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La España que no pudo ser

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El titular que antecede es equívoco o, mejor dicho, inexacto, porque no hay una España que no pudiera ser sino múltiples, tantas como coyunturas cruciales se han dado a lo largo de la historia. En cada una de ellas había que elegir entre un número determinado de posibilidades y esa elección condujo a la España que realmente fue, dejando en la potencialidad las demás que no fueron. Por definición, las nonatas tenían que ser más numerosas, del mismo modo que cada elección individual supone la renuncia inevitable a otras alternativas. La España realmente existente de hoy en día tiene múltiples aspectos que no nos gustan (aunque, como es obvio, no podemos coincidir todos en lo que nos complace y nos desagrada). Pero, dejando los matices, cabe decir que el país que tenemos presenta deficiencias señaladas secularmente como grandes problemas nacionales. Me atrevo a citar un ramillete de ellos, sin aspirar a la unanimidad en el diagnóstico, pero sí a un apreciable consenso entre las elites pensantes a lo largo de la edad contemporánea: la cuestión, nunca bien resuelta, de la enseñanza; el déficit de la investigación; la inexistencia de una filosofía hispana comparable a nuestros vecinos europeos; los eternos lastres para el despegue de las disciplinas científicas; la escasa inversión en tecnología y desarrollo; la ausencia de una elite política eficiente y honesta; la falta de un tejido industrial que vertebre el conjunto del territorio; el estrecho horizonte —con las excepciones que se quieran— de nuestra clase empresarial; la tendencia a convertir la protesta en revuelta violenta y dirimir los conflictos no mediante acuerdos sino con la derrota del adversario; la intolerancia como norma permanente de conducta individual y colectiva; la débil formación de una identidad nacional y el problemático reconocimiento en unos símbolos comunes… Una lista incompleta, casi a vuela pluma, que cualquiera podría completar y/o matizar sin dificultad.

Ninguna de las rémoras que acabo de enumerar constituye un obstáculo detectado hace un par de días, sino que todas ellas fueron establecidas como dificultades o retos colectivos desde pasadas épocas, sin que se acertara con las soluciones a lo largo de los años y las diversas coyunturas y, todo lo más, solo se consiguiera atenuarlas o reconducirlas. La persistencia de problemas seculares genera frustración y pesimismo, dos notas características en la reflexión hispana durante la etapa contemporánea e incluso antes (al menos desde el siglo XVII). De ahí que en múltiples ocasiones se haya soñado con la España posible… si hubiesen sido otros los derroteros y se hubieran podido remediar algunos de esos problemas. Con esos conceptos juega no solo el contenido sino hasta el propio título del libro que el historiador Luis Palacios Bañuelos dedica a uno de los más activos reformadores pedagógicos de la Edad de Plata: La España soñada. José Castillejo, un regenerador desde la Institución Libre de Enseñanza (Biblioteca de autores manchegos. Publicaciones de la Diputación Provincial de Ciudad Real).

Castillejo es un personaje poco conocido fuera de los ámbitos especializados. De este desconocimiento fue en buena medida responsable él mismo, pues, aunque desempeñó unos cometidos relevantes en el entramado cultural y las instituciones educativas de la España del primer tercio del siglo XX, su voluntad fue siempre permanecer entre bambalinas, manejando en la penumbra los hilos de las múltiples iniciativas formativas y reformadoras que debían situar a España al nivel de otros grandes países del occidente europeo. Nacido en Ciudad Real en 1877 en una familia de clase media —su padre era un ilustre abogado—, su vida, como la de otros jóvenes inquietos de la España de fines del XIX, cambió radicalmente al conocer a don Francisco Giner de los Ríos, que tuvo un peso decisivo no solo en su formación —aprendizaje de idiomas, estancias en Alemania, Inglaterra y Francia, entre otros países— sino también en su universo mental. El fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), el abuelo en términos cariñosos, le recondujo en todos los sentidos ——ideológicos, morales, profesionales y hasta afectivos— y le atrajo a la gran tarea transformadora en la que estaba empeñado desde 1876, en principio solo una renovación pedagógica pero en realidad la mayor revolución silenciosa acometida conscientemente en España. Castillejo, aunque vivió la mayor parte de su vida de su sueldo como catedrático de Derecho Romano, supeditó su carrera como jurista y su brillante porvenir intelectual y acaso político al desempeño de un oscuro pero decisivo puesto de gestor en uno de los diversos organismos surgidos al socaire del impulso institucionista, la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), una entidad encargada de pensionar a estudiantes españoles en el extranjero. Dicho así parece poca cosa, pero el buen conocedor de la intrahistoria de la ILE y sus múltiples ramificaciones resaltará la importancia de esa secretaría en el proyecto educativo de Giner, luego continuado tras su muerte (1915) por amigos y discípulos.

Estas circunstancias hacen de Castillejo una figura paradójica en la reciente producción historiográfica en España: profusamente citado en todo estudio que trate de modo directo o indirecto la ILE o la cultura de su época, son relativamente pocas las publicaciones que lo toman como protagonista. Aquí resulta necesario ocuparse del autor del libro, cuyo conocimiento del secretario de la JAE viene de tan atrás que se le puede situar como el historiador pionero en recuperar su personalidad, sus realizaciones en el medio pedagógico y su legado intelectual. Palacios publicó hace más de cuarenta años José Castillejo. Última etapa de la Institución Libre de Enseñanza (Narcea, Madrid, 1979) y luego, en la década siguiente, Castillejo, educador (Diputación Provincial, Ciudad Real, 1986), sin que su interés por su paisano —manchegos ambos— se agotara en esos libros, pues Castillejo aparecía en otros volúmenes sobre el panorama intelectual del período, como El Instituto—Escuela. Historia de una realidad educativa (Ministerio de Educación, Madrid, 1988). En la obra que ahora nos ocupa, Palacios vuelve a su querido Castillejo, pero una vez más lo hace en el contexto intelectual de su época, de modo que tiene que compartir protagonismo con otras relevantes figuras del momento, empezando por el propio Giner y siguiendo con otras personalidades directa o indirectamente relacionadas con la ILE: Julián Sanz del Río —el antecedente insoslayable—, Ramón y Cajal —presidente de la JAE—, Manuel Bartolomé Cossío —el tercer hombre de la Institución, después de Giner y a la altura de Castillejo—, Alberto Jiménez Fraud —director de la Residencia de Estudiantes—, María de Maeztu —directora de la Residencia de Señoritas— y Antonio Machado —uno de los ilustres alumnos de la pedagogía gineriana—, por citar solo un ramillete de notables.

El planteamiento de Palacios no es tanto una elección como casi la imposición metodológica que cualquier investigador debe asumir al retratar el universo mental de la ILE, por dos motivos estrechamente relacionados entre sí. En primer lugar, el hontanar, la doctrina krausista —de la que bebe Sanz del Río y luego absorbe Giner—, enfatizaba el concepto de armonía para comprender el cosmos e insertarse en él. A imagen y semejanza de esa armonía cósmica, la sociedad humana debía desarrollarse según criterios de racionalidad y concordia. Dentro de ella, el individuo tenía un puesto asignado y un cometido específico, que implicaba una relación fraternal con los demás seres humanos. En segundo lugar y en consonancia con esos principios, la ILE, como se subraya en estas páginas, tenía la configuración de una gran familia, con las virtudes pero también las limitaciones inherentes a una entidad de esas características. No era ningún secreto que Giner captaba a sus colaboradores, casi de inmediato convertidos en sus fieles, mediante elaboradas artes de seducción personal. El planteamiento paternalista del fundador de la ILE —con el tiempo convertido en venerable abuelo que irradiaba su influencia hasta el último recoveco material y mental— se reproducía en las diversas escalas subalternas, de modo que se fomentaba una peculiar endogamia que permitiría luego a los críticos motejar a los institucionistas no tanto de gran familia como de tenebrosa secta.

Familia o secta, el papel del individuo quedaba mediatizado por la función que cada uno asumía en el proyecto gineriano y por las relaciones sentimentales y profesionales entre todos ellos. Castillejo era una pieza importante, pero en cierto sentido una más, en el sofisticado engranaje de la renovación pedagógica e intelectual que representaba la ILE. Como le pasaba a la mayoría de los miembros de la ILE, profesionales eficientes o brillantes teóricos, sacrificaron su autonomía o su carrera personal para convertirse en artífices del proyecto gineriano. Ello explica, en Castillejo como en otros casos, el contraste entre un gran bagaje intelectual y una producción personal escasa o relativamente pobre. En suma, lo relevante es preguntarse si el objetivo al que consagró su vida mereció la pena. Y ello remite a la cuestión que planteábamos antes, pues la España soñada del título, la España que pudo ser, coincide como un reflejo fiel con la España que soñaba Castillejo. Al expresarlo de esta manera, parece quedar implícito el fracaso inapelable de la empresa, pero las cosas nunca son tan sencillas. ¿En qué medida esa España deseada llegó a plasmarse como realidad, aunque solo fuera en una pequeña parte, como resultado de la labor de Castillejo y los que, como él, trabajaron en un ambicioso proyecto de reforma educativa y regeneración del país?

La respuesta a esa pregunta es el libro de Palacios. Como es obvio, resulta imposible dar cabida en un pequeño comentario como este a todos los matices que conlleva el asunto y más aún si tenemos en cuenta que, en todo caso, se trataría más de una reflexión que de un veredicto inequívoco. Con todo, hay algunas líneas de dicha reflexión que pueden trazarse con cierta nitidez. La primera sería la del objetivo propiamente dicho que perseguían estos «modernos erasmistas» o «vástagos tardíos de la Ilustración» —denominaciones, por cierto, que remiten a intentos pretéritos de hacer realidad otra España: otras Españas que tampoco pudieron ser—. El propósito aludido se puede expresar de forma rotunda: reformar —en rigor, regenerar— España mediante la educación. El modelo pedagógico y, por extensión, cultural y cívico era el de los países vecinos del Occidente europeo, singularmente Alemania e Inglaterra, las naciones más admiradas por la elite institucionista. En el libro pueden leerse algunas pinceladas antológicas de cómo percibía un todavía cándido y joven Castillejo, de viaje por Europa, el contraste, descorazonador, entre esos países —y en particular sus instituciones e innovaciones educativas— y la atrasada España de aquel tiempo.

Precisado el objetivo y hasta los modelos, el tercer paso incidía en los métodos para la consecución del ideal soñado. Obviamente, este es el meollo de la cuestión, el desarrollo o implementación de una reforma educativa destinada a erigir una escuela nueva que produjera hombres nuevos. (Aquí el masculino genérico de la época chirriaría a la sensibilidad hoy imperante). Se podrían decir muchas cosas en este punto, desde las dificultades materiales y resistencias institucionales que había que vencer o sortear en una España pobre y atrasada hasta la extrañeza que producía en el ambiente y los propios alumnos una pedagogía radicalmente innovadora, contraria a los usos y costumbres de la escuela tradicional. En este sentido, me gustaría destacar la importancia del adjetivo libre que acompañaba al mismo nombre de la institución educativa auspiciada por Giner y los suyos. Si hubiera que esquematizar y resumir en un solo concepto el espíritu de la nueva escuela, sin duda sería la libertad. Libertad en todos los sentidos, empezando por la del propio alumno para aprender cómo, cuándo y dónde quisiera o necesitara. Sobre la grandeza y limitaciones de esta libertad me reservo unas consideraciones para más adelante. Ahora quiero rematar estos trazos con una cuarta apreciación que atañe al resultado mismo de la innovación educativa que se puso en marcha a trancas y barrancas: aunque solo fuera por su impacto social y su función de revulsivo, la ILE y sus satélites supusieron una revolución en la España del último cuarto del siglo XIX y primer tercio del XX. Algunos matizarían quizá que fue una revolución de límites muy acotados, por cuanto afectó a una elite bastante reducida de la población española (un reducido grupo de profesionales y clase media urbana). Aun con eso, su influencia e irradiación fueron mucho más allá de ese estrecho sector social y hoy es casi un lugar común entre los historiadores situar a la ILE como el más sostenido esfuerzo de renovación cultural de la España contemporánea. En algunos momentos pudo parecer que la España soñada era también posible. El 18 de julio de 1936 tuvo lugar el brusco despertar.

Aparentemente, la labor de Castillejo en el entramado institucionista fue modesta, pues, como se dijo, oficialmente se ocupaba tan solo, desde la secretaría de la JAE, de pensionar a universitarios o investigadores en el extranjero. Pero su influencia y capacidad de maniobra iban mucho más allá de ese cometido burocrático. Ya apunté antes que se trataba de un hombre que gustaba de situarse en la sombra y mover los hilos fuera de los focos, una actitud que le valió en distintas ocasiones la acusación de manipulador. Aunque no se adscribió a ninguna corriente política definida, Castillejo representaba la quintaesencia del espíritu institucionista: liberal por encima de todo, racional, laico y progresista, su visión de la política, como subraya Palacios, era la de un jurista estricto, con el respeto a la ley como punto de referencia fundamental. Quizá por ello, como algunos otros intelectuales de su generación, tuvo el triste privilegio de ser tachado de enemigo por los dos bandos en liza durante la guerra civil. Se libró por los pelos del paseo en el Madrid republicano y se exilió en Londres, aterrado, amargado y prematuramente envejecido. Desde su mitificada Inglaterra pudo ver, durante la década escasa que le quedaba de vida (murió en 1945), no solo cómo se destrozaba la obra a la que había consagrado su vida sino también cómo iban cayendo uno tras otro colegas, discípulos y amigos, en una espiral de barbarie que representaba justo lo contrario de lo que creía. Definitivamente, no era posible la España que soñó.

Suele atribuirse en exclusiva a la sublevación franquista el abrupto final del experimento institucionista, obviando el hecho incontrovertible de que la ILE —al fin y al cabo, un «experimento burgués»— tampoco hubiera sobrevivido en la España proletaria, como muestra la mencionada huida de Castillejo para escapar del paredón. En Democracias destronadas, él mismo ajustó cuentas con ambos bandos desde su insobornable perspectiva liberal. Castillejo y la mayoría de los miembros de la ILE creían en la reforma y el progreso de su patria, pero estaban tan lejos de las hordas revolucionarias como de la España clerical y reaccionaria. En términos esquemáticos, la España soñada por los institucionistas se perfilaba como una tercera España a la que no le dejaban resquicio alguno las otras dos, empeñadas en el goyesco duelo a garrotazos.

Aunque especular sobre las pervivencias de la ILE en otra posible España solo conduce a la melancolía, quisiera destacar un par de rasgos del experimento pedagógico que muestran, en mi opinión, dos acusadas debilidades del proyecto gineriano. Ambas notas tienen un acusado carácter paradójico: la primera se refiere a que la Institución era tal solo en el nombre, pues la ILE no contaba con jefes efectivos, coordinación, normas, controles y reglamentos, es decir, en la práctica carecía de un verdadero carácter institucional y se asemejaba más a una gran familia en la que lo importante eran los lazos afectivos o sentimentales. La segunda debilidad, estrechamente relacionada con la primera, derivaba de la propia ambivalencia de la libertad, que era divisa de la casa. En la cosmovisión gineriana la instrucción era voluntaria hasta sus últimas consecuencias, lo cual significaba que el alumno solo estudiaba y aprendía cuando sentía necesidad de hacerlo. Ya pueden colegirse las consecuencias de este principio en estudiantes algo indolentes y los problemas que surgían a la hora de convalidar estudios con el régimen oficial (como le pasó, por cierto, al mal alumno que fue el futuro poeta Antonio Machado).

Algunos críticos de las iniciativas pedagógicas auspiciadas por Giner y sus discípulos han subrayado otros problemas, como el tema de la financiación —¿recursos públicos para sectores privilegiados?— o el ya aludido carácter cerrado u opaco de la institución. Yo no quiero detenerme en esas cuestiones para no hacer más larga esta reflexión sino que, a tono con el sentido último que he querido dar a la misma, me gustaría decir un par de palabras sobre la cuestión, que aparece de soslayo en la parte final del libro, de si la ILE triunfó —como el Cid— después de muerta, si así puede llamársele a su situación con el triunfo del franquismo. Si la institución y sus prohombres son ya historia, escribe Palacios, «su cosmovisión sigue viva». No hubo que esperar siquiera al final de la dictadura, pues ya en la segunda mitad del franquismo empezaron a surgir iniciativas —muy tímidas— para recuperar el espíritu de la institución (sus ideales, su modelo educativo, sus métodos pedagógicos). Luego, con la muerte del dictador y la recuperación de la democracia, resurgió con fuerza el impulso institucionista (o, al menos, eso se pretendía). Las modernas corrientes pedagógicas, aunque muy distintas entre sí, se reclamaban en buena medida herederas del esfuerzo de la ILE y en cualquier caso coincidían con esta en su oposición a la escuela tradicional, los métodos autoritarios y la enseñanza puramente libresca, por citar tan solo algunas de las rémoras que querían dejarse atrás.

No estoy, empero, tan seguro de que las tendencias pedagógicas hoy imperantes sean fieles al verdadero empeño de la Institución. Es verdad que esta puso la libertad —con su grandeza y servidumbre— como piedra angular de su pedagogía, pero ese ideal estaba al servicio de una voluntad transformadora, primero del individuo y a partir de él, de la sociedad en su conjunto. En el ámbito educativo, una libertad sin rumbo fijo ni alimentada con un contenido concreto —un programa bien definido— no es una conquista sino solo desorientación y caos. Buena parte de la moderna pedagogía ha tomado la cáscara del proyecto institucionista pero al mismo tiempo ha pervertido sus fundamentos y principios. Palacios termina su libro con unas esclarecedoras palabras de Castillejo: el problema, señala este, no es «hacer escuelas, sino maestros, ni hacer universidades, sino científicos (…) ni leyes nuevas, sino hombres nuevos». No creo incurrir en un pesimismo injustificado si señalo que la actual situación de la enseñanza en España dista mucho del ideal institucionista. En este sentido, la España soñada de Castillejo, la España que pudo ser con la ILE, sigue estando muy lejana. Si Giner saliera de su tumba, le bastaría dar un vistazo a nuestras aulas —de la Primaria a la Universidad—, oír el discurso de cualquiera de nuestras autoridades educativas o leer los informes internacionales sobre el nivel de nuestros alumnos, para volverse raudo bajo tierra otra vez. Espantado.

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