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Los olores en la historia

Odorama. Historia cultural del olor

Federico Kukso

Taurus, Barcelona, 2021, [Primera edición, Buenos Aires, 2019].

432 pp.

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«A los olores se los silencia, se los ignora. Y en ciertos casos, se los desprecia y hunde en el abismo de la vergüenza. Aromas, perfumes, fragancias, esencias, hedores, hediondeces, tufos, fetideces, pestilencias, emanaciones, efluvios, vahos y demás declinaciones que componen aquello que englobamos bajo el paraguas de la palabra “olor” forman un cosmos oculto, la dimensión invisible e invisibilizada de la realidad pese a que desde tiempos inmemoriales se ha buscado comunicarse con lo sagrado y aplacar la ira de los dioses a través de la quema de resinas fragantes en todas las religiones del mundo». Bien podría decirse que así comienza –este es el inicio del quinto párrafo con el que se encontrará el lector- Odorama, del periodista científico argentino Federico Kukso. El explicativo subtítulo de Historia cultural del olor –sobre el que haré unas precisiones más adelante- pretende situar este recorrido histórico en la órbita de los estudios culturales que han ido desarrollándose desde mediados del siglo XX, al socaire de los nuevos objetos de estudio de la historia y que, trascendiendo del campo estricto de los especialistas, han llegado al gran público, como El llanto. Historia cultural de las lágrimas, de Tom Lutz (Taurus, 2001), Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación, de Thomas W. Laqueur (FCE, 2007) e Historia cultural del dolor, de Javier Moscoso (Taurus, 2011), por mencionar tan solo tres obras que se abren a perspectivas y consideraciones diferentes.

La cita anterior conduce de modo casi inevitable a establecer una antítesis entre la aludida postergación tradicional de la vertiente olfativa, no ya solo en la historia clásica sino también en nuestra usual representación de la realidad, y la importancia objetiva del elemento odorífero en la trayectoria humana, que es inmediatamente realzada a continuación en estos términos: «El comercio de sustancias aromáticas ha erigido y hecho colapsar imperios. Su búsqueda infatigable impulsó viajes homéricos y el descubrimiento de continentes y territorios desconocidos (…), aromas exóticos conectaron (…) culturas lejanas. Prejuicios olfativos han encendido revoluciones (…), así como conflictos diplomáticos, raciales y epidemias. Denuncias de (…) molestos hedores propiciaron mutaciones y mutilaciones en la fisonomía de las ciudades de la misma manera que toda clase de emanaciones corporales delata dietas, costumbres y hábitos higiénicos. A su manera y en presencia de un umbral de tolerancia distinto en cada época, los olores han moldeado sensibilidades y el imaginario colectivo con una fuerza hipnótica única capaz de despertar el apetito y el deseo, desenterrar recuerdos perdidos y, en especial, alimentar mitos y leyendas».

Recuerdo que hace ya bastante tiempo leí un ensayo de Georges Vigarello (que, por cierto, Kukso cita en la introducción pero sorprendentemente no recoge en la no muy amplia bibliografía que se consigna al final de Odorama). El libro de Vigarello se titulaba Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media (Alianza, 1991). Como apenas recuerdo nada de su contenido, lo busco en mi biblioteca. Al abrirlo, me acuerdo muy vagamente de algunas cosas sueltas, como pinceladas que no me permiten establecer un cuadro con sentido. Lo cito en todo caso porque ahora, al ojearlo, compruebo -como intuía- que, a pesar de que el concepto central del volumen de Vigarello es el de limpieza corporal (con el agua como elemento privilegiado), el recorrido histórico guarda bastantes semejanzas con este otro de Kukso que me dispongo a comentar aquí. Dichas semejanzas no solo incluyen planteamientos asimilables y hasta la coincidencia en anécdotas concretas sino –lo que otra parte era inevitable- una atención persistente a los olores, por cuanto la limpieza corporal, tanto a escala individual como en su dimensión colectiva, es indisociable del aspecto olfativo. Reproduzco a este respecto una frase que había subrayado en su momento y que se refiere a la tendencia que, en el aspecto que nos ocupa, va ganando terreno en el transcurso de la historia: «hay una necesidad social de limpieza, aunque no fuera más que a causa del olor desagradable y del aspecto que presentan los individuos sucios».

Si, como sostiene Alain Corbin, «la cultura occidental se funda en un vasto proyecto de desodorización», Kukso se propone en esta obra realizar un proceso inverso, esto es, el rescate de los olores del pasado para la valoración de los olores del presente y hasta para vislumbrar –epígrafe final- los posibles olores de un futuro que, casi con toda seguridad, será cada vez más desodorizado. La mera información acerca de cómo olía el mundo en el pasado, lejos de ser «una aspiración trivial, un capricho sensorial (…), enriquece nuestra comprensión de la historia», enfatiza el autor. Con todo, la primera cuestión a solventar en este proceso de rescate es de otra índole, el carácter efímero, inasible, evanescente de la materia que tratamos. «Las fragancias y hedores no se fosilizan. No hay yacimientos odoríferos donde excavar». Hace falta, pues, una labor detectivesca, un rastreo de sensibilidades, un seguimiento de pistas indirectas y un gran esfuerzo de imaginación para concebir cómo olía el mundo del pasado. Forzoso es reconocer que, en este sentido, pasa con los olores algo parecido a tomar agua entre las manos. Los olores se nos escapan después de sacudirnos o deslumbrarnos. Las metáforas que usamos para describirlos, como esta que acabo de escribir, son inapropiadas pues suelen pertenecer al orden visual o auditivo, nuestros sentidos más desarrollados. Kukso admite aquí hasta un componente cuasi mágico en determinados olores, pues obran como auténticas «máquinas del tiempo, alfombras mágicas que nos hacen viajar a mundos escondidos en este mundo, a otros tiempos y lugares, a dimensiones ocultas y aún no cartografiadas de nuestra realidad».

Frente al carácter pasajero o perecedero de los olores, tenemos las huellas que han dejado en la memoria personal o colectiva, en relatos, recetas, informes, descripciones o simples sensaciones subjetivas. Estos testimonios son nuestras fuentes para tratar de reconstruir en la medida de lo posible el universo odorífero del pasado (aunque, como es obvio, más preciso sería hablar aquí en plural, pues otra de las características de los olores es su diversidad refractaria a la esquematización racionalista). A estas alturas de nuestro conocimiento, no nos cuesta trabajo reconocer que olemos culturalmente. No hay olores buenos ni malos en sí. En todo caso, determinados efluvios, como el olor a podrido, nos alertan de un peligro si tratamos de ingerir algo que desprenda ese hedor. Pero, por lo demás, cada cultura construye su universo de fragancias y repulsiones, motivo que explica que, cuanto más distancia cultural haya entre unas determinadas sociedades, mayor será la discrepancia en el umbral olfativo, la adaptación a determinados aromas o, simplemente, la delimitación entre lo aceptable y lo improcedente en este terreno. Esto mismo sería de aplicación al pasado de nuestras propias colectividades. No hace falta subrayar que el nivel actual de higiene, las exigencias sanitarias o el sistema de saneamiento urbano –desde el alcantarillado al suministro de agua- conforman un panorama radicalmente distinto de un ayer caracterizado en el ámbito privado por la insalubridad o la alimentación deficiente y, en las vías públicas, por la proliferación de todo tipo de desperdicios y excrementos. Dicho en plata, en un viaje al pasado, las primeras que sufrirían un fuerte impacto serían nuestras narices, incapaces de soportar los hedores que determinaban el modus vivendi de nuestros antepasados.

Si privilegiamos esta última perspectiva, el moderno proceso de desodorización que antes he consignado contaría con una baza –Kukso diría que coartada- más que persuasiva: si los olores predominantes a lo largo de la historia de la humanidad les resultarían insufribles al hombre actual o, en el mejor de los casos, poco agradables, todo lo que se haga para superarlos o evitarlos nos conduce por la senda adecuada. Quizá, sin embargo, el problema no estriba exactamente en la tendencia a rechazar la resurrección o pervivencia de ese pasado hediondo –¿quién querría de verdad volver a él?- sino que, en la lucha contra la fetidez antigua, la modernidad ha arramblado –como si fuera una política de tierra quemada- con todo tipo de olores. El lenguaje cotidiano delata esta pauta de conducta. Cuando decimos hoy en día «qué olor» o «cómo huele», salvo en contextos muy específicos, queremos decir en realidad «qué mal olor» o «qué mal huele». Simplemente, atestiguar que algo o alguien «huele» equivale a decir, si no se explicita lo contrario, que «huele mal». Como es sobradamente conocido, ello ha sido la base o sustento de todas las actitudes racistas y xenófobas que en el mundo han sido, pero que, en particular, en el siglo XX se desencadenaron con una letalidad insólita. En la refinada sociedad europea de dicha centuria, la peste a judío constituía el inicio de un proceso que desembocaba en última instancia en la «solución final». No en vano a todas esas persecuciones xenófobas de minorías –negros, amarillos, gitanos, para expresarlo sin ambages- han ido acompañadas de conceptos de desodorización, desinfección o limpieza –limpieza étnica, sin ir más lejos-, pues lo primero que molestaba de todos esos grupos humanos era… el olor (el supuesto mal olor, claro).

La introducción se titula «Todos los olores del mundo» y, en cierto modo, ese epígrafe se configura como una pista para desentrañar los objetivos que se plantea Kukso en este libro. Contrasta así en primer término el carácter ambicioso y omnicomprensivo que teóricamente anima el ensayo con una realidad -una estructura y un desarrollo- que lo acerca más a una obra de divulgación al alcance de todos los públicos. El lector común y, por supuesto, aún más, el historiador –aunque no sea experto en lides olfativas- confirma desde las primeras páginas sospechas no difíciles de maliciar y constata así que el conocimiento que el autor tiene de la historia universal es ciertamente limitado, razón que le lleva a recrearse en las anécdotas –los elementos más superficiales- sin penetrar a fondo en ninguna de los muchos episodios de su largo recorrido. Y cuando digo largo no me refiero al número de páginas sino al período que abarca: dividido en tres partes claramente diferenciadas –olores de ayer, de hoy y de mañana (¿?)-, Kukso tiene la osadía de empezar nada menos con lo que denomina «El primer olor. Del Big Bang a la invención del fuego», con unos subepígrafes -«huele a dinosaurio encerrado», por ejemplo- que espantarán a los más puristas. Tanto, al menos, como harán las delicias del simple curioso que se acerque a estas páginas en busca de episodios rutilantes. En este sentido, a buen seguro que los muchos lectores que lleguen a este volumen picados por este tipo de curiosidad no se sentirán defraudados, pues encontrarán materia abundante –y pintoresca- para solazarse, servida con una pluma tan hábil como eficaz para conseguir los propósitos antedichos. En otras palabras, el libro es indudablemente ameno y se lee con facilidad.

Alegoría del olfato, de Langreneé.

Tras unas primeras páginas desconcertantes que, personalmente, no sé si tomarme en serio, Kukso entra en la historia propiamente dicha –en la llamada convencionalmente historia antigua- con tres paradas: «La momia perfumada. El aroma del Antiguo Egipto», «La axila de Aristóteles. Olores clásicos, olores griegos» y «Todos los olores conducen a Roma. El aroma del Imperio». Luego se ocupa del mundo judío y la aparición del cristianismo, del Medievo y las grandes rutas comerciales, y así va encadenando breves capítulos, con especial propensión a detenerse en etapas o situaciones muy características, sin una sujeción estricta al orden cronológico: por ejemplo, tras la corte del Rey Sol, viene la Conquista del Nuevo Mundo -«Las narices abiertas de América Latina»-. Llama también la atención que la parte segunda que, como dije, se dedica a los «olores de hoy» trate de un pasado más cercano a nosotros, pero pasado al fin y al cabo: el París del siglo XVIII, el Londres dickensiano o el Buenos Aires decimonónico, para seguir luego con escenarios o situaciones del siglo XX, con frecuentes incursiones a tiempos mucho más remotos, pues el discurrir de Kukso no encuentra inconveniente alguno –más bien parece todo lo contrario- en transitar a capricho por los momentos más variopintos de la historia de la humanidad. Es la elección del autor: lo que gana en divertimento ingenioso lo pierde en intensidad analítica. El análisis en cuestión queda postergado o desplazado en aras de un relato tan chispeante como desordenado, a veces jocoso, siempre liviano.

Teniendo en cuenta todo lo dicho, no puede extrañar que el divulgador argentino pase un poco como de puntillas por las delimitaciones conceptuales. Olor, aroma y hedor, por limitarnos a lo más básico, remiten para nosotros siempre al olfato (y, por supuesto, la educación del mismo), que es el planteamiento que tendría más sentido en una historia cultural. No sé hasta qué punto este cambio de perspectiva hubiera operado positivamente en el contenido del libro, pero lo que si sé es que Odorama no hace justicia a su subtítulo de Historia cultural del olor, no ya solo porque, como ha debido quedar claro en los párrafos anteriores, hubiera sido más adecuado hablar de olfato que de olor sino, sobre todo, porque no constituye nada parecido a una historia cultural sino que es, en todo caso, un conjunto de pinceladas y anécdotas a lo largo de la historia. Aun así, no me gustaría ser muy duro enjuiciando el volumen por dos razones: primero porque desde el principio he aceptado el juego –no se deben pedir peras al olmo- y he pasado unos buenos ratos con su lectura. Pero en segundo lugar y muy principalmente, porque no son muchos los libros de este tenor que aparecen en nuestro mercado editorial. Reconozcamos en este sentido que no abundan por la sencilla razón de que constituyen un gran reto para el investigador o el divulgador. En última instancia, el ensayo de Kukso nos permite, aunque sea por una vía indirecta, plantearnos la importancia del olfato en la historia y constatar su postergación en la historia académica y hasta en nuestra representación del pasado. Aun me atrevo a argüir, antes de poner punto final, un argumento más a favor del autor: sinceramente, se me hace difícil concebir un acercamiento a este mundo odorífero que no esté hecho de titubeos, intuiciones y destellos pues, como decía al principio, el carácter efímero de los olores y la notoria imprecisión del olfato humano configuran una realidad evanescente y difusa. En este libro se trata de recuperar una parte de ese universo de olores: «al inhalar, olemos historias, olemos la atmósfera particular de un tiempo». Una parte de esas historias es lo que hallará el lector en estas páginas. Quizá, aunque solo sea por eso, merece la pena acompañar a Kukso en su periplo.

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