
Keats o la aniquilación del yo
En una carta de 1818 a su hermano, John Keats escribió: «Creo que estaré entre los poetas ingleses tras mi muerte». Tenía veintitrés años y hacía apenas dos que escribía poesía con dedicación. Se refería, claro está, a los grandes poetas ingleses: Chaucer, Spenser, Shakespeare y Milton (el mismo linaje que reclamaban para sí Wordsworth y Blake). Solo dos años antes, en octubre de 1816, había escrito su primer poema notable, el soneto «On First Looking into Chapman’s Homer» —tras una noche en casa de su amigo Chales Cowden Clarke leyendo en voz alta una antigua traducción de Homero—, y había dejado su carrera como cirujano para dedicarse a la poesía. Solo dos años después, en septiembre de 1820, la enfermedad lo obligó a abandonar la escritura y a buscar un clima más benigno en Roma, donde murió a los veinticinco años, destruido en cuerpo y en alma. «No he dejado ninguna obra inmortal», escribió poco antes en una carta llena de amargura, «nada que haga que mis amigos se enorgullezcan de mi recuerdo, pero he amado el principio de la belleza en todas las cosas y, si hubiera tenido tiempo, habría hecho que me recordasen».