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La evolución de la sexualidad humana

Why Sex Matters? A Darwinian Look at Human Behavior

BOBBIE S. LOW

Princeton University Press, Princeton

The Mating Mind. How Sexual Choice Shaped the Evolution of Human Nature

GEOFFREY MILLER

Evolution of Human Nature William Heinemann, Londres

The Dangerous Passion. Why Jealousy Is as Necessary as Love or Sex

DAVID M. BUSS

Bloomsbury Publication, Londres

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La interpretación de los fenómenos sociales en clave evolutiva (lo que en la literatura anglosajona se denomina evolutionary social sciences) está proporcionando una literatura académica floreciente acompañada en muchos casos por una literatura de divulgación y popularización igualmente abundante. El punto de partida lo podríamos situar, mediados los años setenta, en el nacimiento de la sociobiología, que recogía las importantes contribuciones teóricas que autores como William D. Hamilton, John Maynard Smith o George C. Williams efectuaron sobre la evolución del comportamiento en la década precedente. Hoy en día, estudios con un enfoque evolutivo aparecen en antropología, filosofía, economía, sociología, psicología, derecho, medicina y política. Y no es extraño que vayan asociados a una literatura para un público más amplio, ya que abarcan temas que van desde la xenofobia y la guerra hasta el lenguaje y la moralidad. De todos éstos, el de la sexualidad humana considerada bajo el prisma de la evolución por selección natural es, sin duda, el que es objeto de una mayor atención editorial, como puede comprobarse con una simple visita a amazon.com. En este comentario haremos referencia a tres libros, directamente relacionados con dicha oferta editorial, que están teniendo una amplia acogida por su carácter divulgador y, en cierta medida, polémico.

Los fundamentos del enfoque evolucionista de la sexualidad se remontan al propio Darwin y a la importancia que otorgó, dentro de su teoría de la evolución, al tema de la elección de pareja. Darwin distinguió dos clases de procesos selectivos: la selección natural, referida a los caracteres que elevan la probabilidad de supervivencia, y la selección sexual, referida a aquellos caracteres que tienden a incrementar el éxito individual en el apareamiento. Aunque el concepto moderno de selección natural incluye ambos aspectos, sigue manteniéndose el término de selección sexualUn análisis más completo de la selección sexual y de otros aspectos relacionados con la sexualidad puede encontrarse en nuestros comentarios «Homosexualidad y genética: una interpretación evolutiva» y «A vueltas con el sexo» aparecidos en Revista de libros, n.° 12, págs. 35-38, y n.° 37, págs. 23-25, respectivamente .

Desde el punto de vista biológico, se denominan machos a los individuos que producen muchos gametos pequeños y móviles, mientras que son hembras las que producen pocos gametos grandes e inmóviles. Los organismos primitivos producían únicamente gametos pequeños y móviles y, posteriormente, la selección natural favoreció la aparición de gametos grandes que disponían de una mayor reserva alimenticia, aumentando así las posibilidades de supervivencia del cigoto. Se establecieron así dos estrategias reproductivas diferentes pero complementarias. La primera tiende a producir muchos gametos pequeños que sólo pueden tener éxito si se fusionan con gametos grandes, mientras que la segunda trata de producir tan solo este último tipo de gametos, que aseguran el éxito del futuro cigoto, pero en un número pequeño debido al fuerte coste que supone su producción. Los gametos intermedios perdieron la carrera evolutiva, puesto que no poseían ni la ventaja de producirse en gran número ni la de garantizar el futuro de la progenie.

Dado que las hembras producen relativamente pocos y grandes gametos, y los machos numerosos y pequeños, éstos pueden fecundar potencialmente a muchas hembras. Darwin argumentó que la selección sexual surge precisamente de la lucha entre los individuos de un sexo, los machos, por el apareamiento con los del otro sexo, las hembras, y surgieron dos tipos de procesos responsables de la misma. El primero se produce por la competición directa entre los machos por el acceso a las hembras, ya que éstas son un bien escaso. El segundo surge como consecuencia de la elección por parte de las hembras de aquellos machos que les resulten más atractivos. En la mayoría de las especies los machos cortejan a muchas hembras y, si son aceptados, copulan con ellas. Sin embargo, las hembras son mucho más discriminativas en la elección de pareja, puesto que las consecuencias de un apareamiento erróneo son en su caso mucho peores. Si un macho aparea con una hembra que sea genéticamente inadecuada pierde algo de esperma, pero apenas disminuyen sus posibilidades reproductivas de cara al futuro, mientras que si la hembra se equivoca, su eficacia biológica futura puede verse seriamente comprometida. En resumen, los machos han estado sometidos a una fuerte presión selectiva en favor de maximizar el número de hembras con las que aparearse, mientras que las hembras han incrementado su eficacia biológica a través de una mayor inversión en el cuidado de la prole.

La consecuencia es que, en la mayor parte de las especies, machos y hembras tienen intereses reproductivos diversos y que las diferencias físicas, fisiológicas y de comportamiento que existen entre ambos sexos pueden interpretarse, en clave evolutiva, como el resultado de la competencia entre dichos intereses reproductivos. Este planteamiento puede hacerse extensivo a nuestra propia especie y, de hecho, se han descrito diferencias entre hombres y mujeres no sólo en el potencial reproductivo, sino también en el tipo de rasgos que convierten a una persona en atractiva como pareja. Por ejemplo, si bien el número máximo de hijos producidos por una mujer raramente supera la veintena, el Guinness Book of World Records sitúa su valor máximo para los hombres en los 888 hijos del sultán de Marruecos Muley Ismail. Con respecto a las preferencias en la búsqueda de pareja, David M. Buss, en un libro anterior al reseñado aquí, titulado La evolución del deseoUna reseña de este libro puede encontrarse en nuestro comentario titulado «Un intento de tomarse a Darwin en serio», Revista de libros, n.° 16, págs. 28-32., argumentó de forma convincente, a partir de los datos de una macroencuesta realizada entre diversas culturas pertenecientes a 34 países, que los hombres se sienten atraídos principalmente por mujeres que manifiestan señales inequívocas de juventud, que para el autor son el signo de una alta capacidad reproductiva, mientras que las mujeres lo son por hombres que ostentan signos sociales de alto status, capaces de garantizar la crianza de sus hijos.

UNA LECTURA EVOLUCIONISTA DE OTELO

El primero de los libros reseñados se enmarca de lleno en la disciplina denominada Psicología Evolucionista, de la que su autor David M. Buss es uno de sus más conocidos representantes. Esta disciplina trata de definir una naturaleza biológica común a los seres humanos y de justificar su origen en clave adaptativa. Considera que la mente humana está configurada como un conjunto de mecanismos psicológicos o módulos que han surgido a lo largo de los últimos dos millones de años, moldeados bajo la acción de la selección natural en el ambiente y modo de vida cazadorrecolector característicos del Pleistoceno, para resolver problemas tales como la elección de pareja, la adquisición del lenguaje, las relaciones familiares o la cooperaciónPara un análisis más amplio sobre la psicología evolucionista, véase el comentario ya citado en la nota anterior.. Los procedimientos metodológicos que utiliza incluyen el análisis estadístico de bases de datos con información sobre las costumbres y modos de vida de las culturas conocidas, así como la realización de encuestas, entrevistas y tests normalmente dirigidos a estudiantes universitarios, en la tradición más clásica de la psicología, sin desdeñar tampoco el análisis de situaciones creadas en novelas, teatro y cine.

En este nuevo libro, Buss se enfrenta desde esta perspectiva evolucionista al problema de los celos en la especie humana, prescindiendo de manera deliberada de otras interpretaciones no evolutivas como las que asocian los celos con el patriarcado, el capitalismo, la socialización o determinadas patologías neuróticas. Se considera como hipótesis de partida que los celos constituyen un carácter adaptativo moldeado por la selección natural para enfrentarse a los peligros que amenazan a las relaciones de pareja, en concreto a los riesgos que trae consigo la infidelidad. Es frecuente que la infidelidad y el posible abandono de la pareja por parte de un miembro vayan acompañados de problemas importantes para el otro miembro relacionados con una pérdida de la autoestima, del status y de la reputación a los ojos de los demás, junto con una disminución de la atención, del cuidado y de los recursos materiales disponibles para asegurar el bienestar propio y de su descendencia. La selección natural habría refinado los mecanismos para detectar cuanto antes una situación de peligro, a través de la observación de cambios sutiles en el comportamiento, ausencias del hogar superiores a lo normal, la presencia de un cabello en la ropa, o en una situación más actual, una llamada telefónica bruscamente interrumpida, un nuevo perfume sospechoso, etc. Lógicamente, la acción de la selección natural favorecería también el desarrollo de mecanismos cada vez más sutiles y refinados para ocultar la infidelidad, por lo que se establecería una carrera coevolutiva entre ambos factores, la capacidad de engañar y la capacidad de detectar el engaño. Como ocurre en otras situaciones análogas, esta carrera puede conducir a una hipertrofia del mecanismo, lo que explicaría situaciones como la que recoge Shakespeare en su Otelo, en las que los celos constituyen una condición patológica que puede llegar a destruir a uno mismo, a la persona amada o, cuando menos, a la relación de pareja.

Puesto que los individuos de cada sexo siguen estrategias reproductivas diversas, cabe esperar que hubiese diferencias entre ambos sexos en cuanto a los desencadenantes de los celos. Así, los celos habrían de pivotar en los hombres sobre los aspectos sexuales de la infidelidad, ya que ésta podía suponer un fuerte coste en términos de eficacia biológica para nuestros antepasados del Pleistoceno, debido a la incertidumbre existente sobre la paternidad. Por el contrario, la biología reproductiva de la especie humana garantizaba a nuestras antepasadas la seguridad de ser la madre genética de sus hijos. Lo que arriesgaban con la infidelidad era la pérdida de dedicación en tiempo, energía y recursos por parte del varón y que éste los invirtiese en otra mujer y en otra descendencia, a expensas de ella y de sus hijos. El mejor indicador de que esto pudiera llegar a suceder no sería tanto que llegase a tener una relación sexual con otra, sino que estuviese emocionalmente involucrado con ella. Por tanto, si esto ha sido seleccionado así, cabe esperar que los celos en la mujer se desencadenen preferentemente frente a rivales jóvenes y atractivas, mientras que los del hombre lo hagan frente a rivales con buenas posibilidades económicas.

Un elevado porcentaje de casos de maltrato doméstico se relaciona con los celos que, para Buss, son el reflejo de una evolución de la psicología masculina encaminada a mantener bajo control a la mujer y disuadirla de posibles infidelidades. En algunas circunstancias, esta violencia se escapa de las manos y se llega al homicidio del cónyuge. Para la mayor parte de los psicólogos evolucionistas se trataría de una manifestación extrema, patológica y maladaptativa. Para Buss éste no es el caso, ya que sugiere que en los varones se ha programado evolutivamente un módulo asesino del cónyuge que habría sido ventajoso para nuestros ancestros bien para disuadir a otras esposas en el caso de poliginia (un macho se aparea con varias hembras), bien para recuperar el honor o la reputación perdida, bien para evitar una futura descendencia cuya paternidad no está garantizada. Por ello, las mujeres jóvenes, sobre todo las que son sustancialmente más jóvenes que sus esposos y las que han tenido hijos en matrimonios previos, son las más vulnerables al homicidio doméstico. Esta sugerencia de que la violencia doméstica pudiese tener una interpretación evolutiva no implicaría en ningún caso que no deba ser castigada. Por el contrario, Buss sugiere que se necesitan leyes más estrictas y castigos más severos para contrarrestar estas manifestaciones de la naturaleza humana, que hoy en día y en nuestro entorno cultural consideramos moralmente repugnantes.

El hecho de que los hombres hayan evolucionado hacia un mayor deseo de mantener relaciones sexuales frecuentes y con múltiples parejas parece tener una interpretación directa y obvia ligada a los posibles beneficios reproductivos. Pero el sexo es cosa de dos y, por tanto, el número medio de encuentros heterosexuales es el mismo para ambos sexos. Los posibles beneficios que pudiese reportar la infidelidad para la mujer han sido mucho menos investigados por los psicólogos evolucionistas, pese a que se supone que hasta un 10% de los niños nacidos podrían no corresponder al que se considera su padre biológico. Buss señala cuáles serían estos beneficios. Su primera hipótesis es que la hembra está interesada, desde el punto de vista evolutivo, en elegir como compañero en una relación extramarital a un macho con una buena composición genética que pueda proporcionar a sus hijos genes relacionados con el vigor y la resistencia a enfermedades. Según el psicólogo Randy Thornhill, las mujeres prefieren para estas relaciones compañeros más simétricos, un posible indicador de un desarrollo saludable, y son capaces de detectar la mayor o menor simetría no sólo visual, sino también olfativa. Estas afirmaciones se basan en una prueba en la que se pidió a un conjunto de hombres que diferían en simetría que llevaran la misma camiseta durante varios días (sin ducharse, por supuesto). Cuando se pidió a varias mujeres que clasificaran estas camisetas por su olor, éstas consideraron que era más agradable el olor de las que habían sido llevadas por aquellos hombres clasificados previamente como simétricos, pero esta identificación olfativa sólo tenía lugar si las mujeres estaban en la fase fértil del ciclo menstrual. La segunda idea es que las hembras prefieren, para estas relaciones, varones atractivos sexualmente, ya que así sus hijos heredarán el atractivo sexual y tendrán más apareamientos. La tercera propuesta es que estas relaciones podrían eventualmente conducir a una nueva relación estable con un compañero mejor que el actual desde el punto de vista de la protección y de los recursos que pudiera proporcionarle. La última hipótesis sería que la mujer simplemente busca la gratificación sexual en el orgasmo. Se ha discutido bastante si el orgasmo femenino tiene una función adaptativa o si es más bien una pura respuesta correlacionada al orgasmo masculino que sí la tendría (de la misma forma que las mamas no funcionales de los mamíferos machos existen simplemente porque su contrapartida en la hembra sirve para alimentar a la prole). Buss apoya la idea de que el orgasmo en la mujer tiene valor adaptativo basándose en que hay cierta evidencia de que las relaciones con orgasmos muy intensos incrementan la retención del esperma en el tracto femenino y la posibilidad de fecundación. A título anecdótico, señalemos que una de las biólogas más importantes de este siglo, Lynn Margulis, autora de la teoría actual sobre el origen de la célula eucariótica y bien conocida por sus posiciones heterodoxas y combativas sobre muchas cuestiones, ha defendido que el orgasmo femenino está diseñado para elegir al compañero sexual que le produce más placer y ha sido responsable del aumento evolutivo del tamaño del pene en nuestra especie.

Estas posibles ventajas adaptativas de la infidelidad femenina se verían contrarrestadas por los costes que le pueden sobrevenir a la mujer infiel, como son la pérdida del compañero habitual, la violencia que ella o sus hijos podrían sufrir por parte del mismo o el cuestionamiento de su reputación. En definitiva, para este autor el amor romántico es una emoción universal, una pasión no racional, que asegura la unión y el compromiso permanente entre dos personas, frente a las amenazas de la elección racional, ya que siempre habrá en el mercado sexual alguien más atractivo, más excitante o más inteligente que el actual compañero. Los celos son un mecanismo adaptativo para proteger el amor. Y así, un nivel de celos moderado suele interpretarse como un acto de amor e, incluso, provocar los celos de la pareja es una estrategia utilizada para probar y reforzar una relación.

LA SELECCIÓN SEXUAL Y LA EVOLUCIÓN DEL CEREBRO

Geoffrey Miller es también, como Buss, un psicólogo evolucionista que trabaja en el Centre for Economic Learning and Social Evolution de Londres. Este autor parte de la idea de que la teoría de la selección natural entendida como la supervivencia de los mejores difícilmente puede explicar los aspectos más divertidos y ornamentales de la cultura humana, tales como el arte, la música, la literatura, el teatro o los ideales políticos y, por ello, propone que la mente ha evolucionado no como una máquina de supervivencia, sino como una máquina de cortejo. Para Miller, el origen de estas características de nuestra mente, tan poco adaptativas en apariencia, reside en un fenómeno ya mencionado previamente: la selección sexual.

Darwin consideraba que la presencia de ciertos caracteres ornamentales, como la cola del pavo real, en los machos de algunas especies no se debe a que tengan un valor adaptativo, sino a que las hembras los encuentran atractivos y, por tanto, facilitan el apareamiento. Sin embargo, ¿por qué las hembras prefieren a los machos con un plumaje exuberante? Una primera explicación se deriva del mero hecho de que aparezcan algunas hembras que sí los prefieran. Una vez que por cualquier circunstancia, incluso arbitraria, haya algunas hembras que muestran preferencia por un determinado ornamento, las hembras que carezcan de esta preferencia tendrán hijos que no presenten ese ornamento y que, por tanto, no resultarán atractivos para las hembras que sí manifiesten la preferencia. Se establece así un proceso coevolutivo que ha sido denominado por Ronald A. Fisher, uno de los fundadores del neodarwinismo, como selección en cascada (runaway selection).

Miller utiliza el proceso de selección en cascada para explicar el desarrollo de las facetas menos adaptativas de nuestro intelecto con sólo sustituir la cola larga del pavo real por la inteligencia creadora. Y enfrenta esta hipótesis sobre su origen a otras ya conocidas como la del sociobiólogo Edward O. Wilson, que asume que los cerebros más grandes facilitaron una cultura más compleja lo que a su vez favoreció un aumento del cerebro, la de A. Whiten y R. Byrne, que justifican el desarrollo intelectual por las ventajas que proporciona para la detección de los tramposos sociales y para la manipulación de otros individuos coespecíficos, o la de Stephen J. Gould, que la considera una consecuencia colateral de la capacidad de aprendizaje. La hipótesis de la selección en cascada puede explicar bien la aparición de rasgos que sean extremos, llamativos y costosos, atractivos para el otro sexo y que tengan poco valor para la supervivencia. Caracteres de este tipo serían, según Miller, el arte, la música, el lenguaje poético, la religiosidad, la creatividad, la amabilidad y las convicciones políticas. Esta explicación tiene, sin embargo, algunos problemas cuando se aplica a nuestra especie, ya que requeriría poliginia que probablemente ha sido muy moderada en los homínidos e implicaría un avance relativamente gradual, en microetapas sucesivas, del tamaño del cerebro, así como la aparición de diferencias importantes en las aptitudes mentales de ambos sexos, fenómenos todos ellos que no se ajustan a la evidencia empírica existente.

Frente a la hipótesis de la selección en cascada, hay otra denominada la de los genes buenos (good genes hypothesis) que fue propuesta por William D. Hamilton, auténtico fundador de los planteamientos sociobiológicos. Esta hipótesis considera que elegir como compañero sexual a un macho con una buena composición genética está entre los intereses de la hembra desde un punto de vista adaptativo. El cortejo masculino consiste en llamar la atención sobre la eficacia biológica potencial de cada macho a sus potenciales parejas. Cuando un macho exhibe un plumaje exuberante o un canto complejo está informando de su estado vigoroso y saludable. La propuesta más radical en este mismo sentido se debe al zoólogo Ashivag Zahavi y se denomina la hipótesis de la desventaja o del hándicap. Esta hipótesis sugiere que para que un indicador de eficacia sea fiable debe ser además costoso de adquirir. Así, un carácter ornamental sería desventajoso, pero al mismo tiempo estaría indicando a la hembra que su poseedor tiene una capacidad excepcional, puesto que es capaz de vivir a pesar de poseer dicho hándicap. Para la mayoría de los psicólogos evolutivos las aptitudes humanas para la música, la literatura, el deporte, el humor o la creatividad no son adaptaciones o, en todo caso, son adaptaciones que sirven para aumentar la cohesión entre el grupo, pero para Miller presentan justamente las características de un indicador de eficacia.

La tercera hipótesis en torno a la selección sexual se puede definir como la explotación sensorial. Según esta hipótesis, las hembras no son neutrales ante los estímulos sensoriales, sino que poseen sesgos innatos de preferencia por algunos de ellos, de manera que si surgen machos que muestran rasgos que explotan esas preferencias preexistentes resultarán favorecidos por la selección sexual. Según esta línea argumental, la hembra del pavo real tendría ya una preferencia innata por los colores vistosos cuando todavía el macho tenía un aspecto anodino y la selección sexual habría favorecido a aquellos machos que exhibían un tipo de plumaje que encajaba mejor con estas preferencias. En el caso de la especie humana existirían unos sesgos innatos hacia los comportamientos sorprendentes, innovadores o placenteros que serían explotados de distintas formas, a través del ingenio, del humor o del arte.

Para Miller, estas tres hipótesis aplicadas a nuestra especie no serían excluyentes, sino complementarias, y habrían sido el auténtico motor de la evolución humana. Como evidencias de la acción de la selección sexual podríamos citar, por una parte, la evolución de determinados caracteres morfológicos como, por ejemplo en los hombres, la presencia de pelo abundante en la barba o el tamaño del pene –significativamente mayor que el de otros primates– y, en las mujeres, el tamaño de las nalgas y de los senos –estos últimos significativamente mayores de lo que requiere una adecuada lactancia– y, por otra, la evolución de capacidades creativas para el arte, la música o la literatura. Miller sugiere también que un carácter como la moralidad es el resultado de la selección sexual para ser amables, generosos, caritativos y justos, de forma que los machos altruistas mejoran su status social y son preferidos por las hembras. También afirma que la selección sexual favoreció el desarrollo del lenguaje tanto de forma directa, ya que parte de las actividades del cortejo son verbales, como indirecta, porque la habilidad verbal favorece un elevado status social.

LOS FACTORES ECOLÓGICOS EN LA EVOLUCIÓN DE LA CONDUCTA

El tercero de los libros reseñados, Why Sex Matters?, está escrito por Bobbie S. Low, autora que se encuadra dentro de la denominada ecología del comportamiento humano, disciplina surgida a finales de los años ochenta que trata de aplicar, a través de un enfoque evolucionista, la teoría y la metodología propias de los estudios sobre ecología del comportamiento animal y deudora, por tanto, de la sociobiología y de la etología. El objetivo es examinar hasta qué punto el comportamiento humano está ajustado a las condiciones ambientales, entre las que se incluyen los aspectos sociales.

La diferencia del comportamiento de ambos sexos puede tener un componente ecológico. Todo organismo tiene que repartir los recursos entre el mantenimiento del propio cuerpo y la reproducción. Y esta última se tiene que repartir entre las actividades de cortejo, apareamiento y cuidado parental. La relación óptima de costes/beneficios de ese reparto dependerá de numerosos factores como el sexo, la edad, la disponibilidad de alimento, el reparto realizado por los otros competidores, etc. En aquellas situaciones en las que los recursos son abundantes y pueden controlarse, las hembras pueden criar ellas solas a la descendencia y esperaremos una situación de poliginia. Si el ambiente no es favorable y los recursos son escasos, la monogamia o incluso la poliandria (una hembra se aparea con varios machos) y el cuidado parental por parte de ambos sexos será la mejor estrategia. Un ejemplo de esto último lo podemos encontrar en las sociedades tibetanas en las que, debido a un entorno ecológico muy desfavorable que hace poco viable el reparto de tierras, la unidad familiar está constituida por dos varones, normalmente hermanos, que comparten una esposa. De la misma forma, la preferencia entre los Kung por las mujeres que muestran un cierto grado de obesidad y esteatopigia –acumulación de grasa en las nalgas– puede ser debida a que la capacidad de acumular grasa se considera un signo saludable en un ambiente tan pobre, mientras que en la mayor parte de las culturas una relación de 8/10 entre cintura/cadera se considera como la más atractiva para el cuerpo femenino.

Es un fenómeno común en muchas culturas que los varones traten de buscar poder y recursos, sea ganado o dinero, para atraer a las mujeres, mientras que éstas intentan procurarse un ambiente seguro en el que criar a la prole. Pero Low muestra que esta tendencia se manifiesta de distintas formas en las sociedades humanas, dado que los individuos de ambos sexos interactúan de forma compleja, a veces con enfrentamientos y a veces con coaliciones, y que estas interacciones dependen también de la tradición cultural, de la tecnología y de la disponibilidad de recursos. Low dedica a este análisis muchas páginas y multitud de notas en las que pasa revista a distintas sociedades, que van desde parroquias suecas del siglo XIX o tribus de las selvas amazónicas de Brasil y Venezuela hasta pueblos de la China del siglo XVII, mostrando en todas ellas cómo la complejidad del ambiente ecológico y social conduce en cada caso a soluciones diferentes.

El título del libro es quizá demasiado restrictivo porque, en realidad, la autora aborda otros muchos asuntos. Aparecen en el texto temas sociobiológicos clásicos como la selección del parentesco, la proporción de sexos, la evolución de la cooperación y la formación de grupos y coaliciones, tratados de forma extensa y bastante rigurosa. Resulta curioso el análisis que hace de las diferencias que existen entre las coaliciones en función de cuál sea el sexo de los individuos. Las coaliciones entre machos se asocian a situaciones en las que los recursos se obtienen o se defienden más fácilmente por un grupo de machos que por uno solo, lo que compensa el conflicto de intereses reproductivos entre ellos. Las coaliciones entre hembras, en cambio, tienden a mantenerse en la esfera familiar y se asocian normalmente con el intercambio de información sobre temas como la recolección de alimentos o el cuidado de los niños.

En los últimos capítulos se estudian distintas cuestiones políticas, entendida ésta (la política) como «la manipulación social para asegurar y mantener posiciones influyentes». Para la ecología del comportamiento, tan importante como explicar las situaciones generales es explicar las excepciones. No se trata tanto de buscar la universalidad de un comportamiento sino, por el contrario, de matizar cómo se manifestará el mismo de forma diferente en función de los recursos disponibles. Se analiza cómo se favorecen en general estrategias condicionales: en la situación A se maximizará la eficacia haciendo x, pero en la situación B se maximizará haciendo y. Por ello, Low revisa nueve sociedades, desde los Nama del desierto de Kalahari a los indios Creek de Estados Unidos, en las que se ha documentado que las mujeres ejercen un poder político sustancial. En tales sistemas no parece que ese poder se relacione con un beneficio reproductivo directo, aunque sí indirecto a través de un aumento del número de nietos, debido a que las mujeres poderosas utilizan los recursos de los que disponen para elevar el status de sus hijos varones.

La guerra, entendida como una manifestación de la política, es un fenómeno que es también desigual entre sexos, ya que son los machos los que durante la historia evolutiva han tenido más oportunidades de obtener beneficios reproductivos. En las sociedades de cazadores-recolectores el éxito reproductivo estaba correlacionado con su comportamiento guerrero. Sin embargo ahora, son los pobres los que mayoritariamente cargan con los riesgos y costes de las guerras modernas y, más recientemente, la tecnología está lo suficientemente avanzada para que pequeños grupos puedan tener en jaque a la sociedad, sin que exista una interpretación evolutiva obvia de estos fenómenos. Finalmente y como no podría ser de otra forma dado el contexto ecológico en el que se enmarca el libro, la autora discute la creciente preocupación por el agotamiento y la destrucción de recursos. La historia del hombre es la de una especie que utiliza los recursos para maximizar los beneficios reproductivos. Esta optimización puede hacerse de formas distintas: produciendo muchos descendientes, como es el caso de los países en vías de desarrollo, o produciendo pocos descendientes pero invirtiendo muchos recursos en ellos, como ocurre en los países más avanzados. El agotamiento de los recursos es, en cualquiera de los casos, el resultado final al que la autora no ve una salida fácil.

UNA VALORACIÓN CRÍTICA

No es sencillo hacer una valoración crítica de trabajos como los recogidos en esta reseña, porque el resultado es muy diferente según cuáles sean los aspectos que se consideren. Entre los aspectos negativos destaca el discutible pobre status científico que poseen una buena parte de los argumentos evolutivos que se manejan con profusión dentro de la psicología evolucionista. A diferencia de lo que ocurre con otros estudios psicológicos, más cercanos a la neurobiología, como pueden ser los estudios sobre percepción visual, sobre receptores sinápticos o sobre el funcionamiento simultáneo de grupos neuronales en distintas partes del cerebro, en los que existe normalmente una separación nítida entre lo que constituye una hipótesis científica y una divagación especulativa, en los estudios como los que hemos visto esta separación dista de estar clara. Al leer cualquiera de los dos primeros libros –no así el de Low, más riguroso y documentado– uno tiene la impresión de estar leyendo un ensayo especulativo o, en más ocasiones de las deseables, un artículo de la revista Playboy o similar. Las explicaciones que se manejan pueden resultar entretenidas, a veces ingeniosas o, incluso, ser ciertas, pero tal como se presentan no son más que un cúmulo de argumentos plausibles, apoyados sin más en una cierta lógica evolutiva. Se tiene además la impresión de estar ante argumentos blindados frente a cualquier posibilidad de falsación popperiana. Sin duda, a esto ayuda el hecho de que todos los posibles módulos psicológicos que han evolucionado en nuestra mente lo han hecho durante los últimos dos millones de años, en un ambiente desconocido, pero que se supone homogéneo y constante a efectos de la acción de la selección natural porque lo sustancial no cambió: a saber, el modo de vida cazador-recolector de nuestros antepasados. Así, si por ejemplo se objeta, frente a la idea de que la infidelidad está orientada a producir mejores descendientes, el hecho obvio de que en las relaciones extramaritales es más frecuente el uso de anticonceptivos, siempre se nos podrá decir que eso no es lo que ocurría en las sabanas en las que evolucionaron los homínidos. Es razonable pensar que algunas características que exhibimos los humanos son adaptaciones a circunstancias ambientales que ocurrieron en el pasado y que ya no tienen utilidad en el sofisticado mundo actual, pero el recurso a este tipo de hipótesis no hace más que incrementar la dificultad de ponerlas a prueba alejándolas de la esfera de la ciencia.

No menos preocupante es la arbitrariedad con la que se fragmentan los rasgos fenotípicos conductuales para, a continuación, justificar su existencia mediante una supuesta ventaja adaptativa, prescindiendo, de entrada, de otro tipo de explicaciones en muchos casos más razonables. Un claro ejemplo de lo dicho puede ser el supuesto módulo para el asesinato del cónyuge en situaciones de infidelidad que, según Buss, está presente en los varones. Ni es razonable definir el asesinato de la mujer infiel como un rasgo de comportamiento ni tiene sentido construir una explicación adaptativa, cogida por un cabello, de dicho comportamiento asesino. El uso de hipótesis adaptacionistas a la hora de investigar la evolución de un carácter está justificado siempre y cuando el rasgo fenotípico en cuestión posea una base genética y muestre una utilidad funcional para el organismo que le haga incrementar su eficacia biológica. Cuando se estudian rasgos de comportamiento en nuestra especie, por problemas metodológicos obvios y por la enorme influencia que la cultura tiene sobre nuestra conducta, casi nunca es posible determinar si existe variabilidad genética para el carácter y, en caso afirmativo, qué relación guarda dicha variabilidad con la eficacia biológica del individuo y, por ello, debemos ser particularmente prudentes. Las limitaciones que se encuentran al investigar el comportamiento humano no deben impedirnos la construcción de modelos teóricos sobre los procesos implicados en la evolución de tales o cuales rasgos, pero sí que exigen una postura expresa por parte del investigador sobre el status epistemológico de lo que está sugiriendo y sobre las propias limitaciones de su modelo. Lo dicho es válido tanto para un artículo o libro científico –que es sometido a una revisión por especialistas antes de su publicación para, entre otras cosas, evitar este tipo de excesos– como para un artículo o libro de divulgación en donde la responsabilidad recae directamente en su autor si no quiere perder su credibilidad como científico.

Entre los aspectos positivos que contienen estas propuestas cabe destacar, sobre todo, la introducción del pensamiento evolucionista en las ciencias sociales, en el análisis del comportamiento humano. Nuestra especie y nuestro cerebro son el resultado de un proceso evolutivo. El intento de averiguar cómo ha moldeado dicho proceso nuestra naturaleza constituye un apasionante reto para la biología evolutiva. Si esa investigación se hace con la prudencia y el rigor exigibles, tendremos como mínimo, a partir de la evidencia antropológica, sociológica y biológica que se pueda conseguir, un conjunto de teorías capaces de competir con, o de complementar a, otras teorías sociológicas y psicológicas contemporáneas, cuyo status epistemológico no es en modo alguno superior. Los planteamientos iniciales de la psicología evolucionista parecen abanderar este camino y eso, a pesar de la pretensión, a todas luces injustificada, de los fundadores de esta disciplina, Leda Cosmides y John Tooby, de eliminar de un plumazo los modelos teóricos empleados en las ciencias sociales que conciben la mente humana como una pizarra en blanco. El énfasis de la psicología evolucionista en la búsqueda de rasgos universales compartidos por toda nuestra especie, que la aleja de cualquier atisbo de racismo, su concepción modular de la mente en línea con los postulados más en boga dentro de la psicología cognitiva y la neurobiología modernas, el uso razonable del programa adaptacionista y la clara distinción entre base genética y determinismo genético de la que hacen gala una buena parte de los investigadores en este campo, permiten ser optimistas sobre sus logros futuros. Sin embargo, los excesos ya comentados en los que incurre con tanta frecuencia una buena parte de la literatura acerca de estos temas invitan, sobre todo, a permanecer alerta ante el mal uso social que puede llegar a hacerse de estas teorías.

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