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Para comprender el populismo (I)

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Durante el recuento electoral de las pasadas elecciones generales, a medida que se desvanecía la posibilidad del sorpasso dentro de la izquierda y se asentaba la holgada victoria del centro-derecha, me atreví a tuitear que no dejaba de ser una sorpresa que España se convirtiese –apenas unos días después del Brexit– en el primer freno a la actual oleada global del populismo. Hubo quien me reprochó que Podemos no es populista y el Partido Popular sí lo es, o, cuando menos, que ambos lo son en igual medida. Si algo revela esta idea, por lo demás muy extendida, es la necesidad de precisar qué es exactamente el populismo y cómo podemos distinguirlo de otros fenómenos políticos o actitudes partidistas.

A esa tarea me empleé, hace apenas un par de días, cuando participé en el curso de verano Populismos, entre lo viejo y lo nuevo en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Y lo que quería traer aquí –al pausado ritmo veraniego de tres entregas sucesivas– es una versión extendida de la conferencia que impartí allí. Su estructura es sencilla y responde a una intención abarcadora, dirigida a la clarificación conceptual: tras una introducción sobre la actualidad del populismo, me ocupo de definirlo, antes de preguntarme por la ambigua relación que mantiene con la democracia y subrayar su dimensión emocional. Después, en lo que constituye el centro diferido de este trabajo, identifico un conjunto de transformaciones sociales de distinto tipo que ayudan a explicar –más allá de la crisis económica– la intensificación contemporánea del populismo. Para concluir, ensayo una brevísima respuesta a la pregunta sobre el futuro del populismo.

1. Actualidad del populismo

No cabe duda de que el populismo está de moda, como, por lo demás, era de temer en un decenio caracterizado por la recesión económica, el aumento de la desigualdad y las crisis migratorias. Es decir, en tiempos de frustraciones y ansiedades colectivas ante fenómenos cuya compleja naturaleza e intrincada causalidad, el colérico ciudadano apenas alcanza a comprender: de ahí la revuelta contra las elites, las apelaciones a la soberanía del pueblo, la demanda de formas directas de democracia. Y aunque el batacazo electoral de Podemos –variante izquierdista de populismo– haya supuesto un inesperado freno a su momentum global, la victoria del Brexit tras el controvertido referéndum británico, la candidatura de Donald Trump en Estados Unidos y el sostenido ascenso de los partidos populistas de derecha en toda Europa insinúan que su vigencia está lejos de haberse agotado. De ahí la necesidad de comprenderlo y delimitar sus contornos. Máxime cuando la difusión periodística del término –candidatura a palabra del año en nuestro país, o, mejor dicho, en las redes sociales– amenaza con difuminar su significado, hasta el punto de que termina por aplicarse a cualquier fenómeno o partido político que nos disgusta. Esa confusión es comprensible, pero nuestra tarea –la tarea del académico o del intelectual– es justamente precisar y distinguir, en lugar de simplificar. Para simplificar, ya está el populismo. Aunque la suya sea una inteligente –esto es, nada simple– operación simplificadora.

Durante mucho tiempo, el término se circunscribía a los movimientos políticos norteamericanos que defendían el poder del pueblo contra los peces gordos del monopolismo decimonónico y la corrupción partidista. A la emergencia de ese populismo en tiempos de globalización e innovación tecnológica en las décadas de 1880 y 1890 en Estados Unidos dedicaba un libro Charles Postel, defendiendo la modernidad de aquella amplia coalición de granjeros, trabajadores y activistas de clase mediaCharles Postel, The Populist Vision, Oxford, Oxford University Press, 2007.. Más tarde, en las décadas de los cincuenta y los sesenta, la noción de populismo se extendió a un fenómeno diferente: la movilización política de movimientos dirigidos por líderes carismáticos en democracias relativamente formales en los países en desarrollo, cuyo arquetipo es el peronismo argentino. También, aunque este uso terminó por decaer, se aplicó a las dictaduras del Tercer Mundo que trataban de dotarse de una apariencia de legitimidad popular a través de elecciones plebiscitarias. En la actualidad, parece como si nos refiriéramos a una combinación del primer y el segundo sentido históricos, aunque su uso contemporáneo sea sobre todo deudor del auge de los partidos populistas de derecha surgidos en Europa Central y Escandinavia en las últimas dos décadas, así como de la continuidad del viejo populismo latinoamericano en formas nuevas ligadas a lo que se dio en llamar «socialismo del siglo XXI», con el bolivarismo venezolano en su vanguardia. En todo caso, se diría que los partidos populistas no emergen en épocas de bonanza, sino en situaciones de crisis donde el establishment político padece de un déficit de representatividad a ojos de un sector del electorado. Aunque no deja de ser cierto que los partidos populistas europeos preexisten a la actual crisis económica, lo que remite a bolsas de insatisfacción crónica que pueden expandirse cuando se produce un shock externo: una recesión, el aumento del terrorismo o una crisis migratoria.

2. ¿Qué es el populismo?

Se ha dicho con frecuencia que no existe una definición clara de populismo y que el término es utilizado con tal alegría, para referirse a diferentes tipos de actores en distintos lugares y tiempos, que resulta inservible. Sin embargo, esta idea recibida quizá se haya convertido en un cliché: la mayor parte de los estudiosos se refieren al mismo fenómeno cuando hablan de populismo. En otras palabras, el populismo es definible e identificable. Aunque, por supuesto, la realidad siempre es más heterogénea que sus representaciones conceptuales.

Esencialmente, el populismo posee cuatro propiedades interrelacionadas: 1) la existencia de dos unidades homogéneas de análisis: el pueblo y la elite; 2) una relación de antagonismo entre ambas; 3) la valoración positiva del «pueblo» y la denigración de la «elite»; y 4) la idea de la soberanía popular, traducida en la prevalencia de la voluntad general como matriz decisoriaBen Stanley, «The Thin Ideology of Populism», Journal of Political Ideologies, vol. 13, núm. 1 (2008), pp. 95-110 (102).. He aquí el núcleo duro del populismo, en cuya ausencia no habrá tampoco, pues, populismo.

A ese núcleo pueden añadirse otros rasgos, quizá más derivados que primarios. Destacadamente: su tendencia a organizarse alrededor de un líder, su antiintelectualismo, su identificación con una Heimat o patria idealizada, su hostilidad hacia la democracia representativa qua representativa, su reactividad ante las crisis y naturaleza, por tanto, episódica, así como un repertorio de acción basado en la provocación, la polarización y la protestaPeter Wiles, «A Syndrome, not a Doctrine», en Ghita Ionescu y Ernest Gellner (eds.), Populism, its Meanings and National Characteristics, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1969, pp. 166-179; Paul Taggart, Populism, Buckingham y Filadelfia, Open University Press, 2000, p. 2; Everhard Holtmann, Adrienne Krappidel y Sebastian Rehse, Die Droge Populismus. Zur Kritik des politischen Vorurteils, Wiesbaden, VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2006.. ¿Son estos, rasgos de carácter más organizativo, definitorios del populismo? Hay quienes piensan que no, de forma que el liderazgo carismático y la comunicación directa entre éste y sus seguidores facilitan el populismo sin llegar definirloStijn van Kessel, Populist Parties in Europe. Agents of Discontent?, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2015; Cas Mudde, «The Populist Zeitgeist», Government and Opposition, vol. 39, núm. 4 (2004), pp. 542-563 (545).. Entre nosotros, en cambio, José Luis Villacañas ve el liderazgo carismático como un elemento esencial de la economía libidinal del populismo, al permitir la identificación afectiva del seguidor con el movimiento: al dar carne a sus abstracciones. El líder carismático otorga cohesión al pueblo «creado» mediante el discurso populista por la vía de explotar su antagonismo con el grupo o los grupos señalados como obstáculo para la realización de los fines populares, que, por supuesto, son formulados a través de ideas vagas como las de justicia, cambio social o prosperidad. Ese antagonismo convierte a los señalados como culpables en chivos expiatorios que resuelven las tensiones acumuladas en la comunidad, conforme a la tesis de René Girard, sea cual sea la auténtica responsabilidad de los así marcadosRené Girard, La violencia y lo sagrado, trad. de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1983.. Por su parte, el uso de un lenguaje simplista e incorrecto –muy marcado en el caso de Donald Trump– puede entenderse como consecuencia secundaria del antagonismo principal establecido entre la gente común y el establishment político.

Es, asimismo, conveniente matizar que, no obstante la homogeneidad de las categorías que maneja el populismo, existe un cierto grado de variabilidad en su construcción. Así, por ejemplo, el populismo no es necesariamente xenófobo: si bien el populismo europeo tiende a ser étnicamente excluyente, el latinoamericano se orienta en mayor medida hacia la dimensión socioeconómica y es incluso integrador del elemento «pobre» o «indígena»Cas Mudde, op. cit.; Cristóbal Rovira Kaltwasser, «The Ambivalence of Populism. Threat and Corrective for Democracy», Democratization, vol. 19, núm. 2 (2012), pp. 184-208.. Igualmente, cuando habla de «gente», el populismo puede hablar de una etnia o referirse a una plebs en sentido más socioeconómicoCristóbal Rovira Kaltwasser, «The Responses of Populism to Dahl’s Democratic Dilemmas», Political Studies, vol. 62, núm. 3 (2014), pp. 470-487.. Por su parte, la elite puede comprender a los ricos, pero también incluir a una intelligentsia cuyos valores e intereses no estarían en consonancia con los de la mayoría silenciosa popularMargaret Canovan, «Trust the People! Populism and the Two Faces of Democracy», Political Studies, vol. 47, núm. 1 (1999), pp. 2-16 (3).. Pueblo, elite: significantes vacíos que pueden rellenarse de distintas maneras según las circunstancias.

Ahora bien, como ha subrayado Stijn van Kessel, aunque podamos estar de acuerdo en lo que sea el populismo, no acabamos de ponernos de acuerdo –los académicos, quiere decirse– acerca de la forma en que se manifiesta. Los desacuerdos al respecto muestran tres grandes posibilidades: que el populismo sea una ideología, una estrategia o un estilo. De donde se colige que el populismo puede designar, a su vez, el atributo ideológico común a varios actores o la herramienta retórica que puede aplicarse a cualquier actor político.

1) El populismo como ideología. Es decir, una que ve la sociedad separada en dos grupos homogéneos –la gente y la elite, o la gente y «los otros» que privan a aquella de su prosperidad, identidad, voz– y defiende que la política debería ser la expresión de la voluntad general en su acepción rousseaunianaCas Mudde, op. cit., p. 543; Daniele Albertazzi y Duncan McDonnell (eds.), Twenty-First Century Populism. The Spectre of Western European Democracy, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2008, p. 3.. En este sentido, estaríamos hablando de una ideología «delgada» o débil, siguiendo la terminología de Michael FreedenMichael Freeden, «Is Nationalism a Distinct Ideology?», Political Studies, vol. 46, núm. 4 (1998), pp. 748-765 (750).. Desde este punto de vista, el populismo carece de un centro programático y de ideas precisas acerca de cómo abordar los problemas sociales. De ahí que pueda cohabitar con ideologías más comprensivasBen Stanley, op. cit., p. 100; Cristóbal Rovira Kaltwasser, op. cit.; puede así ser tanto de izquierda como de derecha. Se parece, en eso, al nacionalismo; aunque no sólo en eso: también en su fuerte componente emocional y de identificación afectiva. Por eso tiene dicho Paul Taggart que el populismo es «camaleónico»: porque puede –sus partidos y movimientos pueden– adoptar un color ideológico y ocuparse de unos u otros asuntos sociales según el contexto en que operePaul Taggart, op. cit..

2) El populismo como estrategia. De acuerdo con esta concepción del populismo, éste es una estrategia política empleada para ganar o retener apoyo social. Para unos, es una retórica que tiene como fin explotar políticamente el resentimiento social acumulado durante las crisisHans-George Betz, «Conditions Favouring the Success and Failure of Radical Right-Wing Populist Parties in Contemporary Democracies», en Yves Mény y Yves Surel (eds.), Democracies and the Populist Challenge, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2002, pp. 197-213 (198).. Otros se limitan a describirlo como una estrategia política que, mediante un liderazgo carismático, busca el gobierno o lo ejerce sobre la base de un apoyo directo y no institucionalizado de sus desorganizados seguidoresKurt Weyland, «Clarifying a Contested Concept. Populism in the Study of Latin American Politics», Comparative Politics, vol. 34, núm. 1 (2001), pp. 1-22 (14).. A la cualidad camaleónica antes sugerida podríamos entonces darle la vuelta: un partido o movimiento que profese una ideología «gruesa» o clásica, pero renuncia a explicitarla y adopta el disfraz populista para acceder al poder y desarrollar desde allí su proyecto ideológico.

3) El populismo como estilo político. Esto es, una forma comunicativa mediante la cual los actores políticos se dirigen a los ciudadanos. En principio, cualquier actor que emplease este «estilo» podría estar haciendo populismo. Benjamin Moffit y Simon Tormey plantean un argumento algo distinto, pero muy sugerente, cuando dicen que el populismo es un estilo en atención a sus marcadas cualidades performativas y estéticas. Es decir: los líderes, a través del discurso y demás instrumentos a su disposición, modifican o crean la subjetividad del público y, con ello, dan forma al pueblo: una comunidad simbólica de la que sentirse parte. Tendríamos que contemplarlo entonces en el marco del declive de los clivajes tradicionales y la condigna y creciente «estilización» de la política, que va de la mano de la simplificación del discurso político y la formulación de antagonismos irreconciliablesBenjamin Moffit y Simon Tormey, «Rethinking Populism. Politics Mediatisation and Political Style», Political Studies, vol. 62, núm. 2 (2014), pp. 381-397.. Por eso habla Cass Mudde de un «Zeitgeist populista» y de la contaminación populista del mainstream políticoCass Mudde, op. cit.; Takis Pappas, «Populist Democracies. Post-Authoritarian Greece and Post-Communist Hungary», Government and Opposition, vol. 49, núm. 1 (2014), pp. 1-23.. Volveremos sobre esto.

A mi juicio, el populismo es, ante todo, un estilo político que carece de rasgos ideológicos definidos y opera como una estrategia de movilización y asalto al poder. Pero tiene razón Van Kessel cuando dice que puede operar de varias formas: por ejemplo, como ideología y estrategia. Quizá se haga entonces necesario medir el grado de populismo en el discurso de los distintos partidos, movimientos y líderes políticos: más que entender el populismo como una categoría absoluta, podríamos verlo como un continuo. Si se hace así, tiene menos importancia la pregunta acerca de si el populismo es una ideología, una estrategia o estilo político.

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