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La España de Cervantes: contrastes, crisis, cambios

ESPAÑA EN TIEMPOS DEL QUIJOTE

Antonio Feros (dir.), Juan E. Gelabert (dir.)

Taurus, Madrid

480 pp.

22,50 €

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Al asomarnos a una época histórica determinada, hay tendencia a buscar en ella los personajes, episodios o estampas que mejor puedan caracterizarla o representarla.Y son ésos, así considerados «representativos», los que suelen facilitar una toma de contacto con la misma al proporcionar una identificación de sus contornos más reconocibles. No es raro que esa representatividad sea atribuida a una obra de creación literaria o artística antes que a un acontecimiento real, vivido. A veces, la ficción parece representar la realidad mejor que la realidad misma.

Qué duda cabe de que éste es el caso del Quijote. Más allá de sus celebrados valores literarios, en El Quijote se ha visto el retrato de toda una sociedad y una época.Y así ha sido, independientemente de cuáles fueran los prismas utilizados al respecto. Lo fue con particular intensidad en 1905, con ocasión del tercer centenario de la publicación de su primera parte, cuando estaban en boga la visión romántica del pasado y los llamados «tipos ideales», que encarnaban determinados valores con plenitud. De este modo, las páginas de la novela permitían entender con mayor agudeza la vida de las gentes reales, y así aparece, entre otras obras, en el ensayo de psicología colectiva española de Tomás Carreras y Artau, un ejercicio temprano de historia de las mentalidadesTomás Carreras y Artau, La filosofía del derechoen El Quijote. Ensayo de psicología colectiva, Gerona, Carreras y Mas, 1904.Véase asimismo Carme Riera, «Casticismo y nacionalismo en torno al Quijote», Ínsula, núm. 700-701 (abrilmayo de 2005), número dedicado a «La recepción del Quijote en su IV Centenario»..

De entonces para acá, la reflexión sobre las relaciones entre las obras de creación y la realidad de la que emanan ha dado muchas vueltas. Baste citar la Historia social de la literatura y el arte, de Arnold Hauser (Londres, 1951; Múnich, 1953), que tanta influencia ejerció y que, precisamente, prestó atención especial a Cervantes como exponente de su tesis sobre el manierismo pictórico y cultural. Los traductores de la edición española (Madrid, Guadarrama, 1968), Antonio Tovar y F. P.Varas-Reyes, la saludaron como una «obra nueva» que aportaba «una orientación inédita casi por completo»: la de buscar «las raíces sociales del arte y de la literatura».Aun a riesgo de simplificar, puede decirse que con Hauser cambiaban las tornas: es el estudio de la sociedad lo que realmente permite conocer la obra de arte.Y aún otro giro lo han dado recientemente los estudios literarios que, queriendo entender el conocimiento histórico como un tipo de relato, han reducido hasta casi anularla la distinción entre realidad histórica y obra de creación.

Así las cosas, la conmemoración del cuarto centenario de la publicación de las andanzas del hidalgo manchego propicia nuevas aportaciones al respecto. Los historiadores no han faltado a la cita, naturalmente. El volumen dirigido por Antonio Feros y Juan Gelabert, que reúne a un ramillete de los mejores especialistas sobre la época, fue de los primeros en llegar a las mesas de novedades, seguido de otros títulos entre los que son de destacar una biografía de Cervantes y otras visiones de conjunto de la España coetáneaAlfredo Alvar, Cervantes, genio y libertad, Madrid,Temas de Hoy, 2004; Manuel Rivero,LaEspaña de don Quijote. Un viaje al Siglo de Oro, Madrid,Alianza, 2005; Porfirio Sanz (coord.), La Monarquía Hispánica en tiempos del Quijote, Madrid, Universidad de Castilla-La Mancha y Sílex, 2005.. Los directores abordan ya al inicio de su introducción la cuestión de las relaciones entre autor, obra y época, pero no llegan a hacer de ella uno de los temas del volumen, sino que advierten de su complejidad, señalan que una obra en modo alguno es mero reflejo directo de la realidad circundante y hacen suyas las juiciosas observaciones de Georgina Dopico Black, la única colaboradora en el volumen que es estudiosa de la literatura, en el sentido de que la biografía de un autor no determina su producción escrita, pero que las situaciones e inquietudes vividas por Cervantes son las que el Quijote recuperó y transformó con gran vivacidad. Su propósito es el de estudiar la sociedad, la política, la fiscalidad y la cultura de la época para entender mejor los contenidos de la novela. Es decir, en rigor el volumen trata de la España de Cervantes, más que de la del Quijote. Pero no es de extrañar que el autor se vea desplazado del título por su criatura a causa de la singularidad y significación extremas de la misma, algo que no sucede con obras de propósitos parecidos acerca, por ejemplo, de Camões o ShakespeareAlfred Hower y Richard A. Preto-Rodas (eds.), Empire in Transition:The Portuguese Worldin the Time of Camões, Gainesville, University Presses of Florida, 1985; Frank Kermode, Eltiempo de Shakespeare, Madrid, Debate, 2005..

«Sí existe un tiempo del Quijote», afirman Feros y Gelabert en su introducción, un tiempo ­continúan­ «que ayuda a explicar por qué el Quijote es como es».Y añaden que esto significa que por mucho que los personajes de la novela puedan parecer universales y atemporales, pertenecen en realidad a su época. Así pues, reconocida la autonomía inherente a toda creación literaria, queda también señalada su inescapable dimensión histórica y, de esta manera, queda asimismo expuesta la especificidad de la tarea del historiador: analizar las coordenadas históricas de la época y contextualizar sus diversas manifestaciones. El volumen cumple esta tarea con creces y, a través de sus diversos capítulos, presenta un mosaico nítido y lleno de matices sobre la situación española y también internacional a finales del siglo XVI e inicios del XVII .

Al señalar que existe un tiempo del Quijote y hacer título del mismo, este libro se sitúa en la estela de dos ilustres precedentes: el ensayo clásico de Pierre Vilar, «El tiempo del Quijote» (1956; trad. española, Barcelona, Ariel, 1964) y el volumen 26, doble, de la Historia de España Menéndez Pidal: El siglo del Quijote (1580-1680), Madrid, Espasa Calpe, 1986. El primero es mencionado tan solo una vez, por Roger Chartier, que lo cita con gran efecto; el segundo brilla por su ausencia. Es cierto que el volumen doble de la Menéndez Pidal se ocupa de temas que no constituyen el centro de interés del libro aquí comentado (religión, filosofía, ciencia, letras y artes). Pero, aun así, se echa de menos una toma en consideración de ambos precedentes, tanto más cuanto que uno de los propósitos del libro, según informan sus directores, es el de estudiar la época a la luz de los grandes progresos experimentados y nuevas perspectivas abiertas en la investigación histórica de la época a lo largo de los últimos años.Y, si bien el lector encuentra repetidas muestras de ello en los sucesivos capítulos, algunas observaciones introductorias al respecto hubieran servido de primer balance orientador. En este sentido, lo que más salta a la vista es el tono general que se desprende del libro. El ensayo de Vilar presentaba la sociedad castellana de la época sumida en una decadencia estructural, de la que apenas cabía ya escapar, y el prólogo del volumen de la Menéndez Pidal, escrito por José Cepeda Adán y titulado «Los españoles, entre el sueño y la realidad», extrapolaba todavía con demasiada facilidad desde la literatura a la vida, con citas también de versos bien conocidos de La vida es sueño, de Calderón. Por el contrario, el presente libro ofrece un friso sobrio, sensible a la variedad de facetas, en el cual se ponen frecuentemente de relieve tanto la complejidad de los factores en juego como la simultaneidad entre manifestaciones de crisis y posibilidades de futuro. En suma, un friso que nos habla de una época de contrastes y de cambios.

Feros y Gelabert datan los tiempos del Quijote entre 1570 y 1616, fecha de la muerte de Cervantes. Apenas explican las razones de la datación, tan precisa por lo demás. Dado que Cervantes informa que don Alonso Quijano frisaba los cincuenta, las fechas indicadas responden razonablemente a los de la juventud y madurez del hidalgo. Pero más allá de la aplicación de las estrictas fechas de una biografía novelada a la sociedad coetánea, la etapa indicada presenta, en efecto, rasgos distintivos propios, que el lector encuentra expuestos a lo largo del volumen. De este modo, estos «tiempos del Quijote» resultan mejor definidos y más satisfactorios que «el siglo del Quijote» del volumen mencionado de la Historia de Menéndez Pidal, prolongado de modo excesivo hasta 1680.

Aunque concebido con ocasión del centenario de la novela, este volumen no es una mera pieza de ocasión. Sus autores amplían aquí de modo específico sus investigaciones previas, de manera que el volumen realiza aportaciones sustantivas al período a caballo del cambio de siglo, aún no tan conocido como el anterior y el posterior.

Tras un oportuno capítulo inicial en el que Georgina Dopico Black repasa la trayectoria vital de Cervantes, el elegante ensayo de John H. Elliott efectúa una ágil mirada retrospectiva al reinado de Felipe II desde la atalaya del año de su muerte (1598) y, con ello, aporta los primeros datos relevantes sobre la especificidad de los tiempos del Quijote. Entre 1571, fecha de la crucial victoria de Lepanto sobre el imperio otomano, y 1588, fecha del no menos crucial fracaso de la Gran Armada frente a Inglaterra, con la consolidación de la rebelión calvinista holandesa y la incorporación de Portugal a la monarquía española de por medio, se operó un cambio decisivo en el punto de mira del reinado del Rey Prudente hacia el norte y hacia el Atlántico, cambio que sería duradero. Mientras tanto, las crecientes necesidades financieras de la guerra en los teatros inglés, holandés y francés acabaron alterando la dinámica política interior castellana y española, y la subsiguiente suspensión de pagos de 1596 (la tercera del reinado) marcó el final de las ambiciones de dominio universal otrora acariciadas.

I. A. A.Thompson y Jean-Frédéric Schaub abundan en estos mismos factores de cambio en sus capítulos respectivos sobre la situación militar y financiera y sobre las relaciones internacionales. En su amplia panorámica, Thompson presenta la década de 1590 como una etapa de reveses para España y habla de una perturbación en sus mecanismos financieros y militares. Además, constata con buen tino que, a la altura de 1605, Cervantes estaba quedando anclado en el pasado, por cuanto, ajeno al cambio de orientación de la vida política española hacia el norte, su mundo seguía siendo el mediterráneo y no mostró mayor interés por Francia ni por los Países Bajos. Schaub traza con habilidad los hilos del tablero internacional durante la Pax Hispanica del reinado de Felipe III, lo que le lleva a afirmar que no había cristalizado todavía un equilibrio de potencias, y se ocupa también de la imagen de España en Europa, una imagen ambivalente, por cuanto la consabida Leyenda Negra convivía con apreciaciones positivas de su cultura y espiritualidad. Por su parte, José Ignacio Fortea muestra que, en virtud de los mecanismos fiscales castellanos, las ciudades con voto en Cortes adquirieron un mayor protagonismo político y condicionaron fuertemente los objetivos de la corona, fuese en la negociación de los famosos millones (implantados a partir de 1590 y entendidos no como impuesto, sino como servicio del reino al rey), fuese en el acrecentamiento de oficios municipales o en la venta de privilegios de villazgo.

Estos tres autores coinciden en señalar que, al calor de los diversos debates, la vida pública castellana conoció una intensificación de la circulación de ideas durante las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XVII , fenómeno que constituye un notable rasgo de esta etapa. Juan E. Gelabert lo confirma con su análisis de las reflexiones que buscaban hacer frente a las dificultades presentes y conseguir la «restauración» del cuerpo político, aquejado como estaba de dolencias de diversa índole, nacidas bien de catástrofes naturales, como la mortífera peste de 1598, bien de recesión material.Y es que los tiempos del Quijote fueron también los de los arbitristas. Gelabert se ocupa de ellos, tanto de los más conocidos (Martín González de Cellorigo, Sancho de Moncada), como de otros no menos interesantes: Juan de Gauna, Damián de Olivares (de quien subraya la agudeza de sus análisis) o el catalán Jaume Damians.Simultáneamente se desarrollaba la novedosa experiencia del valimiento del duque de Lerma con Felipe III,que constituye el tema del capítulo de Antonio Feros.Tomando en consideración los tres grandes términos que conformaban la cultura política del momento (Dios, patria, rey), Feros cubre el régimen de Lerma y lo hace en términos positivos: impulsor de una revolución gubernativa en unas circunstancias de renacidas lealtades a los reinos particulares, Lerma buscó un fortalecimiento de la monarquía que fuera respetuoso con los fueros de sus reinos constitutivos, objetivo para el que intentó atraerse a las clases dirigentes de los mismos.

Bernard Vincent aborda la sociedad española, que tanta diversidad presentaba. Un intenso ir y venir de gentes de todo tipo por la red de caminos y mesones (de la que recuerda que aún conocemos muy poco) es el trasfondo de su capítulo, en el que trenza con particular acierto y belleza las similitudes entre realidad y relato quijotesco.Y frente a arraigados tópicos sobre su inmovilismo, Vincent argumenta convincentemente que, pese a la notoria obsesión por el linaje y la limpieza de sangre, aquélla era una sociedad dinámica, con márgenes de movilidad social y oportunidades laborales para extranjeros, una visión que coincide con la de Fortea sobre el acrecentamiento de oficios municipales antes mencionado, en el que subyacían deseos de promoción social, por regla general cumplidos.También en su capítulo sobre la escritura y la oralidad traza Fernando Bouza con agilidad la proximidad entre mundo real y mundo quijotesco. De hecho, señala que pocas obras resultan tan apropiadas para acercarse a la producción cultural de la época, pues ofrece un amplio inventario de formas de comunicación y memoria.Y si la visita de un fascinado Quijote al taller de un impresor barcelonés le permite tratar del libro como manufactura, subraya asimismo la gran importancia de los manuscritos y de su circulación. Bouza señala que gentes iletradas tenían acceso al mundo del escrito en mucha mayor medida de lo pensado hasta hace poco, habla de la pasión imperante por convertirse en autor y concluye gráficamente que el Siglo de Oro español rebosaba de letras y escrituras en muchos sectores y ámbitos socialesGrandes avances se han producido en el estudio de estas cuestiones.Véase Antonio Castillo (dir.), Escribir y leer en el siglo de Cervantes, Barcelona, Gedisa, 1999..

El Siglo de Oro no dejó de irradiar fuera de España, sobre esa «Europa castellana» de que habla Roger Chartier en su fino análisis sobre manifestaciones de hegemonía cultural. Cuando traducir, adaptar y copiar eran actividades poco diferenciadas entre sí, las influencias culturales daban pie a gran variedad de registros. Para ilustrarlos, Chartier se sirve también del episodio del Quijote en la imprenta barcelonesa y muestra casos en que los estereotipos nacionales, entonces ya bien definidos, influían en las traducciones.Y es que esos estereotipos acertaban a representar ciertos rasgos tópicos que la realidad se empeñaba en no desmentir. Por último, Georgina Dopico Black cierra el volumen con su segunda contribución al mismo, en la que expone la reelaboración de que en las páginas del Quijote fueron objeto cuatro grandes géneros literarios: las novelas de caballerías, la novela pastoril, la picaresca y el teatro. Semejante reelaboración le lleva a subrayar la originalidad y modernidad de Cervantes y a presentarle como adalid de una fase de transición cultural hacia la sensibilidad del Barroco.

De este esbozo de los temas de cada capítulo se desprenden los contenidos esenciales del período estudiado. Como es lógico, los autores ilustran sus textos con citas de pasajes del Quijote o de otras obras cervantinas pertinentes para sus respectivos temas. Pero también incorporan al propio Cervantes en su exposición.Así, John H. Elliott inicia gráficamente su ensayo imaginando a Cervantes, que en 1598 residía en Sevilla, mezclado entre el público que contemplaba con ánimo encogido el túmulo erigido en la catedral hispalense en honor del difunto Felipe II, al que dedicó un conocido soneto. Parecidamente, de la mano de uno u otro de los autores, conocemos lo que significaba ser letrado, condición de un abuelo de Cervantes; vemos a sus padres afincándose en Madrid en 1566, en un momento en que la villa empezaba su crecimiento como sede permanente de la corte; lo vemos a él como recluta típico cuando se enroló en la flota del Mediterráneo, como recaudador de contribuciones para la Gran Armada en una Andalucía afectada por la recesión económica, en sus tratos con un banquero sevillano y como víctima de las consecuencias de las suspensiones de pagos de la monarquía; lo imaginamos entre la multitud que en 1615 acudió a la entrada en Madrid de Isabel de Borbón, que llegaba para casar con el futuro Felipe IV, y en otras situaciones muy elocuentes de la época. Así pues, la ficción del Quijote bien puede ayudar a entender la sociedad en la que fue concebida, pero es sobre todo la vida del mismo Cervantes, con su cúmulo de experiencias tan enraizadas en su tiempo, la que la tipifica con singular riqueza.

La España de Cervantes atravesaba una situación de crisis y había conciencia de ello. Juan Gelabert llama «tristes días» a los de la publicación del Quijote. Efectivamente, aquella era una sociedad de contrastes, cambios y crisis. Ahora bien, ¿cómo medir y asimilar la crisis? Ya en 1977, en un artículo clásico, John H. Elliott mostró que la noción coetánea de declive nacía no sólo de datos empíricos sobre población y economía, sino también de percepciones y categorías culturalesJohn H. Elliott, «Introspección colectiva y decadencia en España a principios del siglo XVII », en España y su mundo, 1500-1700, Madrid, Alianza, 1990, cap. 11.. Aquí encontramos nuevos datos y reflexiones al respecto.

El propio Elliott traza un balance de la política exterior española al final del reinado de Felipe II caracterizado por los claroscuros, por la existencia de medios éxitos y de medios fracasos, mientras que en la política interior señala un éxito manifiesto en la estabilidad alcanzada. Pero observa que el contraste entre lo ambicioso de algunos objetivos buscados, que a la postre se revelaron como inalcanzables, y la realidad, particularmente durante los sombríos años finales del reinado, dejaron una sensación de desasosiego colectivo. Este era el ambiente en que a finales de 1598 Felipe III inició su reinado y el duque de Lerma su gobierno, que iban a durar, respectivamente, hasta 1621 y 1618.Varios autores ensayan un balance de esta etapa, con resultados no siempre coincidentes.

Del mismo modo que lo fue en el artículo de Pierre Vilar antes mencionado, el arbitrista Martín González Cellorigo es figura principal en esta obra, referido por cuatro de sus autores. Su informe de 1600 efectuaba un penetrante análisis de la situación económica y financiera, con inflación y excesiva inversión en juros de deuda pública, y contenía una frase que se ha hecho más que célebre: «No parece sino que se han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural». Destinada a criticar los hábitos rentistas que iban arraigando en distintos sectores sociales, esta frase parecía establecer una relación directa y a la vez inquietante con los encantamientos quijotescos.

Juan Gelabert analiza el grado de adecuación entre los escritos de los arbitristas y la realidad, tarea que le permite advertir que ciertos efectos económicos negativos denunciados por Sancho de Moncada eran, en realidad, tan solo selectivos. Recuerda que, contrariamente a lo esperado, la paz de que se disfrutó durante buena parte del reinado de Felipe III había resultado costosa en términos económicos y aun políticos, lo que le lleva a apuntar que los intereses económicos españoles habían sido supeditados a superiores objetivos políticos en relación con los holandeses.Y señala que para 1618, cuando se abrió un nuevo ciclo de guerras ­el que sería de la Guerra de los Treinta Años­, existía la sensación de que los años transcurridos no habían sido aprovechados para aplicar las soluciones necesarias. Parecidamente, José Ignacio Fortea observa que los diagnósticos formulados durante el reinado de Felipe III acerca del comportamiento de los procuradores en Cortes y de otras cuestiones fueron certeros, pero que su puesta en ejecución quedó aplazada para el reinado posterior.

Ambos juicios resultan críticos para con la obra de gobierno de Felipe III y de Lerma. Fortea, en particular, califica al primero de «débil» y al segundo de «indolente y corrupto valido», términos tradicionalmente aplicados a uno y otro, que, sin embargo, no encuentran refrendo en el capítulo de Antonio Feros, quien, como se ha dicho, presenta el gobierno de Lerma en tonos más favorables y dotado de auténtica capacidad de iniciativa. No por ello deja Feros de señalar fracasos al lado de los éxitos cosechados. Pero, sobre todo, huyendo de explicaciones fatalistas, advierte que la posterior decadencia española no era en modo alguno inevitable a finales de la década de 1610, apreciación que también suscribe Jean-Frédéric Schaub y que, de hecho, subyace en el volumen en su conjunto. Por su parte, Bernard Vincent, que evita también los tonos sombríos, señala que inmigrantes y esclavos llegaban a España para ocuparse de trabajos duros que no querían desempeñar «los trabajadores libres de un país desarrollado y poderoso».

No es de extrañar esta variedad de perspectivas y opiniones sobre las dos primeras décadas del siglo XVII , pues los propios coetáneos ­gobernantes, arbitristas, escritores políticos­ debatían a fondo sobre las manifestaciones de la crisis, sobre sus causas y sus remedios. Además, según observa Schaub, estos gobernantes y escritores, testigos y a la vez actores de un notable cambio de época, son susceptibles de dos lecturas, en función de la visión de mundo de la que procedían y de las nuevas orientaciones que iban tomando forma.

Más acusada es la discrepancia acerca de la constitución político-territorial de la monarquía española. No es éste un tema que sea explorado de modo sistemático en el libro, si bien Feros le dedica la atención mencionada. Pero la discrepancia surge en sendos pasajes de Thompson y Schaub. En un juicio más bien severo, el primero considera que la constitución era frágil a causa de la falta de cohesión de que adolecían sus reinos y dominios, una fragilidad que implícitamente aparece como más o menos estructural. Por el contrario, Schaub dibuja un retrato bien distinto: aunque reconoce que padecía un cierto déficit simbólico, presenta la monarquía como un sistema político unido por lazos mayoritariamente hereditarios y provisto tanto de unos principios rectores sencillos y suficientes (la defensa imperial de la cristiandad y la misión evangelizadora en Indias) como de una estrategia políticomilitar propia de una superpotencia, un sistema que, cuando hubo adquirido conciencia de sus propios límites en el cambio de siglo, buscó un nuevo acomodo en una situación de paz armada que le asegurase todavía buena parte de su predominio. El retrato de Schaub, más amplio y atento a la geopolítica, se aviene mejor a la coyuntura política y constitucional del momento, pues no sería hasta un poco más adelante cuando se plantearía de modo expreso la cuestión del grado de cohesión interna, tanto en los principios como en la práctica. Por su parte, Dopico Black considera que los libros de caballerías actuaron como sustento de los objetivos imperiales españoles, un juicio que peca de forzar excesivamente la búsqueda de relaciones.

En su variado contenido, este volumen expone con viveza las múltiples facetas del período abarcado y contribuye a la consolidación del mismo como etapa histórica definida.Tiempos del Quijote y, sobre todo, de Cervantes: unos tiempos que, conforme a uno de los criterios orientadores de la obra, ya no aparecen bajo el signo de una decadencia más o menos general e indiferenciada, sino bajo el de una crisis que debe ser entendida ante todo en términos de cambio: crisis y cambio que abrieron nuevas oportunidades y orientaciones. El grado en que, para 1620, las oportunidades quedaran materializadas y las orientaciones encauzadas era algo que posiblemente escapaba a los propios coetáneos. La incierta herencia de esta etapa remitía forzosamente a la posterior, la de Felipe IV y el conde duque de Olivares.

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