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El precio infinito del riesgo nulo

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El rápido desarrollo de la biotecnología en las últimas dos décadas ha traído a primer plano el debate sobre cuál debe ser el papel de las instituciones en la garantía de la seguridad frente a los riesgos de índole biológica. El libro que aquí comento trata sobre el planteamiento actual de dicha polémica. Ésta se inició, sin embargo, hace más de un siglo.

En efecto, el Congreso de Estados Unidos investigó de forma recurrente el problema del fraude alimentario en los últimos años del siglo XIX, aunque no propuso legislación alguna al respecto hasta la primera década de nuestro siglo. El detonante de la actividad legislativa fue, como ocurre a menudo, un accidente causado por una vacuna contra la viruela que resultó defectuosa. La ley sobre productos biológicos (sueros, vacunas, etc.) de 1902 estableció por primera vez la necesidad de una aprobación gubernamental previa para que se pudiera comercializar un producto de esta clase. A pesar de todo, no se exigió el mismo requisito en las normativas que siguieron de modo inmediato, las cuales afectaron a los medicamentos que no eran de origen biológico y a los alimentos (1906), a los productos cárnicos (1906) y a los insecticidas (1910). En todos estos casos se establecía tan sólo la potestad federal de vigilar y castigar a posteriori.

Un nuevo accidente ocurrido en 1937 –más de cien muertes causadas por el disolvente de un medicamento– motivó que se revisara la ley, aunque sin llegar todavía a la exigencia de una aprobación previa. Sólo se requería dar cuenta con 60 días de antelación de la comercialización de un nuevo medicamento y, si la agencia estatal correspondiente no denegaba el permiso, la autorización era automática. Sin embargo, a partir de 1950 toda la legislación sobre productos de consumo ha incorporado el requisito de la aprobación previa y, en particular, la que afecta a los productos de la biotecnología se ha hecho muy exigente al hacer depender dicha aprobación de varias instituciones independientes. ç

Es en esta última etapa en la que Henry I. Miller ha sido no sólo testigo excepcional sino actor polifacético, como investigador, como asesor de distintas agencias gubernamentales y como miembro de algunas de las comisiones más importantes relacionadas con este tema. Miller sabe de lo que habla, y habla con la tensión propia de la virulencia con que se ha producido el debate en ciertas etapas. Esto se debe, en parte, a que muchos de los ensayos que componen el libro son modificaciones de artículos que ya vieron la luz en las más diversas revistas y que reflejan el calor del momento en que se publicaron.

Estamos, por tanto, ante un texto informado pero militante. Los títulos de las cinco partes en que se divide dan una primera idea de la postura del autor: «La controversia producto frente a proceso», «El conflicto entre política y ciencia», «Los caprichos de la regulación federal», «Efectos en el mundo real» y «Por qué el gobierno es el problema (y qué hacer al respecto)».

Empieza por sostener Miller que la mayor parte de la regulación de la biotecnología se basa en considerar que su peligro se deriva de los procesos utilizados –y no de los productos obtenidos– y concluye que este paradigma no es válido. Pienso que en esto estamos de acuerdo con el autor muchos científicos: lo importante es qué gen foráneo se ha introducido en un organismo y no cómo se introdujo. La mitificación de los aspectos tecnológicos y la aceptación de los miedos infundados sin un apropiado debate público sólo pueden conducir a una legislación irracional e innecesariamente costosa.

Tampoco le falta razón a Miller cuando describe –con abundancia de ejemplos– la tendencia a hipertrofiarse de la burocracia reguladora y el afán de perpetuarse que han mostrado muchas comisiones científicas relacionadas con la seguridad biológica. Lo primero ha diluido las responsabilidades y ha disminuido la calidad de la supervisión estatal. Lo segundo ha reducido la función analítica primaria de ciertas comisiones a la de meros agentes tranquilizantes.

El público demanda algo utópico: que los nuevos productos de consumo estén por completo exentos de riesgo. A riesgo nulo, investigación previa infinita y gastos de desarrollo imposibles. En la vida cotidiana todas las acciones conllevan riesgos, pero sólo algunas se consideran arriesgadas. La dificultad del legislador y del administrador radica en cómo establecer unos límites de riesgo razonables que hagan éste desdeñable frente a la utilidad o los beneficios esperados de un producto dado. Los procesos por los que se está resolviendo esta dificultad adolecen de una excesiva carga de irracionalidad que debe ser depurada con paciencia y serenidad.

El ataque frontal al sistema actual y el tono vehemente de este libro –los excesos verbales de su autor– pueden no ser los más apropiados para este momento, pero su lectura es muy recomendable para todas las personas interesadas en la seguridad biológica y, en particular, para los legisladores y administradores responsables de ella.

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Ficha técnica

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