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La cuenta, para estos señores

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No por repetida, la conseja deja de ser cierta: la economía es el tablero donde se pelean y se ganan —o se pierden— las elecciones USA. Esa es la única buena noticia con la que, por ahora, puede contar Trump. El día en que escribo este blog (septiembre 22) The Wall Street Journal publicaba un nuevo sondeo que, como la mayoría hasta ahora, daba una sostenida y confortable ventaja de ocho puntos a John Biden, el candidato demócrata, entre una muestra nacional de votantes registradosPara poder votar, los ciudadanos americanos tienen que haberse registrado previamente en las listas de votantes del condado o la ciudad en la que residen. Los requisitos para hacerlo varían considerablemente según los estados, aunque suelen incluir, al menos: ser ciudadanos americanos; tener 18 años cumplidos antes de la fecha de la elección; cumplir con los requisitos de residencia de su estado; y haberlo hecho antes de que acabe el plazo de registro. Por supuesto, muchos declinan esa opción. El número más alto de votantes registrados se dio en las elecciones 2016 (157.6 millones), pero no todos votaron. Generalmente las encuestas electorales se hacen entre votantes ya registrados, aunque eso no implica que necesariamente vayan a ejercer su derecho en esa ocasión.. 51% de ellos declaraban su intención de votar por él frente a 43% que lo haría por Trump. El único rayo de luz para el presidente aparecía en el 48% que lo consideraba más capaz de gestionar la economía que Biden (43%).

¿Por qué?

Trump presidió una etapa de rápido crecimiento del conjunto de la economía, del mercado de trabajo y de los salarios hasta finales de 2019, lo que parecía colocarle en una posición confortable para su reelección. En 2020, sin embargo, el estallido del virus de Wuhan trastocó muchas de sus expectativas. Hasta la fecha, Estados Unidos había contado 6,8 millones de casos de Covid-19 y 200.000 fallecimientos, alrededor de una quinta parte del total mundial en ambos registros —algo asombroso en términos absolutos, pero menos chocante en relación con su población total—.

La devastación económica de la nueva peste resultó también atroz. El mes de abril 2020 —el punto álgido de la crisis— registró una subida del desempleo hasta el 14.7% —una pérdida de 25 millones de empleos— y una salida de 8 millones del mercado de trabajo. El PIB se desplomó 9,5% en el segundo trimestre con una caída de 32,9% sobre el mismo período de 2019. El gasto de los hogares que equivale a dos terceras partes del PIB, se redujo un 34,6% sobre el año anterior.  Eran cifras iguales o peores que las de los peores tiempos de la posguerra en 1940s.

Desde el primer momento, la reacción de los demócratas se centró en culpar al presidente de la rápida expansión de la pandemia y en criticar tanto su falta de reacción inicial como sus salidas de tono o sus desatinadas propuestas posteriores. Para ellos y sus terminales mediáticas eran la prueba de algo que venían repitiendo desde la noche del 9 de noviembre de 2016: no se podían confiar a Trump ni las más elementales tareas de gobierno. Con ese continuo foco sobre el presidente evitaban de paso discutir los enormes yerros de muchos gobernadores y alcaldes demócratas en los estados y ciudades más poblados del Nordeste y de la costa del Pacífico, responsables inmediatos de la lucha contra el virus.

Al tiempo, se produjo una creciente divergencia entre las políticas republicanas —inspiradas en Marte— de prioridad a la lucha contra las consecuencias económicas de la catástrofe y las demócratas con su marbete de Venus: la salud de todos, ante todo.

Esa disyuntiva moral, en absoluto baladí, ha perseguido a ambos partidos, reforzando diferencias que venían de mucho más atrás. Mientras los republicanos se inclinan por un tipo de capitalismo schumpeteriano, que avanza por medio de la competencia entre empresas y la destrucción creativa, entre los demócratas ha ido ganando peso una visión más keynesiana de otro, supuestamente mejor organizado, con subordinación de los mercados a los intereses generales, protagonismo estatal y tirón asistencial. El programa económico de los demócratas para las elecciones próximas y las que esperan seguir ganando después apuesta decididamente por esa opción de un capitalismo manejado por el sector público.

Aunque debiera haber sido abordada en detalle en el discurso de aceptación de la nominación presidencial de Biden, esa pieza oratoria fue, por decirlo amablemente, una fuga en el sentido musical de la palabra —demasiadas notas sin un leitmotiv—. Y, sin embargo, es todo lo que sabe sobre ella una mayoría de los 24,6 millones que la siguieron por televisión.

Como era de esperar en las circunstancias, el grueso del discurso apuntaba directamente al desempeño de Trump ante el virus. «Me limito a juzgar a este presidente por sus hechos. De lejos, los peores resultados de cualquier nación del mundo […] Trump no supo protegernos. No supo proteger a América».

Y tras a ese juicio perentorioPor lo que yo sé, los verificadores del WaPo que, hasta julio 7 pasado, habían identificado más de 20.000 falsedades o tergiversaciones de Trump en sus 827 días de mandato., Biden ofrecía sus servicios con un llamamiento a la unidad. «Mi plan para la economía gira sobre los puestos de trabajo, la dignidad, el respeto y la comunidad. Juntos, no sólo podemos, sino de hecho conseguiremos rehacer nuestra economía. Y cuando lo hagamos, la reharemos mejor». Seguía un amplio repertorio de oportunidades para hacerlo: infraestructuras de transporte; cinco millones de nuevos puestos de trabajo en manufacturas y tecnología; un mejor sistema de salud; una educación «que adiestre a nuestra gente en los mejores trabajos del siglo XXI»; ayuda a los dependientes; sindicatos poderosos; salarios iguales para las mujeres; «podemos enderezar —y lo haremos— el cambio climático, que es no ya una crisis, sino una enorme oportunidad para que América lidere al mundo en energías limpias y cree millones de nuevos puestos de trabajo bien pagados». Y todo ello eliminando los regalos de Trump al 1% más rico (USD1,3 billones en menores impuestos) y a las corporaciones con mayores ganancias que no pagan impuestos, «porque no necesitamos una legislación fiscal que premie a la riqueza más que al trabajo» .

A tan rigurosas metas, empero, seguía un clamoroso silencio sobre los medios económicos y fiscales para alcanzarlas. Un silencio lógico porque durante las elecciones primarias de 2019 distintos sectores del partido habían apuntado modelos difícilmente conciliables.

El silencio no compromete.

***

Entre las muchas propuestas salidas de las elecciones primarias de 2019, dos se convirtieron en las grandes estrellas: la conversión de los programas de salud en un sistema universal del que se harían cargo el gobierno federal y los estados, y el Green New Deal para la lucha contra el cambio climático.

El sistema de salud en Estados Unidos tiene una estructura compleja, en parte pública y en parte privada. A grandes rasgos, todos los mayores de 65 años están cubiertos por un programa público llamado Medicare. Otros programas similares atienden a personas con escasos recursos (Medicaid), a niños en las mismas condiciones y a los veteranos del ejército. El resto de los ciudadanos recibía su cobertura sanitaria de compañías privadas, bien contratada individualmente o por familias, bien como parte del paquete de beneficios que las empresas ofrecen a sus trabajadores. Cuanto mejores sean esos beneficios, mayor será la capacidad empresarial para atraer a los más capacitados.

Eso dejaba fuera a quienes no podían o no querían costear un seguro individual, un grupo que se estimaba en unos 28 millones de americanos, especialmente jóvenes que no veían las ventajas de pagar un seguro cuando gozaban de buena salud. A ellos se sumaba otro grupo de inmigrantes ilegales —las estimaciones varían entre 10 y 12 millones de personas—. Unos y otros quedaban, en principio, sin cobertura.

A partir de 2014 la reforma aprobada en 2010 (Obamacare) impuso a todos los ciudadanos que hasta entonces no contaban con uno la obligación de contratarlo y, en su defecto, les sancionaba con multas. Las empresas privadas de seguros, que estaban obligadas a aceptar a todos los peticionarios y a proveer beneficios sanitarios esenciales, empezaron a sufrir la competencia de programas públicos más asequibles.

A pesar de que esos cambios incluyeron a millones de ciudadanos en el sistema de salud, pronto comenzaron a aparecer críticas a su estructura híbrida. Un alto número de candidatos demócratas a la presidencia defendió la adopción de un sistema de sanidad universal y público con diversas variantes que iban desde la conversión de Medicare en un único programa federal y gratuito que cubriría, sin primas ni copagos, a todos aquellos que se encontrasen en América legal o ilegalmente (Bernie Sanders) , hasta la continuidad de un Obamacare perfeccionado (Biden). Por lo que hace a esta última opción, que se presentaba como la voz de la moderación, algunas estimaciones colocan su costo en torno a los 700 millardos de dólares durante los próximos diez años, para convertirse durante los siguientes treinta en el tercer programa asistencial más caro, sólo superado por Medicare y la Seguridad Social

La implantación de un sistema de salud público y universal es una idea bien acogida por el público, pero el diablo se oculta tras los detalles. En marzo de 2019, una investigación anotaba una división 56-39 en su favor. El apoyo aumentaba al 67% cuando se preguntaba a los participantes si estaban de acuerdo con la desaparición de costes individuales añadidos (copago, etc.), pero decaía hasta un 70% en contra cuando se les advertía de que podría implicar la renuncia a la libre elección de médico o aumentos de impuestos.

Y ahí es donde golpean sus críticosMichael J. Boskin, A Closer Look at the Left’s Agenda, Hoover Institution: Stanford 2020.. Los costes de un sistema universal y público exigirían un aumento de alrededor de 32,6 billones de dólares (1012) en gasto adicional de salud, sufragado con impuestos, durante los próximos diez años. Y aunque sus defensores mantienen que el acceso a la salud del grupo de 28 millones que se hallaba fuera del sistema mejoraría la calidad del servicio y rebajaría costes, ese argumento resulta difícil de sostener. Agrandar la demanda sin proveer al tiempo más oferta (más médicos, sanitarios y hospitales) con toda seguridad la reduciría, al tiempo que empujaría al alza sus precios y limitaría su disponibilidad y su calidad.

Es difícil también argüir con el ejemplo del relativo buen funcionamiento de Medicare por una razón básica: los costes para sus beneficiarios están subsidiados por todos los contribuyentes. Pero al incluir a todos los ciudadanos, no quedaría nadie fuera del sistema para cubrir al resto. Las consecuencias, aducen los críticos, están claras: racionamiento estricto de los cuidados sanitarios y largas esperas para percibirlos. Todo ello sin añadir que el estado actual de Medicare es ya muy endeble, con unos compromisos de gasto que doblan el monto de la deuda pública USA.

***

Cambio climático, calentamiento global, emergencia climática, subida global de las temperaturas, efecto invernadero y otras muchas expresiones similares se han convertido en moneda corriente entre los grandes medios globales para trasmitir la urgencia de controlar los eventuales resultados catastróficos del efecto invernadero —el aumento gradual de las temperaturas en la atmósfera terrestre causado por un creciente nivel de dióxido de carbono, clorofluorocarbonos y otros agentes tóxicos—.

El pánico ha llegado hasta el Metrónomo de Union Square en Nueva York, un gigantesco despliegue que hasta ahora medía sólo el paso del tiempo con un formato original. Por unos días (hasta septiembre 27, 2020) se clonó como reloj climático, cuya nueva misión era advertir —de acuerdo, según sus creadores, con los cálculos del berlinés Instituto Mercator— de la cercanía del límite de supervivencia del planeta: 7 años, 103 días, 15 horas, 40 minutos, 07 segundos desde el momento de su puesta en marcha .

¡Arrepentíos!

(Inciso para aclarar que el debate en torno al cambio climático aviva mis acendradas convicciones agnósticas. El agnosticismo, como debería saberse, no equivale a negar la experiencia; se limita a expresar la propia renuencia a aceptar hechos no bien confirmados. En este terreno del cambio climático sería algo así como lo que, hace tiempo, viene defendiendo Bjørn Lomborg. Es una realidad, sí, pero «lo que sabemos sobre sus aspectos básicos se ha mantenido notablemente estable a lo largo de los últimos veinte años. Los científicos convienen en que el calentamiento global se debe mayormente a la intervención humana, […] pero no es el fin del mundo. Es un problema manejable [pese a que] casi la mitad de la población mundial cree que significará el fin de la humanidad […] Semejante obsesión apunta a que vamos a pasar de gastarnos millardos de dólares en políticas ineficaces [para mitigarlo] a gastarnos billones […] Hay que dejar de exagerar»Bjørn Lomborg, False Alarm, Basic Books: Nueva York 2020, p. 5-6.).

Exagerar, sin embargo, es la postura políticamente correcta. Con un toque de nostalgia rooseveltiana en la etiqueta, en febrero 7, 2019 Alexandria Ocasio-Cortez, conocida ya —tanta es su fama— por su acrónimo de AOC, la representante demócrata del distrito 14 de Nueva York, y Ed Markey, senador por Massachusetts, presentaron sendas mociones para que el gobierno federal impulsase un Green New Deal. Era, en la realidad, un manifiesto para estimular «una movilización nacional durante diez años» y alcanzar, entre otros fines, una economía supuestamente más justa: creación de empleo con salarios familiares suficientes; vacaciones pagadas; jubilación segura para todos; seguro sanitario universal; vivienda digna; educación de calidad para todos y en todos sus grados. A esos objetivos genéricos les acompañaban otros más específicos, directamente ligados al efecto invernadero: asegurar que el 100% de la demanda energética en Estados Unidos proviniese de fuentes de energía limpia, renovable, con impacto emisor cero; redes energéticas inteligentes; adecuación de todos los edificios del país para asegurar la máxima eficiencia energética; cambio en los sistemas de transporte, incluyendo vehículos de emisiones cero, trasporte público, trenes de alta velocidad; procesos de fabricación limpios, sin polución ni emisiones de gases invernadero. Y…. 

Ya sabemos lo que hubiera dicho Groucho desde su camarote.

Este programa estelar cojea aún más que el anterior. A menos que corresponda en exclusiva al estado fijar los salarios, las vacaciones y las jubilaciones como sucedía en las economías planificadas que entusiasman a Sanders y a AOC, pensar que el Green New Deal pueda asegurar que esos salarios sean suficientes para una familia (¿habría sólo un perceptor en cada una de ellas?), o determinar los límites y las formas de las vacaciones pagadas y las jubilaciones seguras equivale a confundir la gimnasia del mercado con la magnesia del sector público —dos sujetos inconmensurables—.

Pero la intriga se espesaMichael J. Boskin, Ibid.. Requerir que las energías renovables provean en diez años el total de su consumo en Estados Unidos es pura y simplemente imposible. Hoy en día, las renovables proveen tan sólo un 8%; para que suban al 30% hará falta bastante más de una década. Sin contar con que esas fuentes devienen estériles a falta de viento y sol, algo que no puede ser compensado sin recurrir a combustibles fósiles, a recursos hidroeléctricos o a la energía nuclear —vade retro para Greta Thunberg y sus colegas verdes—, aunque cada vez más existan opciones atractivas en este último sector .

Conseguir la eficiencia energética de todos los edificios en diez años resulta una broma involuntaria. Hay alrededor de 100 millones de esas estructuras en Estados Unidos. Para cumplir el plazo habría que equipar más de cuatro mil por hora durante doce años. Si el objetivo, como lo propone el programa avanzado por el candidato demócrata, fuera de sólo la mitad, estaríamos hablando de dos mil por hora. Todo ello sin entrar en los costes.

Por lo que hace a los medios de transporte, hasta el momento esos costes y las limitaciones de radio han coartado el deseo de los consumidores de hacerse con unos coches eléctricos que no llegan a suponer más del 2% del mercado en Europa y Estados Unidos. Nuevos y más eficientes modelos podrán cambiar esa ratio; pero difícilmente sucederá en los próximos diez años. Y para hablar de la sustitución del tráfico aéreo por trenes de alta velocidad, convendría que sus defensores tuvieran en cuenta el fracaso prodigioso del proyecto californiano de unir Los Ángeles con San Francisco.

***

El resto de las propuestas económicas del Partido Demócrata caminan, como estas dos, en una sola dirección: más impuestos y más deuda.

La responsabilidad fiscal no ha sido una virtud de la etapa Trump. El déficit presupuestario 2020 estará por encima de USD3 billones (1012), más de tres veces los 984 millardos (109) de 2019 y cinco veces el de 2016. Parte importante del aumento se deberá a las medidas contra el Covid-19 apoyadas por los dos partidos, que aumentarán en 2,4 billones los déficits de los próximos diez años. En 2030, la deuda en manos del público superará los 33 billones, cerca del 108% del PIB. Un billón por aquí, otro por allá y pronto estaremos hablando de dinero en serio, que diría el fallecido senador Everett Dirksen.

La plataforma electoral de Biden empujará el gasto corriente a largo plazo deprisa, hasta alcanzar el mayor nivel desde la posguerra, con un total de 5,4 billones de dólares durante los próximos diez años, según un estudio reciente. Las nuevas y mayores parcelas de gasto se repartirán entre infraestructuras y R&D (1,6 billones); educación (1,9 billones); vivienda (650 millardos); y vacaciones pagadas (527 millardos). El resto se encaminará a mejorar la seguridad social y el sistema de salud. De aprobarse, hacia 2030 el gasto federal habrá subido hasta un 24% del PIB, por comparación con el 21% de 2019.

Por lo que hace a los ingresos, el estudio estima que no subirán de 3,4 billones en la próxima década, dejando un agujero de 2 billones, pues el plan Biden, en un brindis al sol, no prevé un aumento de impuestos excepto para los hogares con ingresos anuales brutos superiores a 400.000 dólares.

¿Es un plan sostenible?

«Usando una previsión baja de gasto en torno a 42,6 billones de dólares en esos diez años […] el aumento marginal de impuestos para los ricos no representaría más de un 3% de los ingresos necesarios […] Como no existe un suficiente número de ricos para pagar el resto, no serán ellos, pues, quienes lo hagan […] sino millones de trabajadores de las clases medias altas asediados por una tasa marginal cercana al 60% que convertirá al gobierno en el socio mayoritario de sus ganancias»Michael J. Boskin, Ibid..

Biden se presenta como un moderado rodeado de colegas radicales, pero nada garantiza que su política económica vaya a serlo si se convierte en el próximo presidente. 

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Ficha técnica

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