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A la sombra de una Falange en flor

La Falange teórica. De José Antonio Primo de Rivera a Dionisio Ridruejo

Manuel Penella

Planeta, Barcelona

466 pp.

27 €

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Entre las deficiencias del carácter de nuestra historiografía contemporánea no es la menor la que mezcla la atmósfera desconcertante de las paradojas y la ejemplaridad ficticia de las parábolas. Paradoja es, sin duda, que la abrumadora dedicación al estudio de la Segunda República y a una guerra bautizada con diversos adjetivos de legitimación nada inocentes, vestíbulos cronológicos y conceptuales de la dictadura franquista, se haya visto acompañada de la sorprendente falta de interés por describir la constitución del bando que triunfó en el conflicto y que se repartió el poder en los siguientes cuarenta años. No me refiero solamente a la desproporcionada falta de atención a los partidos, publicaciones y personajes que constituyeron el fascismo español, sino a la consideración adecuada del proceso constituyente del movimiento antirrepublicano, sin lo que la caracterización misma de la guerra y del régimen que se impuso tras ella resulta deficitaria en el análisis y conceptualización. Uno de los factores que resulta más penoso al tratar de acercarse a este marco es que la escasez de estudios solventes acerca de todo aquello que fue a parar al bando antirrepublicano ha permitido presentar una farsante homogeneidad de quienes, desde el republicanismo conservador hasta el fascismo más radicalizado, pudieron constituirse en parte de un entramado complejo, contradictorio. Ello conduce a establecer otra de­si­gualdad entre los bandos en conflicto armado: la pluralidad de quienes defendían el régimen, la convicción monolítica de quienes lo combatían. Es posible que tal aspecto pueda considerarse un argumento consistente más, en manos de la historiografía que reivindica la causa republicana, para poder señalar la virtuosa diversidad de los vencidos en 1939 frente a la maligna y grotesca unanimidad de los vencedores. Me temo, sin embargo, que tal argumento acaba siendo de mayor utilidad para quienes deberían padecerlo, en la medida en que ofrece una imagen de movilización unánime de media España que estaba lejos de corresponderse con el conglomerado de quienes tuvieron, sin duda, un objetivo inobjetable: destruir el régimen, en especial tras el triunfo de las candidaturas del Frente Popular.

Que, hasta fechas relativamente recientes, no hayamos podido contar con estudios acerca del movimiento alfonsino –en especial los trabajos de Julio Gil Pecharromán y de Pedro González Cuevas–, que el tradicionalismo republicano y el republicanismo conservador tengan como obras de conjunto fundamentales las de autores británicos como Martin Blinkhorn o Nigel Townson, o que un movimiento católico de la envergadura de la CEDA tenga como principal y excelente referencia un texto de los años setenta, pueden indicarnos la penuria en que nos movemos en este terreno para comprender ese «precipitado» que se dio en vísperas de la sublevación y que fue sustancial para su mantenimiento y su consolidación posterior. No nos va mejor la cosa si buscamos estudios sobre las JONS y la Falange, antes y después de su unificación, algo que resulta aún menos comprensible si consideramos que serían los símbolos, el programa y las referencias ideológicas de este movimiento los que tendrían una función fundamental: ser el instrumento básico para construir la unidad política del franquismo durante y después de la Guerra Civil, actuando como marco orgánico de encuadramiento social, como el principal recurso de sus mecanismos de integración y de represión de masas. Instrumento imprescindible para dotar de esa forzada homogeneidad a un movimiento antidemocrático que había de encontrar en el fascismo español la mejor garantía de su cohesión, de su simbiosis entre modernidad y tradicionalismo, entre movilización y represión, entre la reivindicación de la justicia social populista y el mantenimiento o reconstrucción de estructuras de dominación social: en definitiva, el principal artefacto para construir un Estado constructor de ese esfuerzo de nacionalización de las masas con el que ha sido caracterizado el fascismo en otros países.

Como los procesos culturales no son aleatorios, la paradoja se convierte en una parábola, destinada a explicar una historia ejemplar que pasa a convertirse en indicio de la realidad experimentada en el pasado. En realidad, nos hallamos ante algo que no es ajeno a las vicisitudes del fascismo eu­ropeo de aquellos años, incluyendo las de una extrema derecha que decidió ceder la palabra a este proyecto en el continente. La parábola pasó por querer expropiar cualquier elemento de proyecto ideológico que colocara al fascismo en el campo de las propuestas para la organización social del período de entreguerras, convirtiéndolo en una excentricidad cuya característica era, precisamente, una ausencia de principios que no suponía sólo la primacía de la acción, sino el desprecio por la ideología y la inexistencia de horizontes culturales en quienes realizaron una propuesta para la crisis de la civilización europea en aquellos años. Habiéndose superado hace mucho tiempo en nuestro entorno las tesis sobre el «paréntesis moral» crociano, en España parece posible pretender la comprensión de nuestra participación en la crisis europea de aquellos años actuando como si el fascismo careciera de interés como proyecto, no siendo en nada distinto a la pura y simple emanación reactiva frente a la democracia, que no hizo otra cosa que moverse entre la resistencia a la modernización de los doctrinarios inspirados en lo más rancio de una cultura aferrada a los mitos antiliberales de comienzos de siglo, y el potencial explosivo de escuadristas y militares a los que bastaba un hatajo de consignas para urdir la defensa miliciana de una España en peligro.

Es obvio que la escasa atención de nuestros medios a lo que sucedía más allá de nuestras fronteras no ha ayudado a despojar a esta parábola de su carácter de ficción más o menos risueña. Habría sido de gran utilidad que los procesos de formación del fascismo en Italia y Alemania hubieran podido servir para considerar la manera en que España se insertó en aquella crisis y proporcionó al fascismo su perfil especial, su relación distinta con la extrema derecha o, simplemente, la derecha –incluso la republicana– sumada a la sublevación. Pero no creo que esa ausencia de lo internacional en nuestros medios, que va resolviéndose con de­sa­len­ta­do­ra lentitud, sea una explicación de fondo. Se trata, más bien, de cómo se ha considerado prescindible el conocimiento de esa zona social, política e ideológica, al tiempo que se creía poder hacer, con esa carencia, el diagnóstico sobre las condiciones del conflicto bélico y del régimen que lo siguió. Los trabajos de Joan Maria Thomàs, de Enrique Selva, de Ismael Saz, de Fernando Lazo, de Ricardo Martín de la Guardia, de Ángela Cenarro, de Francisco Cobos o de Teresa Ortega, entre otros –a los que me permito añadir mis reflexiones sobre Ramiro Ledesma–, han ido cubriendo la laguna monumental, a escala española o en los tramos locales y regionales, de un vacío tantas veces llenado por la propia hagiografía del régimen franquista, siempre destinada a inventar su propia genealogía.

Un nuevo estudio acerca de Falange no puede, por tanto, ser más que bien recibido antes de entrar en cualquier consideración de discrepancia sobre metodología o resultados, sobre puntos de partida e hipótesis confirmadas. Porque estamos ante un estudio que tiene ambición de fondo: narrar y valorar la función desempeñada por Falange desde sus orígenes hasta su uso por el franquismo. Un estudio que sostiene varias tesis que van vertiéndose en la crónica de los hechos, como no puede hacerse de otro modo cuando se actúa como historiador. La primera y más importante de ellas, la que de hecho sostiene la propuesta del libro, es la existencia de una «Falan­ge Teórica» –definida como el movimiento de integración nacional y empresa de servicio que definieron sus militantes, destinada a la preservación de una España en peligro de fractura y en riesgo de estancamiento– frente a aquello que llegó a suceder con el movimiento una vez que cayó en el sucio escenario de la Historia. Es decir, lo que plantea Penella es un argumento conocido, aunque defendido con peculiar energía y nervio expositivo en su caso: el mantenimiento de una dualidad no resuelta dialécticamente, sino como yuxtaposición de factores autistas, entre una propuesta, un proyecto de país, una idea de Es­paña, una forma de ser individual y socialmente, a la que se opone su neutralización precisamente en los momentos en que parece contar con mayores resortes de influencia social y cuando sus consignas, su lenguaje, su atavío, su estética, han pasado a ser aquello en lo que se fundamenta el universo franquista. Uno podría preguntarse si, en realidad, el falangismo fue, en este sistema solar de la guerra y la posguerra, el engranaje de fuerzas de atracción gravitatorias que sostuvieron en armonía el movimiento de los astros, o se trató más bien de un conjunto de planetas ornamentales que giraban de acuerdo con una ley universal de gravitación que vulneraba el proyecto sustancial del falangismo mientras obligaba a los símbolos a girar en un espacio determinado por esa fuerza ajena.

En el Tribunal de la Historia, demasiadas veces se nos dice que la ideología no estaba en el lugar de los hechos. La coartada política que ha servido para realizarlos sirve ahora para desmentir al sujeto responsable. La Falange Teórica dejó de estar presente desde el proceso de unificación en el partido único franquista. Fue un concepto en el exilio al que no se admitió en el reino de la Historia. Sin embargo, Penella no ha eludido lo que parece más obvio de acuerdo con las aportaciones más recientes: la función desarrollada por el falangismo a lo largo de la Segunda República como factor social con voluntad de formar parte de la historia y de escoger, como bando posible y deseable, el que venía marcado por la distribución de lugares políticos en la Europa de los años treinta. La formación de las JONS supuso ya la rendición del futurismo y de la tentación cenetista de Ramiro Ledesma a las posiciones de la revolución conservadora de Onésimo Redondo. La edición frustrada de El Fascio fue en la misma dirección, agrupando a antiguos colaboradores del monarquismo autoritario de Primo de Rivera y a quienes se habían inspirado en los textos del fascismo radical de Marinetti y Malaparte, de Panunzio y de Spirito. La formación de Falange Española y la inevitable fusión con las JONS, además del no menos evitable liderazgo carismático de José Antonio, tendían a establecer esa zona de fascismo lo más fuerte posible en el conflicto marco de la extrema derecha española. Que ésta lo era, más allá de las simplificaciones que han podido hacerse a partir de su aparente fusión de 1936, se demuestra en la crisis misma del partido fascista español, provocada en buena medida por las alianzas a rea­li­zar con el Bloque Nacional de Calvo Sotelo, con los alfonsinos más radicales y los tradicionalistas menos ortodoxos.

Analizar el movimiento falangista implica señalar hasta qué punto se establecen sus relaciones con el fascismo europeo. No creo que el falangismo pueda establecerse tan solo como una forma de ser si con ello queremos apartarlo del fascismo internacional como configuración política de un comunitarismo que se presentaba como la forma del ser nacional. No creo que pueda reducirse a estilo lo que es función. El españolismo –en absoluto na­cio­na­lis­mo– de José Antonio apartaba al partido de ese destino a desempeñar en el tipo de impugnación de la democracia que se proponía en toda Europa con más o menos fortuna. Creo que la Falange fue la forma española del fascismo y que, en ese mismo lugar, trató de constituirse en un centro de atracción para el conjunto de posiciones culturales que podían considerarse más cercanas a su propuesta. No las encontró, ni siquiera en la etapa de radicalización joseantoniana de 1935, en la izquierda ni en un «no lugar» que superara en una fusión imaginaria, en una reconciliación estética, lo imperial y lo social, la tradición y la revolución. La debilidad del partido tras esa etapa y tras la escisión de Ledesma –lo que le obligó a una afirmación de una identidad radical poco rentable, pero de estridente lirismo– no impidió el intento de lograr su inclusión en las candidaturas dominadas por la derecha ni, fracasado este intento, la decisión de tomar partido, sin que las normas de prudencia pudieran imponerse a la tiranía de la temeridad ambiental, más dada a la unidad contra el adversario común republicano que a despreciar la ayuda indispensable e incluso la militancia súbita del antiguo reaccionario.

Ese fue el motivo por el que, como habían hecho todos los movimientos fascistas europeos, la militancia y los cuadros fundadores de Falange Española y de las JONS aceptaron sin resistencia alguna la integración en un amplio movimiento que adquiría su forma, lo cual no se reducía a la estética, sino a una ontología impregnada de apariencias conmovedoras como parte de su ser. Penella recoge la confesión de Ridruejo: nadie se opuso, ni siquiera un Hedilla que ya estaba negociando la fusión con Fal Conde, antes de oponerse a la que había de caer en brazos de Franco eliminando a ambos caudillos del fascismo y del carlismo. Lo anecdótico de la resistencia sostiene el peso de una prueba. La Falange Teórica no desapareció, sino que estaba en el lugar de los hechos, a no ser que establezcamos una insoportable tensión entre ideología y acción que nos evitaría lo fundamental, como se ha evitado en la historiografía más opuesta al falangismo. Solamente en la medida en que Falange Española era un proyecto ideológico pudo convertirse en función social. Algo que, curiosamente, niegan tirios y troyanos que hacen hincapié en uno solo de los aspectos. Únicamente el discurso falangista, su proyecto de España como comunidad de todo el pueblo, como empresa imperial, como nacionalsindicalismo, como proyecto de Estado total, pudo verse realizado en el escenario propicio de la guerra, cuando el régimen en construcción pudo descubrir, entre todos los fragmentos que luchaban en su bando, aquel que le iba a permitir construir el tipo de control social más congruente con el proyecto para ganar una guerra y para consolidar el régimen de una victoria. ¿Acaso ocurrió de otra forma en Alemania e Italia, salvo en la necesidad española de llegar a un conflicto armado por la escasez de recursos de fuerza en manos del fascismo?

Es cierto que la militancia falangista, como lo indica Penella, podía verse como una herencia del regeneracionismo español, como una instancia juvenil que venía a acabar con «la vieja política», como tan bien había de demostrarse en los primeros pasos de Ledesma y en el propio título del último de sus textos teóricos. Pero eso no la aparta de dos situaciones esenciales que nos la hacen comprensible: el afán similar que recorría a la militancia fascista europea de aquellos años, el ansia palingenésica que tentó a intelectuales, a campesinos, a estudiantes, a trabajadores y miembros de la clase media de todo el continente en un discurso de reconciliación de la «verdadera nación» para proceder a la limpieza de sus elementos «foráneos». Y, en segundo lugar, no separa en nada a los falangistas del rápido descubrimiento de las afinidades electivas que descubrieron cuando la crisis condujo a la guerra y cuando el resultado de ésta les concedió un lugar en el sol, aunque tal vez no en el amanecer que algunos de ellos habían imaginado. Un lugar a compartir, pero en el que todos los mecanismos de representación del poder se apoyaban en la mitolo­gía del falangismo, incluyendo a un catolicismo que no fue una cosa distinta del movimiento político sino, como señaló el propio Ledesma al ser entrevistado por El Fascio, parte indispensable de la empresa imperial española. Dicho por Ledesma, no hace falta que consideremos lo que, a este nivel, podía pronunciarse en círculos menos recelosos de la función del catolicismo como parte de una creencia, de un movimiento de fe cuya versión política no era algo distinto más que funcionalmente al papel a desempeñar en el rescate de España de su decadencia.

Dado que el propio Penella ha dedicado a la trayectoria posterior de Ridruejo un espacio tan escaso en su aportación, puede resultar menos importante subrayar las discrepancias que puedo tener con su versión del alejamiento del régimen y la cronología en la que éste se produce. Entre otras cosas, la magnífica biografía de Francisco Morente, publicada en el mismo año 2006 (Dionisio Ridruejo, del fascismo al antifranquismo), me permite eludir temas como la actitud del ex dirigente falangista en la Italia de la posguerra, por ejemplo, donde sus posiciones nacionalistas, anticomunistas y de mirada benévola ante el Movimiento Social Italiano pueden ser rastreadas utilizando el texto citado. No podrá caber, sin duda, como hipótesis de trabajo final, que esa Falange Teórica, desbaratada en su fácil captura por el franquismo, fuera a dar con sus huesos con la socialdemocracia como proyecto. Quizá porque uno puede pensar que la socialdemocracia española de los años setenta estaba, como en toda Europa, en el Partido Socialista, aunque ciertas formas de Democracia Social pudieran sentirse vinculadas a lo que decían personas que se hallaban en la oposición más moderada. Atribuir a la Falange las posiciones más avanzadas en el debate constitucional, aprovechando su famosa enmienda acerca del acceso de los trabajadores a los medios de producción, puede ser considerada una anécdota. No define precisamente ni al grupo en que se encontraba el diputado Licinio de la Fuente, Alianza Popular, ya que el propio Fraga habría de señalar en su discurso de valoración final del texto que uno de los elementos que le preocupaba era la ausencia de una defensa clara de la propiedad en la Constitución. Tampoco parece justificar una continuidad entre el franquismo –en el que el diputado por Toledo había representado altas responsabilidades– y esa Falange que el autor considera sólo «teórica», al haber sido quebrantada por el régimen nacido durante el levantamiento contra la Segunda República. Hacer del pensamiento joseantoniano una base fundamental sin la que habría sido difícil sentar en la misma mesa de negociaciones a Carrillo y a Suárez me parece una propuesta a la que podría oponer la contraria: fue el discurso falangista el que impidió que los españoles se sentaran en la misma mesa de negociaciones durante muchos años.

Con todo, estas afirmaciones corresponden mucho más a la defensa de una genealogía que a cualquier comprensión del proceso de transición política en España, tanto de los motivos de los reformistas del régimen –aunque pudiera parecer que ésta es la base del argumento, basándose en los jóvenes falangistas, que por ser del régimen difícilmente podían pertenecer a la Falange Teórica– como, desde luego, de la oposición. Más interesante me parece que un libro de estas características haya podido presentar a los lectores españoles, en un lenguaje claro y con una honesta toma de posición, una nueva aportación a esa zona de la política española tan poco atendida por nuestra historiografía. 

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