que anida tras el acertijo que oculta el misterio. Putnam no está con los partidarios del misterio (como podrían ser Nagel o McGinn o Chalmers), pero tampoco con los físicos como Penrose (posición que criticó brillantemente en un número anterior de esta misma revistaHilary Putnam, «Acerca de un mal uso del teorema de Gödel en la especulación sobre la mente», Revista de libros, nº 3, marzo de 1997, págs. 30 ss.), que opinan que se necesita una física enteramente distinta a la que tenemos, y no profesa especial devoción al emergentismo ni a las explicaciones evolucionistas. Putnam insiste, pese a Quine, en el análisis conceptual y despacha a los eliminativistas como Churchland afirmando que «decir que "algún día la ciencia podrá encontrar la manera de reducir la conciencia (o la referencia o lo que sea) a la física", aquí y ahora, es lo mismo que decir que algún día la ciencia puede que haga no-sabemos-qué de manera que no-sabemos-cómo». Como se ve, son pocos los caminos trillados que se ofrecen a los valientes que se ocupen de cuestiones de este tipo, de manera que Putnam asume que se le pueda decir que no está resolviendo nada sino recolocando un poco las cosas para que podamos seguir hablando de ellas sin sobresaltos, sin ismos y con buen sentido. La mente es un misterio dentro del universo físico, pero no otro especial, de manera que, para Putnam, «el rechazo de los planteamientos reduccionistas no solamente no entraña el abandono de la investigación científica seria, sino que son esos planteamientos los que con frecuencia llevan a que los investigadores conciban mal los problemas empíricos».

La obra de Putnam no es sólo un trabajo difícil: es también un intento valiente de introducir exigencia en un campo en el que con más frecuencia de la necesaria sólo se escuchan argumentos de una única procedencia. Es un ejemplo particularmente arduo de en qué puede consistir el trabajo de un filósofo en cuestiones en las que es sobradamente evidente que muchas veces no sabemos bien ni de lo que hablamos ni si lo que decimos es verdadero, por parodiar la afirmación de Russell sobre la matemática. El mundo está lleno de creyentes, de gentes que dicen saber lo que apenas están seguros de creer. Para cualquiera de ellos tropezarse con alguien como Putnam es o una invitación a trabajar o una invitación a callarse porque se les hará evidente que saben menos de lo que creían cuando empezaron a leer a Putnam. Naturalmente, no será este el efecto habitual de la reflexión filosófica, pero merece la pena intentarlo porque el nudo del mundo no se deja desenredar ni con órdenes del emperador ni con palabrería, pues, como Putnam escribe, «muchas cosas merecen nuestra admiración, pero la formulación de una pregunta inteligible exige más que admiración».

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