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La (buena) competencia

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Solo hay algo tan bueno, pero no mejor, que la competencia: la cooperación. Esta última no es lo contrario de la competencia, sino que ambas se complementan muy bien. Lo contrario de la competencia es el monopolio. El monopolio es, a su vez, uno de los mayores enemigos de la democracia, como lo es la desigualdad. Y no por casualidad, ni curiosamente, como a veces decimos abusando del lenguaje, el monopolio y la desigualdad van de la mano. ¿Se deduce de ello, nunca bien ponderado hermano, que la competencia y la igualdad, antónimos de los anteriores, van también de la mano?

La expresión competencia viene cargada de acepciones, incluso contaminada por el significado que popularmente se le da. Entre otras connotaciones en el imaginario popular, trae consigo la de algo sucio e indeseable, hasta nocivo para el funcionamiento de una buena sociedad. Nada más lejos.

En esta entrada adoptaremos la acepción de “competencia” como si la tradujésemos literalmente de la voz inglesa “competition”, es decir, competición, que tomamos prestada del ámbito deportivo acompañada de otra expresión anglosajona muy oportuna: fair play, o “juego limpio”. Aplicadas estas expresiones al ámbito de la economía y, más concretamente, al proceso del mercado, entenderemos pues, a lo largo de esta entrada, que la competencia es la lucha noble, en igualdad de condiciones, con libre acceso para todos, por el favor de los consumidores hacia nuestros bienes o servicios.

Por supuesto, admitimos la existencia de “fallos de mercado” que deben ser corregidos en persecución del interés general o bien común ya que, de no existir estos mecanismos de corrección, amplios grupos sociales no podrían acceder a bienes y servicios básicos (sanidad, educación o justicia).

Resulta pues que la competencia, entendida como la ausencia de trabas que impidan entrar y salir de los mercados a operadores libres, o acceder a la tecnología que les hará más eficientes, aunque obligados a cumplir las leyes laborales y mercantiles, u otras regulaciones que afectan a todos por igual, es uno de los pilares de Una Buena Sociedad. Como decíamos antes, la competencia y la igualdad van de la mano.

Desde luego, la competencia se basa en la igualdad económica. De ambas se derivan los derechos económicos básicos, como el derecho a emprender, el derecho a trabajar, el derecho a adquirir propiedades y realizar inversiones, y a sus beneficios, etc. Y a la inversa, el respeto a estos derechos y libertades (cuyos límites son siempre los derechos y libertades de los demás), consagrados en las constituciones democráticas liberales, solo puede traer consigo la competencia (y también la cooperación, por cierto) y nunca el monopolio o cualquiera de sus variantesEsta entrada viene motivada por una reciente y excelente tribuna de Zephyr Teachout en Foreig Affairs que se puede consultar en https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-12-https://www.ft.com/content/de643f89-5be8-4344-81ac-78c7026e9bfe08/monopoly-versus-democracy. La tesis de Teachout es que la lucha contra la concentración de poder económico en los EE. UU. en la actualidad requiere aprender las lecciones que aporta la historia del caótico desarrollo del capitalismo americano entre el último tercio del S. XIX y la segunda década del S. XX, periodo en el que se condesaban los intereses de los irredentos Estados sureños, la grave cuestión racial, las nuevas leyes sobre las grandes corporaciones industriales y la emergencia de estos mismos conglomerados y de los sindicatos. Un repaso histórico trepidante cuya lectura recomendamos encarecidamente al lector..

Hay que invocar ahora, justamente, la política de defensa de la competencia como una de las principales acciones de gobierno en una buena sociedad. La defensa de la competencia es la madre de todas las políticas estructurales. Es la mejor política del mercado de trabajo que pueda imaginarse. Es también una eficacísima política financiera (no confundir con la política monetaria). No digamos de promoción de la I+D+i. O la política de rentas.

Cuando la concentración de poder de mercado, en grandes corporaciones o acuerdos para repartírselo entre varias empresas, prevalece en la economía, una de las primeras consecuencias de ello es la reducción artificial de la oferta con objeto de aumentar los beneficios de los accionistas y directivos de las empresas (que a menudo no son los mismos agentes). Ello implica una menor contratación de trabajadores y un menor salario real (vid infra) para los mismos. Si se trata de ciertos sectores productivos con amplio peso en la economía, el flujo de las rentas laborales en el conjunto disminuirá y, siempre que las rentas monopolísticas no lo compensen, también lo harán el consumo y la actividad general.

Cabe pensar que las rentas monopolistas no solo no compensarán la disminución del flujo de las rentas laborales, sino que también disminuirán las rentas ordinarias de los sectores no monopolizados. El monopolio genera procesos de suma negativa, aunque sus accionistas y directivos aumenten sus rentas. Y la expresión de esta suma negativa, por excelencia, es el paro. Es por ello por lo que la política de defensa de la competencia es una excelente política del mercado de trabajo.

Como política financiera, también la defensa de la competencia brilla. Para empezar, evita la concentración de riqueza en determinados grupos, que la causan, además, por medios ilegales e ilegítimos: el abuso de su poder de mercado. La competencia, sin embargo, expande la libre empresa, de todas las escalas, multiplica el número de accionistas de estas, que obtienen rentas de la propiedad y de la empresa competitivas, pero en un mercado mayor en el que los innovadores también reciben su recompensa. Populariza la riqueza, a la vez que la aumenta, en vez de concentrarla en menos manos, evitando que los demás la generen, como hace el monopolio. El acceso al capital es más fácil y barato para las pequeñas y medianas empresas, también. Y el capitalismo, cuya esencia es lograr que la actividad económica florezca en un entorno de acceso al capital por la vía de mercados libres y competitivos, adquiere su dimensión más valiosa y genuina.

La política financiera de una buena sociedad, en suma, tiene también en la defensa de la competencia uno de sus más firmes puntales. Si a ello sumamos que la inexistencia de monopoliosNos referimos a los “monopolios” en términos muy genéricos para aludir a estos y a todas sus variantes (oligopolios, monopsonios -monopolios de demanda- y demás modalidades de reparto de, o intervención en, el mercado). No debe pensarse, por otra parte, que estas actividades de abuso del mercado están restringidas solamente a las grandes corporaciones. Las pequeñas empresas e incluso los profesionales liberales que actúan individualmente llegan a menudo a acuerdos de reparto de su mercado relevante con otros agentes de su especie para restringir sus mercados locales en detrimento de los consumidores y otros potenciales entrantes. en los sectores reales tiene un efecto muy beneficioso en la prevención de monopolios en los sectores financieros (bancos, seguros y otras entidades), los beneficios para la esfera financiera de la economía y su interacción con la esfera real se multiplican. Por ejemplo, en forma de más crédito para las operaciones de las empresas y los hogares y en mejores condiciones para los prestatarios. Los beneficios generales de un sector financiero competitivo son enormes y, de nuevo, la defensa de la competencia en todos los frentes es también un buen aliado de la política financiera. Esta no es la política monetaria, obviamente, pero los Bancos Centrales verían considerablemente facilitada su tarea si sus mecanismos de transmisión monetaria, muy maltrechos tras la crisis de 2008, funcionases sin interferencias monopolísticas en la economía, tanto real como financiera.

Respecto a la promoción de la I+D+i, está bien establecido que las economías en las que prevalece la defensa de la competencia innovan más, sus empresas dedican más recursos a la I+D y, por lo tanto, crecen más, dado su nivel de desarrollo. Hay economías emergentes con muy dudosos registros de libertad política y económica que crecen mucho, pero ello se debe al mayor rendimiento del capital en las primeras etapas de su desarrollo y un más intenso cambio estructural que elevan fuertemente la productividad, pero no hay que mezclar estos importantes determinantes con el factor competencia. Para economías de similar estadio de desarrollo, la libertad económica, a largo plazo, promueve un mayor crecimiento y prosperidad, dados otros determinantes como la escala del país, etc.Este es un interesantísimo debate que suscita la emergencia de China y de algunas otras sociedades en las que se combinan rasgos políticos propios de regímenes no democráticos con espectaculares tasas de crecimiento económico, fruto del cual es una rápida disminución de la pobreza y la extensión de las clases medias. No hace falta ir muy lejos para recordar cómo el “desarrollismo” logró en apenas dos décadas transformar la economía española, rural y escasamente industrializada, en un ejemplo de lo que hoy denominamos “emergentes”, con un vertiginoso crecimiento de las clases medias en medio de un marco político muy alejado de la democracia.. Solo hay que descender al caso de un monopolio cualquiera que tiene capturado el mercado

De nuevo pues, la defensa de la competencia refuerza las políticas de estímulo a la I+D, la innovación y las políticas industriales, haciendo menos necesarias algunas de sus palancas más controvertidas.

Y, cómo no, la política de rentas. Para muchos liberales (no pongamos apellidos, hermano), la mejor política de rentas posible es la que no existe. En general, tratar de intervenir en qué pedazo de la tarta distributiva recibe cada grupo social fijándole la porción que le corresponde a cada uno por decreto, no solo no logra los objetivos marcados, sino que logra disminuir el pastel a repartir (les suena lo del reparto del trabajo, ¿no?, pues lo mismo con el reparto de la renta por esta vía). En realidad, lo que sí es deseable es que haya algún tipo de red de seguridad que reconcilie la cobertura de necesidades básicas para quienes no llegan, con la recompensa al mérito, al esfuerzo y a la asunción de riesgos. No hay una sola fórmula ni se puede garantizar que las que hay funcionen siempre y en cualquier sociedad. Pero lo que es seguro es que la defensa de la competencia hará que los salarios reales sean mayores por una doble vía: porque los bienes y servicios son más baratos y por la mayor productividad de una economía en la que prevalece la competencia.

La mejor noticia en este ámbito de la política de rentas es, por lo tanto, que esta es menos necesaria que en una economía empobrecida por la compulsión monopolística, sea como sea que definamos la controvertida política, porque la sociedad en la que prevalece la competencia (otro día hablaremos de la cooperación, seguro) es más próspera y presenta menos casos de pobreza. También es una sociedad menos desigual.

Por ultimo, el capitalismo liberal tiene en la defensa de la competencia a uno de sus principales pilares. No creemos que convenga insistir en que los monopolistas obtienen su poder de las instancias administrativas, institucionales o políticas, sea por concesión (figura legal y, además, legítima si se usa bien) o por “cesión” (dejación, en realidad, más o menos criminal) de responsabilidades, cesión que acaba confiriendo algún tipo de autorización a determinadas compañías (las “de Indias”, para empezar) que ningún otro factor podría darles. Estas palabras de Walter Lippmann, escritas en 1937, no pueden ser más elocuentes de ello: … we should do well to … speak not of the capitalist system but of the corporate system. If that system exhibits a high degree of concentrated control, the cause is to be found not in the technic of production, but in the lawEl pasaje completo es: So fundamentally true is this that we should do well to follow the suggestion of Messrs. Berle and Means and speak not of the capitalist system but of the corporate system. If that system exhibits a high degree of concentrated control, the cause is to be found not in the technic of production, but in the law. El pasaje pertenece a la Sección 2 (Machinery and Corporate Concentration) del Capítulo II (The Gods of the Machine) del Libro I (The Providential State) de The Good Society (Boston, LITTLE, BROWN AND COMPANY, reimpresión de 1938). La intención de Lippmann en la sección de la que procede este pasaje es la de desmontar la inevitabilidad del colectivismo cuyos defensores veían en la mecanización la gran fuerza materialista que explicaba la concentración de poder económico de los monopolios y la necesidad de un Estado tan fuerte como ellos para controlarlos. En última instancia, argüían los colectivistas a los que Lippmann atacaba, el Estado debe ser el dueño de los medios de producción, el monopolista de último recurso, por así decirlo. Hoy ya no se evocan aquellos soberbios debates, pero, entre quienes derrotaron al colectivismo en las décadas siguientes a este debate, muchos no se dieron cuenta de que los monopolios seguían existiendo y que el capitalismo se transmutaba en buena medida en corporatismo, alterando en cierta medida la esencia de la democracia.

La “captura del regulador”, la connivencia entre los políticos y las grandes corporaciones, las “puertas giratorias” y la corrupción que todo ello trae altera profundamente las bases de la democracia haciendo que el esfuerzo de la sociedad civil deba multiplicarse para evitar no solamente los daños económicos de los monopolios, sino también que la política deje de estar al servicio del bien común. Si los “asuntos de comer”, es decir, la distribución primaria de la renta, el acceso al ahorro productivo de las clases medias o la asignación general de los recursos en pos del crecimiento y el bienestar general están intervenidos por la concentración de poder económico y su asociación con el poder político, ¿qué queda al alcance de la sociedad civil en la organización política de la sociedad? ¿Qué queda de la democracia?

No conviene exagerar, pero no es menos cierto que la sensación de muchos, de unos años a esta parte, y nos hemos referido a ello en numerosas entradas de Una Buena Sociedad, es la que con enorme elocuencia reflejaba un oportuno y muy bien contextualizado artículo reciente del Editorial Board del Financial Times que reproducimos a continuación: Groups left behind by economic change are increasingly concluding that those in charge do not care about their predicament — or worse, have rigged the economy for their own benefit against those on the margins. Slowly but surely, that is putting capitalism and democracy in tension with one anotherPuede leerse el editorial del Editorial Board del Financial Times (del 30 de diciembre de 2020) en: https://www.ft.com/content/de643f89-5be8-4344-81ac-78c7026e9bfe. Que quede claro, no es exactamente el capitalismo liberal, sino el capitalismo corporatista el que, con enorme descaro, como analizábamos en anteriores entradas, viene erosionando el pegamento del gran consenso que alimentó las esperanzas de las clases medias y populares de las décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

En resumen, la palabra competencia, para que podamos utilizarla en un sentido progresivo, trae consigo una muy variada serie de connotaciones, fundamentalmente de carácter legal e institucional, y hasta histórico, que la simple referencia a la organización de un mercado oscurece. Estas dimensiones, a su vez, necesitan de un diseño enfocado en el aumento de la descentralización del poder y de su arbitrio ultimo por métodos democráticos. Pero si algo debe de quedar claro es que los monopolios son mucho más dañinos de lo que su análisis puramente económico indica. Y que la defensa de la competencia es también la defensa del bien común y de la democracia.

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