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¿Y por qué no Singapur?

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«Así que este adefesio es el famoso sireleón (Merlion). ¿Y los de aquí piensan que esto pueda rivalizar con el Colleoni de Verrocchio o la estatua ecuestre de Enrique IV en el Pont Neuf? Ya, ya sé que el corazón de las masas tiene razones que la razón desconoce y que soy un elitista, pero, con todos los respetos, esto es un bodrio insuperable». Los respetos van dirigidos a un colega israelí que me acompaña en el paseo y se ha convertido en guía turístico de ocasión durante mi corta estancia. Me ha invitado a dar un seminario en la Universidad Nacional, en la que está acabando su tesis doctoral, y por eso estoy en Singapur y en su compañía. El seminario tuvo muy poca audiencia, pero no creo que fuera eso lo que me decepcionó en la Ciudad del León (que eso significa Singapura en sánscrito). Mi piel sabe resistir la falta de atención. Bueno, un poco.

El sireleón es una estatua que representa, dicen, el espíritu de una ciudad mitad maga (cola de sirena), mitad guerrera (cabeza de león). El bicho tiene su origen en un logo diseñado en 1966 por la Agencia de Turismo de Singapur y convertido en marca registrada desde 1996. La estatua es obra de un escultor local, Lim Nang Seng, ya fallecido, que la terminó en 1972. El original mide 8,6 metros y hoy está en el Merlion Park, cerca del centro administrativo y comercial de la ciudad. Un centro que está en el sur, en torno la bahía de la Marina. El sireleón le escupe un chorro de agua por la boca.

Puede que el sireleón represente el espíritu de la ciudad, pero para mí que el fetén lleva otra sábana. Singapur ha pugnado desde su nacimiento como ciudad-estado independiente (1965) por convertirse en la gran ciudad moderna de Asia, batir a Hong Kong en ese terreno y codearse con las grandes metrópolis (Londres, Nueva York, París, Tokio). Para ser una de las capitales del mundo, hacen falta muchas cosas: historia, pasado monumental, economía de servicios, buena planificación urbana, atracciones culturales, gastronomía… y libertad. A Singapur le faltan bastantes, así que ha decidido concentrarse en crear una ciudad atractiva para los consumidores, locales y extranjeros. Empezó aprovechando su geografía excepcional, justo allí donde se juntan el Océano Índico y el Mar del Sur de China, y el puerto que le habían legado los coloniales británicos. Luego vino una expansión económica típicamente liberal: buen clima de negocios, escasa intervención estatal, abierta a la innovación, poca corrupción, excelentes empresas de servicios. En 2011, un 80% de la población trabajaba en ellas. La renta per cápita en 2012 estaba sobre 60.000 dólares estadounidenses. Un éxito sin paliativos.

Entre los servicios, Singapur ha prestado creciente atención al turismo. También con éxito. En 2012 se estima que llegaron 14,4 millones de visitantes internacionales. Pero no es tan importante el número como quiénes son; en especial, el contingente asiático, cercano al 80% del total. Los hay de todas clases, por supuesto, pero en su mayoría son esas familias nucleares de creciente poder adquisitivo que han aparecido por toda el Asia oriental desde los años ochenta. La isla de Sentosa es un imán que, con sus playas y sus parques temáticos, en especial el de Universal Studios, atrae a cinco millones de visitantes al año. Hace ya tiempo, sin embargo, que, tras tratar en vano de empatar con Hong Kong, la ciudad empezó a diversificar sus atractivos para llevarse un pedazo de la enorme tarta que el juego ha amasado en Macao. En 2012, Macao se llevó 38 millardos de dólares, seis veces más que Las Vegas. Pero ahí, con Las Vegas, en los seis millardos y pico de dólares al año es donde está ya Singapur.

Carezco de los remilgos por el juego que tienen repentinamente frenética a nuestra izquierda caviar –que ha pasado de matarse por todo lo que suene a lúdico al vértigo moralista cuando el camello es un estadounidense– y sólo me atrae el mus, en el que, si acaso, pierdo unos cafelitos y unas copas. Y los años de turismo familiar se quedaron atrás hace ya mucho, así que ninguna de esas dos cosas me llevaría a Singapur. En realidad, nada me llevaría. Cuando en 2005 acabé la visita con la que empezaba este comentario, me juré no volver por esa gran urbe y estoy orgulloso de haber mantenido el juramento.

Hay un par de cosas en Singapur que me estomagan. Una, la más antigua, que no es sólo peculiar de allí, es su devoción por el multiculturalismo, tan ful como en todas partes. Singapur cuenta con una notable diversidad étnica, obvia y descompensada. Un 13% de la población es de origen malayo y un 9% de origen indio, pero un 75% son chinos. Es lógico y es una regla de buen gobierno que las minorías étnicas tengan los mismos derechos que la gran mayoría de chinos. Pero igual de importante es que los tengan todos los ciudadanos. Y ahí es donde las cosas comienzan a no encajar. El multiculturalismo ha sido un estribillo constante de la larguísima sombra política que Lee Kuan Yew ha proyectado sobre el país. LKY, como suele conocérsele en abreviatura, empezó de primer ministro en 1959; en 1990 se convirtió en ministro sénior o decano hasta 2004, año en que, tras haber sido elegido primer ministro su hijo Lee Hsien Long, pasó a ministro mentor. Cuando oí hablar de él por última vez, en agosto de 2012, seguía subido al cargo. Ha ganado en permanencia oficial a Fidel Castro, con la pequeña diferencia de que LKY se ha mantenido en su puesto tras haber ganado, él o su partido (PAP o People’s Action Party), elección tras elección.

Los envidiosos dirán que esos éxitos se han conseguido de forma poco clara, pero a los envidiosos les asisten buenas razones. Singapur es terreno poco propicio para los disidentes y su democracia está limitada por unas draconianas leyes sobre difamación que hacen muy difícil criticar al partido de gobierno y por otras de seguridad interna que permiten un control fiscal abusivo sobre los opositores y persiguen incluso a los medios extranjeros que se apartan de la línea oficial. En definitiva, como en tantos otros países, la celebración de elecciones no garantiza un estricto proceso democrático. En cuanto a la composición étnica del PAP, no he encontrado datos fiables, pero sus dirigentes clave, ésos que toman las decisiones básicas, son mayoritariamente chinos. Vaya usted a las páginas web del turismo de Singapur y la imagen que proyectan de una sociedad armónica en la que sus tres grandes componentes (malayos, indios y chinos) se funden amigablemente en uno, como si fueran la Santísima Trinidad, es otro cuento, éste sí verdaderamente chino.

La segunda historia es más reciente y ha sucedido después de mi marcha en 2005. Hace unas semanas (8 de marzo), The Wall Street Journal contaba que Singapur está convirtiéndose en la meta de los ultrarricos asiáticos. No son siquiera el 1%, sino el 0,1% o menos, los que pueden pagar tres mil dólares por entrar en Pangaea, la discoteca más cara de Marine Bay Sands, un centro turístico hiperexclusivo, o quince mil por una mesa. Una vez dentro pueden encargar martinis con un diamante en vez de una aceituna a veintiséis mil dólares la pieza. Eso no se lo hubiera consentido M ni al mismísimo James Bond. Si se cree a la gerente de la casa, muchos de sus clientes no pasan de los treinta, pero alguno de ellos circula por los aires en un Airbus 380 con piscina y cancha de baloncesto. Según The Wall Street Journal, en la isla había en 2011 ciento ochenta y ocho mil hogares cuya riqueza disponible era de, al menos, un millón de dólares, excluyendo viviendas, negocios y objetos de lujo. El índice Gini de Singapur, ése que sirve para medir la desigualdad, es el segundo de Asia.

No es necesariamente indignación moral lo que me provocan estos nuevos habitantes de Singapur, aunque muchos de ellos no puedan presentar otro mérito en la vida que un afortunado coito de sus padres. Pero tampoco estoy de acuerdo con Scotty Fitzgerald. Los ricos no son diferentes de usted y de mí, no son «blandos allí donde nosotros somos duros, y cínicos mientras que nosotros somos crédulos», no. Me eduqué en un colegio de elite madrileño y conviví con ellos muchos años. Había unos cuantos muy listos, otros eran unos mendrugos. Algunos eran gente estupenda, otros menos. Es verdad que, entre los últimos, había algunos impresentables, pero uno podía librarse fácilmente de ellos. Bastaba con no prestarles atención.

Justamente por eso, por no prestarles atención, amén de otros tiquismiquis libertarios, es por lo que no pienso volver a poner los pies en Singapur, así me lo pida de rodillas el adefesio ése del sireleón.

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