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Desigualdad y calidad de vida

DESIGUALDAD. UN ANÁLISIS DE LA (IN)FELICIDAD COLECTIVA

Richard Wilkinson, Kate Pickett

Turner, Madrid

Trad. de Laura Vidal

316 pp. 22 €

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Obsesionadas con la igualdad, las sociedades modernas dedican una apreciable cantidad de sus energías colectivas a combatir la desigualdad o, al menos, aquellas de sus formas que se juzgan moralmente reprobables, socialmente indeseables y políticamente inaceptables. Los territorios en que se vindica la igualdad –desde la renta y la riqueza hasta la edad, el género o las preferencias sexuales– no han parado de dilatarse a medida que hemos ido produciendo unos órdenes sociales cada vez más igualitarios. Y no hay movimiento social que se precie que no encierre la promesa de un mundo libre de las inicuas desigualdades que sus seguidores se proponen abolir. No es sólo que la consagración jurídica de la igualdad sea una de las piedras de toque de las modernas cartas constitucionales, sino que el valor de la igualdad ha arraigado tan profundamente en nuestras conciencias que ha acabado por incorporarse a los programas políticos de los principales actores de las sociedades contemporáneas. En nuestros días, la discusión sobre los límites tolerables de la desigualdad satura la agenda política hasta el punto de que en ocasiones, como bien sabemos los españoles, esos desvelos merecen la creación de todo un ministerio.

Simplificando un tanto las cosas, podríamos decir que hay hoy dos formas de discurso que acuden en apoyo y defensa del valor de la igualdad. En primer lugar, los raciocinios más o menos enrevesados de la filosofía de la justicia avalan decididamente la exigencia de la igualdad, que viene así a convertirse en uno de los supremos fundamentos normativos de nuestras sociedades. Un conocido economista, galardonado con el Premio Nobel en 1998, y muy preocupado por las dimensiones éticas de la vida económica, ha sostenido que «toda teoría de la organización social mínimamente defendible tiende a exigir igualdad en algún espacio; es decir, exige el tratamiento igualitario de los individuos en alguna dimensión significativa, en términos de alguna variable importante para la teoría de que se trate»Amartya Sen, Nuevo examen de la desigualdad, trad. de Ana María Bravo, Madrid, Alianza, 2003, p. 148. El autor matiza que «el “espacio” invocado difiere de teoría en teoría», para añadir a renglón seguido que «el hecho es que cada sistema incorpora una exigencia de igualdad, a su manera, como un basamento de su sistema».. En segundo lugar, un cuerpo creciente de análisis empíricos tiende a poner de manifiesto las consecuencias socialmente indeseables de la desigualdad en algunas dimensiones fundamentales de la vida de las personas. Este tipo de análisis, a menudo muy sofisticados, aprovechan la ingente masa de datos hoy disponible en los más variados campos disciplinares para tratar de calibrar los beneficios de la igualdad. La economía, la sociología, la ciencia política o la geografía se han aprestado, con desiguales resultados, a la tarea de descifrar las evidencias de los dañosos efectos de las desigualdades. A tan noble empresa se acaban de sumar dos prestigiosos epidemiólogos británicos, Richard Wilkinson y Kate Pickett, con la exitosa publicación de Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectivaEl libro, aparecido en 2009 en el Reino Unido bajo el título The Spirit Level. Why More Equal Societies Almost Always Do Better, ha cosechado encendidos elogios en varios medios (The Times, The Guardian), aunque ha sido también objeto de críticas punzantes desde un punto de vista técnico. Véase, por ejemplo, David Runciman, «How messy it all is», London Review of Books, vol. 31, núm. 20 (octubre de 2009), pp. 3-6. La obra ha tenido así el indudable mérito de suscitar una interesante polémica..

Por suerte para el lector, la idea que quieren transmitir Wilkinson y Pickett es clara y distinta: incluso en sociedades ya de por sí tan igualitarias como las de los países más prósperos del mundo, la desigualdad es intrínsecamente perversa porque rebaja la calidad de vida. Para convencernos de ello, no se enredan los autores en las sutilidades argumentales de las teorías de la justicia, sino que, fieles a la rica tradición sociográfica británica, nos abruman con un copioso arsenal de datos que, a su juicio, vienen a demostrar que en aquellos países (de entre los ricos) en que hay una mayor desigualdad de la renta, hay también en promedio una mayor incidencia de varios problemas sociales y de saludQue los indicadores de calidad de vida mejoran con el desarrollo económico es un hecho bien documentado por la investigación pertinente, como también lo es que la relación entre ambas magnitudes no es lineal, porque la calidad de vida no continúa mejorando al mismo ritmo que el desarrollo económico una vez que se ha alcanzado un cierto umbral.. La indagación de Wilkinson y Pickett recopila datos de más de veinte países ricos que sugieren que allí donde la desigualdad de la renta es mayor, la calidad de vida es siempre peor. La desigualdad de la renta se mide comparando los ingresos del veinte por ciento más rico del país con el veinte por ciento más pobre; la calidad de vida se desglosa en diferentes indicadores, como la confianza mutua de la gente, ciertas enfermedades mentales (incluidas las adicciones al alcohol y otras drogas), la esperanza de vida y la mortalidad, la obesidad, los embarazos adolescentes, el rendimiento escolar de los niños, los homicidios, las tasas de reclusión penitenciaria y la movilidad social. El conjunto de estos indicadores condensa de alguna manera el bienestar psicológico de la gente, sus sentimientos de felicidad.

El lector no deja de sorprenderse ante el hecho de que, cualquiera que sea el indicador que se elija, los países con mayor nivel de desigualdad económica (Singapur, Estados Unidos, Portugal, Reino Unido) son invariablemente aquellos en que mayor es en promedio la incidencia de los problemas sociales considerados; y, a la inversa, en los países con menos desigualdad económica (los países escandinavos, Bélgica, Austria y Alemania) la calidad de vida es más alta para el conjunto de sus ciudadanos. Todo apunta así a que, una vez que los países disfrutan de un nivel alto de desarrollo económico, la calidad de vida en ellos no depende tanto de la renta alcanzada cuanto de la forma en que se distribuye. Ahora bien, no contentos con este masivo despliegue de datos internacionales y, por si el lector no estuviera ya suficientemente persuadido de esa sólida relación entre desigualdad y calidad de vida, los autores le endosan otro cuerpo de evidencia relativo a los cincuenta Estados norteamericanos. Con resultados muy semejantes: los Estados de la Unión con mayor desigualdad de la renta (Nueva York, Luisiana, Connecticut o Alabama) son también los más aquejados por los antedichos problemas sociales. El corolario del análisis es inequívoco: a partir de un determinado nivel de desarrollo económico, la desigualdad es responsable de la mala calidad de vida y, por implicación, los esfuerzos exitosos por reducir la desigualdad económica han de redundar en un aumento de la calidad de vida y de la felicidad.

La verdad es que rara vez se le ofrecen al curioso observador de los muchos datos de que hoy disponen las ciencias sociales relaciones entre variables –desigualdad y calidad de vida, en nuestro caso– que exhiban semejante grado de simplicidad y coherencia. Al cabo, la realidad social de los agregados de gran tamaño suele ser tan compleja que es difícil resumirla con una mínima precisión por medio de relaciones sencillas. Y, en efecto, el problema del análisis que nos presentan Wilkinson y Pickett es precisamente que, en su absoluto simplismo, no resiste bien la prueba de la crítica: de los datos que nos suministran no necesariamente se coligen las implicaciones que ellos extraen. Varios problemas de diversa índole socavan el análisis, debilitan sus inferencias y, mucho nos tememos, invalidan también gran parte de sus conclusiones. Veamos por qué.

Para empezar, la tesis de que la calidad de vida depende del grado de desnivel social se apoya en el supuesto de que son los menos favorecidos los que cargan con el grueso del fardo de los problemas tratadosComo dicen los autores, «los problemas más comunes en el extremo inferior de la escala social están, generalmente, más extendidos en las sociedades más desiguales» (p. 36).. Pero, salvo en el caso de la mortalidad infantil en Suecia e Inglaterra y Gales, no se nos aporta ninguna prueba de que ello sea así. Apuntalar este supuesto es importante, porque Wilkinson y Pickett establecen sus relaciones empíricas entre una particular medida de la desigualdad económica y unas tasas que, en realidad, son promedios. Esos promedios –ya sea el tanto por ciento de obesos, la proporción de enfermos mentales, los homicidios por millón de habitantes, el porcentaje de abandono escolar en la enseñanza secundaria o la esperanza de vida– resumen distribuciones cuya forma desconocemos y, por tanto, son compatibles con desequilibrios en su composición que no necesariamente garantizan el supuesto básico. Tomemos, por ejemplo, el nivel de enfermedad mental de un determinado país. La tasa agregada que mide el grado general de desorden mental de un país puede componerse de muy distintas proporciones de ricos y pobres con problemas psíquicos; esa composición es, no obstante, crucial, porque bien puede suceder que trastornos como la ansiedad y la depresión se concentren precisamente entre los segmentos sociales más favorecidos. En otras palabras, mientras que la medida elegida de la desigualdad económica transmite alguna información sobre la forma de la distribución de la renta, las medidas de la calidad de vida no lo hacen, con el inconveniente de que algunas ganancias agregadas de calidad de vida podrían conseguirse a costa de una mayor desigualdad en la distribución de sus dimensiones.

Otro de los problemas que hace desconfiar de las conclusiones de este libro es el que en la metodología del análisis de datos se denomina la falacia ecológicaW. S. Robinson, «Ecological Correlations and the Behavior of Individuals», American Sociological Review, vol. 15, núm. 3 (1950), pp. 351-357. El texto puede consultarse en http://homepages.ucalgary.ca/~mosta/Mosta2007/Robinsson_ASR_1950_ecologicalcorrelation.pdf.. Consiste dicha falacia en predicar del comportamiento individual las asociaciones estadísticas que se establecen entre ciertas características agregadas (como porcentajes, tasas o medias) de conjuntos de individuos (países o Estados norteamericanos). Una de las razones, aunque no la única, por la que las correlaciones entre agregados llevan a conclusiones especiosas sobre los individuos es que ese tipo de análisis concede el mismo peso a unidades de muy diferente tamaño. Nótese que, en nuestro caso, países como Estados Unidos (con trescientos millones de habitantes) cuentan igual que países como Noruega (4,8 millones), Finlandia (5,3 millones) o Dinamarca (5,5 millones), y a Estados como California (37 millones de habitantes) se les da el mismo trato estadístico que a Nebraska (1,7 millones) o a Dakota del Norte (0,6 millones). El resultado, bien conocido, es que las correlaciones estadísticas entre agregados –países o Estados norteamericanos– exageran indebidamente las correlaciones entre los individuos que los componen.

Conviene, por otra parte, alertar al lector de que las implicaciones dinámicas de las asociaciones estadísticas que se establecen entre datos recogidos en un único momento del tiempo (transversales, en la jerga técnica) son, como mínimo, muy arriesgadas. En el caso que nos ocupa, del hecho de que los países con un alto grado de desigualdad tengan peor calidad de vida que los más igualitarios no se sigue que en cada uno de ellos un aumento de la igualdad vaya a producir una correlativa mejoría de la calidad de vida. La experiencia sugiere más bien que algunos indicadores mejorarán y otros empeorarán o, tal vez, permanecerán estables. La perspectiva dinámica, ignorada en el libro casi por completoEl lector agradecería, en este mismo sentido, que Wilkinson y Pickett precisasen en qué momento del tiempo se midieron en los diferentes países la desigualdad de la renta y los problemas tratados., es aquí muy relevante: si nuestros autores hubieran puesto en relación dentro de cada país el cambio de sus indicadores de calidad de vida con el cambio en el nivel de desigualdad económica a lo largo del siglo XX –durante gran parte del cual los países ricos se hicieron en general más igualitariosLos economistas han documentado la prolongada disminución de las desigualdades económicas que se ha producido desde comienzos del siglo XX hasta los años setenta en los países prósperos. Véase Jeffrey Gale Williamson, «El futuro de la desigualdad. Una perspectiva histórica», Fra. Revista de Ciencias y Humanidades de la Fundación Ramón Areces, núm. 1 (enero de 2010), pp. 29-43.– se habrían encontrado con un panorama bastante más complicado que el que describen, y desde luego no reductible a una única pauta: aumentos de la igualdad se combinan con indudables mejoras en las tasas de mortalidad o en la esperanza de vida, pero también con el empeoramiento de problemas como la obesidad o las enfermedades mentales. En España, indicadores de bienestar como, por ejemplo, la esperanza de vida, han mejorado tanto en períodos de crecimiento de la igualdad como de la desigualdadLa esperanza de vida aumentó en España en períodos tanto de disminución de la desigualdad económica (por ejemplo, durante los años veinte) como de crecimiento (por ejemplo, la posguerra). Véase Leandro Prados, «Inequality, poverty and the Kuznets curve in Spain, 1850-2000», European Review of Economic History, núm. 12 (2008), pp. 287-324, para un examen exhaustivo del cambio de la desigualdad económica en España durante el último siglo y medio. El texto puede consultarse en http://e-archivo.uc3m.es/bitstream/10016/946/1/wp07-13.pdf..

Todas estas limitaciones metodológicas apuntan a un problema sustantivo que las meras correlaciones estadísticas no pueden resolver por sí solas. Aun dando por válida la tesis de que la desigualdad empobrece la calidad de vida, ¿qué mecanismo explicaría esa conexión? Descartada la riqueza agregada del país, la explicación que suscriben los autores se centra en la creciente ansiedad que generan las desigualdades de estatus. Como las sociedades opulentas han generalizado el síndrome de la autoestima enfermiza –una especie de combinación ponzoñosa de egocentrismo, inseguridad y narcisismo–, las amenazas socioevaluativas asociadas a sentimientos dolorosos de vergüenza se han convertido en los estímulos estresantes más potentes. Y de esas tensiones emocionales provocadas por las diferencias de estatus derivarían los problemas que minan la calidad de vida, desde la obesidad y la falta de confianza hasta la delincuencia y los embarazos adolescentes. Tal explicación, cualquiera que sea su verosimilitud, plantea una nueva dificultad: centrados en la desigualdad económica, Wilkinson y Pickett no proporcionan en su obra prácticamente un solo dato sobre la desigualdad de estatus. El escollo no es menor puesto que, como es bien sabido, ni la desigualdad puede reducirse a una única dimensión, ni sus diferentes dimensiones coinciden unas con otrasComo ha escrito Sen, «Las características de la desigualdad en distintos espacios, como los ingresos, la riqueza, la felicidad, etc., tienden a distanciarse una de otra, dada la heterogeneidad de la gente. La igualdad en términos de una variable puede no coincidir con la igualdad en la escala de otra variable», op. cit., pp. 14-15.. El caso más patente a este respecto lo constituye Japón, el país con el nivel de desigualdad económica más bajo de entre los ricos, pero con unas desigualdades de estatus y una fascinación por el rango y la jerarquía desconocidas en cualquier otra sociedad desarrolladaHarold Kerbo y John McKinstry, Modern Japan: A Volume in the Comparative Societies Series, Nueva York, McGraw-Hill, 1998..

La obra reseñada ofrece, así, una sugerente masa de evidencias empíricas sobre la desigualdad económica y la calidad de vida en las sociedades ricas que hará reflexionar a los lectores interesados por estos problemas y, singularmente, a los defensores de la igualdad, entre los que, sin duda, se cuentan los autores. Sin embargo, la interpretación de los datos que nos ofrecen viene tan lastrada de impericias metodológicas y torpezas argumentativas que sus conclusiones se nos antojan débiles. Si estamos en lo cierto, los partidarios de la causa de la igualdad agradecerán más y mejores esfuerzos para que el público se convenza de que, en el próspero mundo de las sociedades desarrolladas, la calidad de vida depende tan crucialmente como pretenden Wilkinson y Pickett de la reducción de la desigualdad.

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